
Hay gobiernos que transmiten fortaleza incluso en la tormenta, y otros que, aun sostenidos por mayorías suficientes, avanzan con un aire de malestar persistente, como si cada paso requiriera vencer una resistencia interna. El Ejecutivo de Pedro Sánchez atraviesa desde hace meses esa segunda sensación: la de un mal cuerpo político, una mezcla de desgaste, desorientación estratégica y pérdida de control sobre la agenda pública.
La condena del Fiscal General del Estado, las tensiones dentro de la coalición, el malestar territorial con los socios independentistas y un clima social marcado por el cansancio económico han generado una atmósfera que no se resuelve ni con comparecencias efectistas ni con el envoltorio simbólico al que el presidente recurre cada cierto tiempo para recuperar iniciativa. Cada intento de rearmarse parece tropezar con un nuevo episodio que alimenta la desconfianza y el ruido.
A este mal cuerpo institucional se suma un Gobierno que ha perdido su capacidad de marcar el tempo. No lidera la conversación pública; la persigue. Reacciona más de lo que propone, explica menos de lo que decide y se refugia en una comunicación defensiva que, lejos de calmar, subraya la sensación de fragilidad. La legislatura se ha convertido en una sucesión de episodios, algunos graves, otros menores, que juntos componen la impresión de un Ejecutivo que no respira con normalidad.
El problema no es solo de relato: es de estructura. La geometría variable en el Congreso ha convertido cada iniciativa en una negociación a contrarreloj, elevando el coste político de cada ley hasta niveles imposibles de sostener. Y mientras el Gobierno intenta sobrevivir voto a voto, el país percibe que las grandes reformas quedan aparcadas, sustituidas por medidas más cosméticas que transformadoras.
El “mal cuerpo” del Gobierno de Sánchez no es un accidente: es el síntoma de un equilibrio precario, de un proyecto político que ha perdido cohesión interna y coherencia externa. No es aún un final de ciclo, pero sí la señal de que, sin una rectificación profunda —institucional, estratégica y comunicativa—, la legislatura corre el riesgo de convertirse en un lento deterioro que ni la polarización ni el adversario podrán ocultar.