La política, como la vida, rara vez ofrece finales abruptos. A menudo, las muertes políticas son lentas, predecibles y, en algunos casos, deliberadamente ignoradas por sus protagonistas. Eso es, precisamente, lo que estamos presenciando con Pedro Sánchez: el lento pero irreversible declive de un líder que confundió la resistencia con el proyecto y el tacticismo con la visión de Estado.
Sánchez llegó al poder por la puerta de atrás, sí, pero con la legitimidad que otorga la aritmética parlamentaria. Su célebre manual de resistencia se convirtió en bandera y, durante un tiempo, muchos lo admiraron por su habilidad para sobrevivir en un escenario político endiablado. Pero esa misma habilidad ha degenerado en un estilo de liderazgo agotado, personalista y cada vez más cuestionado dentro y fuera del PSOE.
Hoy, Sánchez gobierna más solo que nunca. Ya no hay entusiasmo, ni siquiera en las filas socialistas. Lo que hay es resignación, cálculo y un malestar soterrado que empieza a desbordarse tras cada resultado electoral adverso. La caída en las elecciones gallegas fue la primera grieta visible. El batacazo en las europeas ha sido la confirmación: el "efecto Sánchez" ya no arrastra, ya no convence, ya no ilusiona.
Pero lo más grave no es el desgaste electoral, sino el desgaste institucional y moral que ha provocado su permanencia obsesiva en el poder. Pactos con quienes ayer calificaba de indeseables, cesiones vergonzantes en el tablero territorial, una Ley de Amnistía que ha dinamitado la credibilidad institucional y un clima de enfrentamiento constante con jueces, periodistas y cualquier voz crítica. Todo ello ha erosionado los cimientos de la democracia y ha dejado al PSOE a la deriva, sin proyecto, sin relato y sin alma.
Sánchez ya no inspira, solo resiste. Pero incluso la resistencia tiene fecha de caducidad. La política no perdona a quienes confunden la permanencia en el cargo con el liderazgo real. Hoy, el presidente se aferra al sillón, pero su autoridad moral está bajo mínimos, su margen de maniobra se estrecha y su figura, antaño astuta y audaz, se diluye en la imagen de un gobernante que sobrevive, pero no gobierna.
La historia reciente está plagada de ejemplos de líderes que, en su día, parecían incombustibles y acabaron sucumbiendo a su propio desgaste: Felipe González, atrapado en el marasmo de los GAL y la corrupción; Zapatero, desbordado por la crisis económica y la fractura territorial; incluso Mariano Rajoy, víctima de su inercia política y de una moción que, curiosamente, encumbró a Sánchez.
El poder en España no se pierde siempre por las urnas, a veces se evapora mucho antes, en el descrédito, en el hartazgo social, en la traición interna o en la incapacidad para ofrecer algo más que supervivencia.
Pedro Sánchez ya no gobierna, simplemente ocupa el poder. Y cuando eso ocurre, el final no es una cuestión de si, sino de cuándo. La muerte política ya está dictada. El entierro, solo es cuestión de calendario.