
En Cuenca, el caciquismo no es un residuo fosilizado del pasado, sino una criatura adaptativa que ha aprendido a mudar de piel sin dejar de ser la misma. Tiene escamas que brillan según la luz política del momento, caparazones que lo protegen de cualquier cuestionamiento democrático real, recovecos donde se oculta cuando conviene, y comportamientos que, aunque refinados, siguen obedeciendo a una lógica conocida: controlar recursos, administrar favores y gobernar el territorio no desde la legalidad formal, sino desde la costumbre, la influencia y el miedo a quedarse fuera.
La provincia —y en especial sus pueblos medianos y pequeños— convive con una red de poder que no necesita levantarse la voz: se basta con intermediarios, redes clientelares y gestores de la influencia local. Son quienes deciden qué asociación recibe ayudas, qué proyecto prospera, quién obtiene un puesto temporal y quién queda relegado al “ya te llamaremos”. En muchos casos, el caciquismo contemporáneo no viste de señorito tradicional; viste de gestor, de técnico, de representante institucional, de emprendedor elevado a categoría de referente social por la simple razón de que ocupa un espacio vacío.
Un sistema que se reproduce socialmente
El caciquismo conquense actual funciona mediante un mecanismo conocido: la dependencia estructural. Dependencia de subvenciones, de empleo público de baja estabilidad, de programas que deben renovarse cada año, de redes informales donde quien manda no es el mejor, sino el que reparte. No gobiernan ideas; gobiernan relaciones. No gobierna el interés común; gobiernan los equilibrios internos de quienes llevan décadas sosteniendo las mismas dinámicas.
Y esta estructura se reproduce porque la provincia, demográficamente debilitada y económicamente frágil, ofrece un terreno abonado: cuando hay poca población, pocos empleos y pocas oportunidades, el que controla el grifo controla la vida.
Escamas: cambiar sin cambiar
El caciquismo local es maestro en la apariencia del cambio. Cambia de partido si es necesario, cambia de discurso, cambia de estética, pero no cambia de función. Puede autodefinirse como progresista o como conservador según la época, pero siempre termina operando igual: centralizando decisiones y marginando voces alternativas.
Hay incluso una estética nueva del cacique: el que presume de modernidad, de sostenibilidad, de innovación… pero sigue manejando las mismas prácticas, solo que más pulidas.
Caparazones: la impunidad que da el silencio
Lo protege un caparazón hecho de dos materiales:
- Conformismo social, fruto del miedo a perder pequeñas ventajas acumuladas.
- Ausencia de contrapesos reales, porque la sociedad civil está debilitada y la oposición política —cuando existe— se limita a la crítica ritual, no al control profundo.
En un territorio donde muchos dependen de pocos, el silencio se convierte en una forma de supervivencia.
Recovecos: la burocracia como arma
El caciquismo actual no actúa desde el autoritarismo explícito, sino desde la instrumentalización de la burocracia. Sabe usar normativas laberínticas, procesos de selección opacos, informes técnicos maleables y plazos administrativos estratégicos. Lo suyo ya no es la orden directa, sino la gestión selectiva del procedimiento.
Los recovecos administrativos son la nueva plaza pública.
Comportamientos: el paternalismo renovado
La élite local, institucional o económica, mantiene un trato paternalista con la ciudadanía. No construye autonomía, sino dependencia; no impulsa proyectos que transformen, sino que administra migajas para mantenerse imprescindible. Y lo más grave es que este paternalismo se asume como natural, como si no existieran alternativas posibles.
Una provincia atrapada entre la nostalgia y el inmovilismo
Cuenca necesita una relectura profunda de sí misma. El caciquismo es una herencia que todavía influye, condiciona y limita. No solo es un problema político; es un fenómeno social, cultural y psicológico. Mientras se mantenga la lógica de que “así funcionan aquí las cosas”, el territorio seguirá atrapado en la paradoja de querer avanzar sin moverse.
La regeneración no llegará de los discursos grandilocuentes, sino de una ciudadanía que decida romper con la docilidad heredada. Porque lo contrario es seguir alimentando una estructura que, con sus escamas y caparazones, sigue siendo exactamente lo que siempre fue: un poder pequeño en un territorio grande que aún no ha reclamado su propia voz.