
En la provincia de Cuenca llevamos décadas hablando de despoblación como si fuera una maldición natural, una fatalidad geográfica o una especie de castigo histórico inevitable. Se habla de envejecimiento, de falta de oportunidades, de jóvenes que se marchan, de pueblos que se apagan. Pero rara vez se dice lo esencial: Cuenca no solo se vacía porque falte gente, sino porque está mal organizada. Porque su estructura territorial y administrativa es disfuncional, obsoleta y profundamente ineficiente. Y porque nadie con poder político real quiere abrir ese melón.
La provincia de Cuenca sigue funcionando con un mapa mental y administrativo del siglo XIX, pensado para un país agrario, con desplazamientos lentos, economías locales autosuficientes y un Estado centralizado que apenas delegaba. Ese diseño hoy es una reliquia. Mantenerlo no es una defensa del mundo rural, es una condena silenciosa. Tenemos 238 municipios, muchos de ellos sin masa crítica, sin personal técnico, sin capacidad de gestión y sin futuro administrativo. Ayuntamientos que sobreviven a base de parches, subvenciones y favores, mientras los servicios públicos se deterioran y la igualdad territorial se convierte en una ficción retórica.
El gran engaño político ha sido confundir municipio con identidad, ayuntamiento con pueblo, estructura administrativa con memoria colectiva. Se ha vendido durante años la idea de que cualquier cuestionamiento del mapa municipal es un ataque a las raíces, a la historia o al sentimiento de pertenencia. Es falso. La identidad no se defiende manteniendo ayuntamientos vacíos y sin recursos; se defiende garantizando servicios, oportunidades y dignidad institucional. Lo que hoy existe en gran parte de Cuenca no es autonomía local, sino soledad administrativa.
El resultado está a la vista. Alcaldes y concejales convertidos en gestores de supervivencia, sin técnicos propios, sin capacidad de planificación, dependiendo de la Diputación para lo más básico y de la Junta para cualquier proyecto mínimamente serio. Ayuntamientos incapaces de tramitar con agilidad una licencia, de redactar un proyecto, de ejecutar una ayuda europea. Fondos que se pierden no por falta de necesidad, sino por falta de estructura. Y una ciudadanía que asume como normal que vivir en un pueblo implique peor atención, más trámites y menos derechos.
Frente a este panorama, la política provincial ha optado por la vía más cómoda: no tocar nada. Sostener el edificio ruinoso con subvenciones, discursos emotivos y planes que nunca cuestionan el armazón. Se habla de “reto demográfico”, de “orgullo rural”, de “territorio”, pero se evita cuidadosamente hablar de escala, de funcionalidad y de capacidad real de gobierno. Porque hacerlo implicaría enfrentarse a intereses creados, a redes clientelares y a un sistema institucional que se alimenta precisamente de la fragmentación.
Cuenca necesita una rearticulación territorial profunda, valiente y sin complejos. No para recentralizar, sino para ordenar. No para borrar pueblos, sino para darles futuro. El punto de partida es asumir una evidencia incómoda: la vida cotidiana de los conquenses ya no se organiza en torno a los límites municipales. Se organiza en torno a áreas funcionales reales: zonas donde se trabaja, se compra, se estudia, se va al médico y se hacen gestiones. Negar esto es legislar de espaldas a la realidad.
Esas áreas funcionales existen de facto, aunque no estén reconocidas políticamente. Cuenca capital y su entorno inmediato; Tarancón y su eje natural hacia la A-3; la Manchuela conquense articulada alrededor de Motilla; San Clemente y Belmonte como nodos históricos; una Serranía con problemas y necesidades específicas que no pueden abordarse con los mismos criterios que una comarca industrial o agrícola. Seguir tratando todos los municipios como unidades aisladas e iguales es una receta segura para el fracaso.
La rearticulación pasa necesariamente por una comarcalización operativa, no simbólica. No basta con rescatar nombres históricos para folletos turísticos. Hablamos de crear unidades reales de planificación, gestión y prestación de servicios. Unidades con equipos técnicos, con presupuesto, con competencias claras y con capacidad para interlocutar de tú a tú con la Junta y con el Estado. Sin esto, cualquier política contra la despoblación es cosmética.
Ligado a ello está un debate que nadie quiere afrontar: la mancomunación obligatoria de servicios básicos. Voluntaria ya ha demostrado ser insuficiente. Mientras dependa de la buena voluntad de alcaldes exhaustos y de equilibrios políticos frágiles, no funcionará. Hay servicios —administración general, urbanismo, servicios sociales, contratación, mantenimiento de infraestructuras— que no pueden seguir prestándose desde ayuntamientos sin medios. La mancomunación no elimina el municipio, pero lo saca del aislamiento y le devuelve dignidad institucional.
Otro pilar clave es la Diputación Provincial. Tal y como funciona hoy, es parte del problema. Convertida en una mezcla de agencia de subvenciones, intermediaria política y red clientelar, ha sustituido la planificación por el reparto y la estrategia por la supervivencia. La Diputación debería ser otra cosa: una autoridad técnica de cohesión territorial, coordinadora de áreas funcionales, garante de igualdad de servicios y motor de proyectos estratégicos. Eso implica menos cargos políticos y más técnicos cualificados. Implica asumir que gobernar un territorio complejo exige conocimiento, no solo lealtades.
A todo esto se suma el factor infraestructural, que en Cuenca es directamente un escándalo. No hay rearticulación territorial posible sin movilidad. Sin transporte público intercomarcal, sin carreteras secundarias dignas, sin conectividad digital real y, sobre todo, sin ferrocarril. El cierre del tren convencional Madrid–Cuenca–Valencia no fue solo una decisión de transporte: fue un acto de desestructuración territorial consciente. Se amputó el eje vertebrador de la provincia y se hizo pasar por modernización. Hoy pagamos las consecuencias en aislamiento, en pérdida de atractivo y en irrelevancia.
El silencio político ante este cierre es revelador. Se acepta como un daño colateral inevitable, cuando en realidad ha sido uno de los mayores golpes al equilibrio territorial de Cuenca en décadas. Hablar de rearticulación sin hablar del tren es hacer trampas. El ferrocarril convencional no es nostalgia, es cohesión, es acceso, es igualdad territorial.
¿Por qué no se aborda todo esto? Porque tiene costes políticos. Porque implica perder alcaldías, cuotas de poder, espacios de influencia. Porque obliga a decir verdades incómodas en un territorio acostumbrado a que se le trate con paternalismo. Porque rompe el discurso fácil del “todos los pueblos son iguales” y lo sustituye por uno más complejo, pero más honesto.
Sin embargo, la alternativa es clara: o Cuenca se reordena, o se convierte en una provincia irrelevante, administrativamente inviable y políticamente subsidiaria. No hay tercera vía. Seguir como hasta ahora es elegir la decadencia gestionada, el goteo lento, la desaparición sin conflicto. Una provincia llena de símbolos, pero vacía de poder real.
Rearticular Cuenca no es eliminar pueblos. Es darles una estructura que les permita existir con dignidad en el siglo XXI. Es pasar del sentimentalismo a la política pública. Del parche al diseño. Del discurso al gobierno. Todo lo demás es seguir mirando cómo se apagan las luces mientras se reparten folletos sobre el futuro.
Si esta provincia quiere tenerlo, antes tendrá que atreverse a redibujarse. Y eso exige algo que hoy escasea más que población: coraje político.