
En ocasiones, un país decide amputarse a sí mismo una parte de su historia. Lo hace sin ruido, sin ceremonias y sin duelo público. Simplemente corta un vínculo que daba sentido a un territorio, lo sustituye por un silencio administrativo y continúa como si nada hubiese ocurrido. Eso es exactamente lo que pasó con la línea de ferrocarril convencional Madrid–Cuenca–Valencia: una infraestructura que durante más de un siglo vertebró España de oeste a este y que hoy lucha por no desaparecer del todo en la memoria colectiva.
La clausura del tramo conquense en 2022 no fue un mero cierre técnico. Fue, sobre todo, un acto de desposesión cultural, una renuncia a un legado humano, social e ingenieril que cualquier país con una mínima conciencia patrimonial habría protegido e integrado en su relato histórico. La vieja línea no solo fue un medio de transporte: fue un corredor de vida, un eje de modernización y un símbolo de cohesión entre tres territorios que durante décadas encontraron en el tren un puente imprescindible para prosperar.
Hoy, cuando diversas plataformas ciudadanas, asociaciones ferroviarias e instituciones locales reclaman su declaración como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, ya no discutimos solo de trenes, horarios o infraestructuras. Estamos discutiendo algo más profundo: el lugar que ocupa la memoria industrial en nuestra identidad y el tipo de país que queremos construir.
El ferrocarril que abrió caminos antes de que existieran autovías
La línea Madrid–Cuenca–Valencia nació en pleno impulso modernizador del siglo XIX. Fue un esfuerzo titánico de ingeniería: túneles excavados a pico y barreno, viaductos que desafiaban la orografía abrupta de la Serranía, estaciones que hoy serían motivo de estudio en cualquier facultad de arquitectura industrial. Aquella traza no fue un capricho; fue un hito técnico del Estado liberal que buscaba comunicar el interior agrario con el Mediterráneo comercial.
Durante décadas, ese corredor ferroviario sostuvo la actividad económica, el comercio de mercancías, los viajes familiares, los traslados universitarios y la movilidad cotidiana de miles de personas. Construyó país antes de que España tuviera carreteras dignas de tal nombre. Y lo hizo con una eficiencia sorprendente: era una línea rentable en términos sociales, y más sostenible de lo que hoy admitirían sus detractores.
Cuenca, la gran olvidada: cuando el cierre se convierte en condena
Para la provincia de Cuenca, la supresión del servicio no fue un detalle técnico: fue un nuevo capítulo del abandono institucional que arrastra desde hace décadas. Con una de las densidades de población más bajas de Europa, cada infraestructura eliminada supone un golpe directo a su capacidad de resistencia.
Cerrar la línea fue, en la práctica, desconectar pueblos enteros de cualquier forma de movilidad equilibrada. Fue relegar a cientos de ciudadanos a la dependencia absoluta del coche. Fue clausurar un símbolo de igualdad territorial. Y fue, sobre todo, invisibilizar un patrimonio que no solo pertenece a Cuenca, sino a toda España.
Resulta paradójico —o directamente absurdo— que, en pleno debate internacional sobre movilidad sostenible, mientras Europa celebra y restaura líneas históricas, nosotros hayamos decidido demoler una infraestructura que podría haber sido un ejemplo de transición ecológica, turismo cultural y recuperación territorial.
Un paisaje cultural único: ingeniería, naturaleza y memoria
La UNESCO valora los paisajes culturales: aquellos donde la intervención humana generó un equilibrio singular con el entorno. La línea Madrid–Cuenca–Valencia es un ejemplo perfecto. Su trazado recorre gargantas fluviales, valles, mesetas y laderas de una belleza natural excepcional. El diálogo entre las obras de fábrica —viaductos, terraplenes, túneles— y el paisaje conquense crea un conjunto de enorme valor patrimonial.
A ello se suma una memoria humana que late en cada estación: ferroviarios que dedicaron su vida al tren, niños que crecieron oyendo el silbato, viajeros que encontraron en esos vagones la puerta a un futuro mejor. No se preserva solo un riel; se preserva un relato de país.
De vía muerta a oportunidad de futuro
Oponerse a la destrucción de la línea no es un ejercicio de nostalgia. Es una apuesta por un modelo de desarrollo inteligente. Países como Francia, Italia, Reino Unido o Alemania han recuperado líneas históricas y las han convertido en motores turísticos, culturales y económicos. España, sin embargo, parece mantener la extraña convicción de que solo lo nuevo es útil, aunque lo nuevo no conecte territorios ni genere oportunidades reales.
Integrar la línea en un proyecto de patrimonio vivo, protegido y reutilizable, permitiría:
- Crear corredores verdes y turísticos articulados alrededor del ferrocarril.
- Desarrollar museos ferroviarios, rutas culturales y experiencias interpretativas.
- Revitalizar estaciones como espacios comunitarios, culturales o de economía social.
- Impulsar modelos de movilidad híbrida y sostenible.
- Atraer inversión, visitantes y empleos en zonas afectadas por la despoblación.
Lo que hoy parece una vía muerta sería, en cualquier otro país, un activo estratégico.
Por qué la UNESCO importa
La declaración como Patrimonio de la Humanidad no es solo un sello honorífico. Abre la puerta a financiación, a proyectos de recuperación, a protección internacional y, sobre todo, a un cambio cultural: obliga al Estado a mirar aquello que ha ignorado. Obliga a recordar que el progreso no consiste en sustituir lo que existe, sino en integrarlo y ponerlo al servicio del futuro.
El reconocimiento de la UNESCO sería un acto de justicia histórica y simbólica. Y sería también un mensaje: Cuenca existe, su memoria importa y su patrimonio industrial no es prescindible.
El tren que nos enseñó a mirar distinto
España ha sido, demasiadas veces, un país que desprecia su patrimonio industrial hasta que lo ve desaparecer. Pero aún estamos a tiempo de corregir este error. La línea Madrid–Cuenca–Valencia no es una ruina ni un estorbo: es un testimonio material de nuestra modernización, un lazo entre territorios y un espacio donde miles de vidas se entrecruzaron.
Salvarla no es un capricho. Es recordar que, antes de las autovías, del AVE y de los corredores logísticos, hubo un ferrocarril que enseñó a un país a moverse, a conectarse y a soñar.
Reconocerla como Patrimonio de la Humanidad sería, sencillamente, reconocer su verdad: que nunca debió ser abandonada porque nunca dejó de pertenecer a todos.