
En la política española, la frontera entre lo legal y lo legítimo se ha desdibujado hasta el punto de que muchos responsables públicos se dan por satisfechos con “no estar imputados”. Sin embargo, la sociedad ya no se conforma con inocencias judiciales: exige ejemplaridad. El caso del ministro Ángel Víctor Torres, examinado por la Guardia Civil en el marco del caso Koldo, refleja con claridad la degradación de los estándares éticos de nuestra democracia.
El ministro de Política Territorial y Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres, defendió recientemente su honor político recordando que “en 25 años de vida pública jamás ha sido investigado ni acusado de corrupción”. Lo dijo después de que la UCO analizara las adjudicaciones de mascarillas durante la pandemia en Canarias bajo su mandato, dentro de la investigación del caso Koldo.
Aunque la Guardia Civil no halló indicios de delito, la cuestión ética persiste: ¿fueron ejemplares los procedimientos seguidos? La adjudicación de contratos millonarios a empresas sin experiencia, en un contexto de urgencia sanitaria, no deja de suscitar dudas sobre la transparencia y el control de los fondos públicos.
La ética política no se mide solo por la ausencia de delito, sino por la presencia de responsabilidad y transparencia. En democracia, el deber de un ministro no termina en los tribunales, sino que comienza en la confianza ciudadana.
Lo de Torres no es una excepción: forma parte de un patrón estructural. Desde los contratos irregulares del caso Koldo, pasando por la trama Marea en Asturias o las puertas giratorias del exministro Montoro, la política española se ha acostumbrado a convivir con la sospecha.
En todos estos episodios aparece la misma constante: una ética de mínimos. Los responsables se refugian en el argumento de “no estar imputados”, pero evitan asumir responsabilidades políticas o morales. Así, el poder se ejerce con la legalidad como escudo, pero sin el ejemplo como guía.
El resultado es devastador: la ciudadanía percibe que da igual quién gobierne, porque el sistema tolera los mismos vicios bajo siglas distintas.
La cultura de la impunidad moral
En España, la ética pública se gestiona como una formalidad administrativa. Nadie dimite por haber fallado al principio de ejemplaridad, y los códigos éticos de los partidos se han convertido en papel mojado.
Esta impunidad moral se sostiene en tres pilares:
- La opacidad institucional, que ampara decisiones discrecionales y contratos sin control real.
- El intercambio partidista de reproches, donde cada escándalo se usa como arma política en vez de oportunidad de regeneración.
- La resignación ciudadana, convencida de que la corrupción es endémica y que ningún partido quiere erradicarla de verdad.
Así, la política española ha dejado de ser un servicio público para convertirse, a menudo, en un espacio de autoprotección corporativa.
Ángel Víctor Torres no es, a día de hoy, culpable de nada ante los tribunales. Pero su caso simboliza el límite de la ética de mínimos. No se trata de pedir su condena, sino de exigirle algo más que una absolución judicial: la transparencia absoluta sobre su gestión.
Cuando un ministro es mencionado en una investigación, aunque sea tangencialmente, tiene el deber moral de ofrecer toda la información disponible. No basta con repetir “no estoy imputado”: hay que demostrar, con hechos, que la actuación fue limpia, documentada y legítima.
El verdadero reto para Torres —y para quienes gobiernan— no es sobrevivir al desgaste mediático, sino demostrar que la política aún puede ser un espacio de integridad.
El caso de Torres no es aislado. En los últimos años, España ha encadenado episodios que comparten una misma raíz: la relajación de los estándares éticos en el ejercicio del poder.
El caso Koldo, vinculado al exministro José Luis Ábalos, destapó una trama de adjudicaciones millonarias de mascarillas a intermediarios próximos al poder político, en pleno caos sanitario. La investigación judicial ya acumula pruebas sobre comisiones, favoritismos y corrupción explícita. En este contexto, la sombra que alcanza a Torres no es penal, pero sí política y moral: ¿cómo pudo su gobierno adjudicar contratos a empresas relacionadas con los mismos actores investigados en otros territorios?
Algo similar ocurrió en el caso Marea (Asturias), donde la red de adjudicaciones irregulares entre funcionarios y políticos regionales terminó en condenas judiciales. En aquel escándalo, como en tantos otros, la práctica era la misma: contratar a “los de siempre”, con procedimientos opacos y sin rendición de cuentas.
Más recientemente, el caso Montoro, que afecta al exministro de Hacienda del PP, muestra otro tipo de corrupción más sofisticada: la captura regulatoria, es decir, el uso de la influencia normativa para favorecer intereses empresariales. No hubo comisiones, sino puertas giratorias y reformas a medida. La diferencia es de método, no de fondo. En todos ellos, el patrón es idéntico: una clase política que confunde legalidad con ética y poder con privilegio.
Hacia una ética de máximos
España necesita recuperar el sentido moral de la acción política. Para ello, sería imprescindible avanzar hacia una ética de máximos, que establezca estándares más exigentes que los meramente judiciales. Algunas medidas posibles serían:
- Inhabilitación política automática ante conflictos de interés o relaciones con contratistas públicos, aunque no haya condena penal.
- Transparencia activa, con publicación inmediata y detallada de todas las adjudicaciones por emergencia.
- Supervisión ética independiente, ajena a los partidos, con capacidad de sancionar conductas impropias.
- Revalorización de la dimisión, entendida como un gesto de respeto institucional, no como una derrota política.
La regeneración democrática pasa por asumir la responsabilidad sin esperar al juez. Lo que debería indignar no es solo el delito, sino el deterioro de la ejemplaridad.
El caso Torres, como antes el de Ábalos, el de Montoro o el de los implicados en el caso Marea, confirma una triste evidencia: España no sufre tanto una crisis de corrupción como una crisis de ejemplaridad.
El discurso político se ha degradado hasta identificar “no ser corrupto” con “ser honesto”. Pero la honestidad no se presume: se practica; mejor aún, la política debería ser el arte de servir, no el refugio de la inmunidad moral. Y mientras nuestros dirigentes no entiendan que la ética no se defiende, sino que se demuestra, la confianza pública seguirá siendo la gran víctima del sistema.