
El fin de ciclo de Pedro Sánchez ya no es una hipótesis de tertulia, sino una sensación política extendida que atraviesa partidos, medios y ciudadanía. No se trata solo del desgaste lógico de un líder tras años en el poder, sino de la erosión acelerada que provoca la suma de corrupción, crisis institucional y pérdida de credibilidad.
Durante años, Pedro Sánchez construyó su relato sobre la resistencia: sobrevivió a una defenestración interna, ganó unas primarias imposibles y encadenó victorias electorales cuando muchos lo daban por acabado. Ese capital político le permitió gobernar en minoría, tejer alianzas complejas y aguantar envites que habrían derribado a otros presidentes. Sin embargo, la misma lógica de resistencia se ha convertido hoy en un boomerang: lo que antes se interpretaba como resiliencia, ahora empieza a leerse como enrocamiento.
El ciclo político de Sánchez se agota por acumulación. Cada crisis —desde la pandemia hasta los pactos más polémicos, pasando por los indultos o las cesiones territoriales— se fue resolviendo con tácticas de corto plazo, sin una regeneración profunda del proyecto ni del equipo. El resultado es un presidente que aún conserva el poder formal, pero ha perdido buena parte de la autoridad moral y de la capacidad de ilusionar. España asiste a un gobierno que sigue, pero ya no lidera.
Hay finales de ciclo que se anuncian con estruendo y otros que se insinúan en un murmullo sordo, casi imperceptible, hasta que un día se hacen evidentes incluso para quienes se empeñaban en ignorarlos. El ciclo político de Pedro Sánchez pertenece a esta segunda categoría: ha llegado a su punto de agotamiento no por un accidente puntual, sino por el desgaste acumulado de un proyecto que ya no inspira, que ya no cohesiona y que ha perdido su capacidad de traducir la voluntad del poder en gobernabilidad efectiva.
Durante años, Sánchez sobrevivió —y a veces triunfó— gracias a una combinación de audacia táctica, resistencia personal y habilidad para convertir escenarios adversos en nuevos equilibrios de poder. Sin embargo, la política española de 2025 no es la de 2018 ni la de 2020. Las grietas internas del PSOE, el cansancio social y un clima institucional cada vez más deteriorado han terminado por encerrar al presidente en una suerte de burbuja defensiva, donde las decisiones ya no se perciben como reformas sino como maniobras de supervivencia. Y esa diferencia es letal para cualquier liderazgo.
Un Gobierno que dejó de gobernar
Toda etapa política tiene un punto de inflexión, y en el caso de Pedro Sánchez ese punto lleva nombres y apellidos: exministros, antiguos secretarios de organización, asesores de confianza y figuras de su entorno personal investigados, imputados o camino del banquillo. La corrupción deja de ser un problema «del pasado» o «de otros gobiernos» cuando salpica el corazón del poder y el círculo más próximo al presidente.
La reacción gubernamental ha oscilado entre el manual clásico del «casos aislados» y la apelación a conspiraciones políticas y mediáticas. Pero cuando se acumulan prisión provisional para viejas manos derechas, tramas de contratos públicos bajo sospecha y sombras sobre familiares, la estrategia negacionista se vuelve contraproducente. El ciudadano percibe una distancia abismal entre la gravedad de los hechos y el discurso oficial. Es en ese desajuste donde el ciclo político empieza realmente a terminar.
La ruptura del ciclo se ha manifestado en algo simple pero decisivo: el Gobierno ha dejado de gobernar. Las leyes bloqueadas, la incapacidad para estabilizar mayorías y la continua dependencia de concesiones identitarias han reducido la acción política del Ejecutivo a una negociación permanente con actores que no comparten ni proyecto nacional ni horizonte institucional. Esa dinámica ha vaciado de sentido la promesa sanchista de “estabilidad progresista”, dejando un gobierno que actúa a trompicones, sin agenda reconocible y sin relato coherente.
El resultado es una creciente percepción de desgobierno: no porque falten anuncios, sino porque falta dirección. Las crisis ya no se gestionan, simplemente se estiran hasta que la atención pública se agota. Y en política, cuando la gestión se convierte en aplazamiento continuo, el liderazgo se evapora.
El PSOE, fracturado por dentro
Si algo acelera el fin de un ciclo político es que el propio partido del presidente deje de creer en él. El PSOE atraviesa una fractura que ya no es ideológica, sino emocional: cuadros medios desorientados, territorios que se sienten abandonados y una estructura que no reconoce en la estrategia de la Moncloa un camino hacia la recuperación del espacio perdido.
El partido que en su día rescató a Sánchez frente al aparato mira ahora a su líder con una mezcla de lealtad obligada y fatiga acumulada. Las federaciones territoriales, especialmente las que gobiernan o aspiran a recuperar poder autonómico y municipal, miden ya el coste electoral de seguir atadas a un presidente cercado por la corrupción y la impopularidad. El silencio interno no es necesariamente apoyo: muchas veces es pura espera táctica.
Cuando el desgaste del líder amenaza la supervivencia del partido en plazas clave, las lealtades empiezan a resquebrajarse. Alcaldes y barones leen encuestas, no discursos. El fin de ciclo suele anunciarse antes en los despachos regionales que en los órganos federales: primero llegan las distancias sutiles, después las críticas en voz baja y finalmente las peticiones explícitas de relevo o cambio de rumbo. El PSOE, que ha gestionado varias transiciones traumáticas, se enfrenta de nuevo al dilema entre proteger al líder o salvar la marca.
El desgaste de Sánchez no se expresa solo en las encuestas, sino en la pérdida de autoridad interna. Cuando un liderazgo ya no cohesiona a los suyos, su tiempo se acorta irremediablemente.
Una sociedad cansada de excepcionalismo
Puede defenderse que Pedro Sánchez ha sido el presidente de las grandes crisis encadenadas: pandemia, inflación, tensiones territoriales, cambios globales… Pero también es cierto que abrazó un estilo político basado en la excepcionalidad permanente, en el recurso constante al “momento histórico” para justificar decisiones polémicas. Ese marco ha perdido eficacia. Una sociedad que quiere estabilidad no tolera que cada semana sea presentada como un punto de inflexión.
El fin de ciclo de Sánchez no se explica solo por la corrupción, sino por el modo en que se ha gestionado la relación con las instituciones: tensiones con el Poder Judicial, nombramientos controvertidos, discursos que deslegitiman órganos de control y una lógica permanente amigo-enemigo trasladada al terreno institucional. Un presidente puede sobrevivir a un escándalo, pero lo tiene mucho más difícil cuando el propio sistema aparece erosionado a su alrededor.
A medida que se encadenan las crisis, la figura del jefe del Ejecutivo se encoge. Cada explicación tardía, cada rectificación forzada y cada apelación a la «resistencia» desgastan un poco más la palabra presidencial. El poder deja de ser una palanca para transformar la realidad y pasa a ser un escudo para aguantar el día a día. Ese tránsito, perceptible en el tono de los discursos y en la agenda política congelada, es uno de los síntomas más claros de un fin de ciclo.
El país está cansado de vivir en sobresalto. Y en ese cansancio radica la principal señal de fin de ciclo: cuando el electorado deja de escuchar.
El deterioro de la confianza institucional
Sánchez construyó buena parte de su estrategia sobre la polarización controlada, confiando en que la fragmentación ajena haría menos visibles sus propias debilidades. Pero la polarización no se controla: se desborda. El enfrentamiento con jueces, medios, oposición, comunidades y hasta órganos constitucionales ha generado una sensación de erosión institucional que ya no se atribuye a las circunstancias, sino directamente al estilo presidencial.
La percepción de que el Gobierno actúa cada vez más en clave de confrontación defensiva ha agravado la idea de un ciclo desgastado, sin capacidad de regeneración.
¿Qué queda para el final?
Cuando un ciclo político se agota, solo quedan dos salidas: reinventarse o marcharse. Y la reinvención exige una energía, una credibilidad y una capacidad de renovación que hoy ya no acompañan al presidente. El tiempo político de Pedro Sánchez se ha comprimido, y las señales —parlamento bloqueado, fractura interna, desafección social, falta de narrativa— apuntan a un final de ciclo que ya no depende de la oposición, sino de la propia inercia del desgaste.
España entra en un periodo de espera: un interregno donde el Gobierno ya no lidera, pero aún ocupa el poder. Es el tramo final, ese en el que la política se mueve mientras el presidente permanece inmóvil, esperando un golpe de suerte que cambie una dinámica que, en realidad, ya está escrita.
El fin de ciclo de Pedro Sánchez no será, probablemente, un estallido súbito, sino una lenta retirada forzada por la realidad: la de un país que percibe que quien gobierna ya no tiene la autoridad ni la credibilidad necesarias para pilotar la siguiente etapa. Y, cuando eso ocurre, el final ya no lo decide solo el calendario electoral, sino la suma de una sociedad cansada, unas instituciones tensionadas y un partido que, antes o después, buscará sobrevivir más allá de su líder.
Porque los ciclos no terminan cuando lo decide el líder, sino cuando lo decide el país. Y el país hace tiempo que dejó de acompañar.