
La despoblación de Cuenca no es una catástrofe natural ni una tendencia inevitable. Es, en gran medida, el resultado de decisiones políticas conscientes adoptadas desde el poder central durante décadas. La mala administración del Estado y una política de inversiones públicas guiada más por el rédito electoral que por la cohesión territorial han condenado a la provincia a una lenta pero constante pérdida de población.
Los sucesivos gobiernos han hablado de “reto demográfico” mientras mantenían un modelo de país radial y centralista, en el que las inversiones se concentran allí donde viven más votantes. Cuenca, con poco peso electoral y escasa capacidad de presión política, ha quedado relegada a la periferia de las prioridades estatales. No por falta de diagnósticos, sino por falta de voluntad.
Un ejemplo claro es la política ferroviaria. La apuesta por la alta velocidad se presentó como símbolo de modernidad, pero en provincias como Cuenca ha supuesto el abandono del ferrocarril convencional, el único que realmente vertebra el territorio. La lógica política ha sido evidente: grandes inauguraciones, fotos y titulares, aunque el impacto socioeconómico real sea mínimo. Mientras tanto, pueblos enteros han perdido su conexión básica con el exterior.
La misma lógica se repite en los servicios públicos. El cierre de consultorios médicos, escuelas rurales o juzgados de proximidad responde a una visión tecnocrática que reduce el territorio a números. Desde los despachos ministeriales se decide que un pueblo “no es rentable”, ignorando que el Estado no está para generar beneficios, sino para garantizar derechos y equilibrio territorial.
La gestión de los fondos públicos tampoco ha sido neutra. Los programas de inversión y los fondos europeos han favorecido, una vez más, a áreas urbanas con mayor capacidad administrativa, dejando a provincias como Cuenca en clara desventaja. La falta de apoyo técnico desde la administración central ha convertido la supuesta igualdad de oportunidades en una ficción burocrática.
Todo ello revela una cuestión de fondo: la despoblación es un problema político porque implica elegir entre territorios. Elegir invertir donde ya hay población o invertir para que la población no se vaya. Elegir centralizar o descentralizar. Elegir la cohesión o el abandono.
Las soluciones existen, pero exigen un cambio de enfoque político:
- Blindar por ley servicios públicos mínimos en el medio rural, independientemente del número de habitantes.
- Reorientar la inversión estatal hacia criterios de equilibrio territorial y no solo de rentabilidad económica.
- Condicionar los grandes proyectos a su impacto real en el territorio, no a su valor propagandístico.
- Dotar de mayor poder y financiación a las administraciones locales, que conocen mejor la realidad provincial.
- Exigir responsabilidades políticas cuando planes contra la despoblación se anuncian y no se ejecutan.
Cuenca no se vacía: la vacían. Y mientras no se asuma que la despoblación es una consecuencia directa de decisiones políticas, no habrá soluciones reales. Defender Cuenca no es un acto de nostalgia rural, sino una apuesta por un Estado más justo, equilibrado y democrático.