A veces los ciudadanos perdemos de vista la perspectiva del tiempo y somos dados a ignorar que, a medida que vamos envejeciendo, lo que nos rodea va variando, moviéndose, en ocasiones, a mayor velocidad de lo que lo hacemos nosotros. Sin ser conscientes de ello y, a medida que el correr de los años nos van privando de determinadas facultades físicas, el entorno también experimenta modificaciones que nos limitan; de modo que, mientras el aumento demográfico de la población humana contribuye a estrechar nuestra propia parcela vital, en tanto que los recursos no tienen la elasticidad precisa para que puedan ir creciendo indefinidamente, al ritmo con que lo hace el censo de la ciudadanía; incluso aceptando los adelantos de la ciencia y sus efectos beneficiosos para la humanidad, no cabe la menor duda de que, cada vez, nos sentimos más agobiados, más estrechos en esta especie de corral de gallinas al que, poco a poco vamos quedando confinados. Y, aunque ustedes puedan creer que exagero, la presión del Estado, este monstruo de siete cabezas que, entre todos, creamos para que se ocupara de nosotros; va adquiriendo, cada día más, unas dimensiones ciclópeas, de modo que, cuando queremos darnos cuenta, nos encontramos completamente a expensas de sus caprichos y a merced de su imparable gigantismo, que acaba por absorbernos privándonos de nuestra propia singularidad.
Recuerdo que, cuando era todavía un niño y adquiría mis primeros conocimientos, una de las cosas que primero aprendí fue que la población de España era de 24 millones de habitantes; hoy en día, unos setenta años después, estamos por los 47 millones. España, en cambio, no ha crecido, sí lo han hecho sus ciudades, sus carreteras, sus puertos, sus aeropuertos y la circulación de automóviles y otros vehículos mecánicos. Queramos o no, el espacio se ha reducido y nos hemos tenido que acostumbrar a vivir en bloques de viviendas, hemos tenido que soportar las comunidades de vecinos y nos hemos hecho a la idea de que tenemos que pagar impuestos por todo. Pero lo que, de verdad, ha adquirido un desarrollo desorbitado, ha sido toda la parafernalia que existe en torno a lo que se ha dado por denominar Administración del Estado que, curiosamente, cada vez precisa de mayor número de servidores; cada vez son más los que nos quieren gobernar; cada vez son más los que quieren ocuparse de nuestro dinero; cada vez son más los que quieren limitar nuestras libertades y cada vez son más aquellos que han conseguido un modus vivendi que les permite vivir cómodamente, sin cansarse demasiado, apretando las clavijas a la ciudadanía y con un puesto seguro que, normalmente, está garantizado para toda la vida. Estos privilegiados, señores, son los funcionarios, la clase de los que viven a costa del Estado o sea, de nuestros impuestos.
Se calcula que, en España, a primeros de enero del 2010 teníamos 3.168.500 asalariados públicos. En primero de enero del año 2005 teníamos 2.868.000 asalariados públicos, lo que significa que, en 5 años, el número ha aumentado en 300.000 nuevos funcionarios. Si tenemos en cuenta que, desde finales del año 2007, estamos en crisis y que el desempleo que se ha producido en España está rondando los 5 millones de trabajadores, resulta difícil explicar que, en tiempos de recesión, la Administración pública, en lugar de ahorrar en personal, siga aumentando su número a razón de 70.000 trabajadores anuales. Es paradójico que, en tiempos de crisis, las CC.AA hayan creado 228 empresas públicas, con un coste anual estimado en 60.000 millones de euros. El coste total de los funcionarios públicos en España les representa cada año, a los españoles, la bonita cifra de 108.000 millones de euros y esto se da ¡en tiempo de crisis!, cuando se nos exige que nos apretemos el cinturón y se nos congelan o disminuyan los salarios.
Nos podríamos preguntar si, todo este monstruo administrativo; toda esta pléyade de funcionarios, a los que podríamos añadir los paniaguados de los Sindicatos, los que viven a costa de los partidos políticos, los miles de concejales, alcaldes, parlamentarios, senadores, los miles de asesores de los gobiernos central y autonómicos, etc.; ¿han servido para algo, a la hora de ayudar al pueblo español a enfrentarse con la crisis o, más bien ( como en el caso de los Sindicatos mayoritarios), han colaborado a lastrar nuestra economía?. Pero volvamos la vista hacia el llamado poder Judicial y preguntémonos si, en este aspecto, los ciudadanos estamos satisfechos con su actuación a pesar de lo que nos cuesta sostenerlos. Pues, señores, a la vista de cómo funcionan los juzgados, del retraso de los expedientes, de la tardanza en dictar sentencias y del comportamiento de tribunales tan emblemáticos como el Tribunal Constitucional, no nos queda más remedio que reconocer que la administración de Justicia en España no funciona, está atascada y, por si fuera poco, el Gobierno tiene domesticados a muchos de sus representantes, que parece que se han convertido en sus lacayos, cuando se trata de emitir ciertas sentencias que parecen fabricadas a la medida de sus deseos.
Todo este aparato gubernamental sólo ha conseguido que, en dos legislaturas, España haya vuelto atrás diez años y que, todos los logros conseguidos por el gobierno del señor Aznar, especialmente en el aspecto económico y laboral (se crearon 5 millones de empleos), se hayan desperdiciado, de tal modo que, el llamado Estado del Bienestar hoy en día sólo sea un lejano recuerdo que, por desgracia, será difícil de que, al menos en muchos años, se vuelva a conseguir. Y es que, si nos fijamos en la Seguridad Social, veremos que, cada vez menos afiliados sostienen a un mayor número de pensionistas y parados. Un estudio de la Asociación de Grandes Empresas de Trabajo Temporal expone que la tasa de soporte se ha reducido en España desde el 1,88 de 2007 al 1.44 del primer trimestre del 2011 (proporción entre afiliado y pensionista). La causa se debe a la caída del empleo y la disminución de cotizantes, unido al hecho de que cada vez hay más personas mayores y menos jóvenes que cotizan. Lo que resulta más preocupante es que, los que nacieron entre 1.965 y 1.975, están empezando a jubilarse y, cuando estén jubilados, es muy posible que no haya suficientes jóvenes para sustituirlos y el problema tenderá a recrudecerse.
Pero lo peor es que, mientras estamos viendo que el desempleo no decrece (aparte de la mejoría temporal del efecto verano); que estamos expuestos a las salpicaduras de los problemas de Grecia, Portugal e Irlanda, estamos regateando en lo que son reformas de gran calado en el mercado laboral, seguimos padeciendo penurias a causa de las dificultades de colocar nuestra deuda pública y privada y, por mucho que nos empeñemos, no conseguimos inspirar confianza a los inversores ni disminuir el diferencial con el bono alemán (que sigue en los 255 puntos básicos) ni conseguimos mejorar nuestro seguro de garantía del pago de la deuda que ronda los 280 puntos básicos. En fin, que este gobierno del señor ZP, ahora en una rara simbiosis con el señor Rubalcaba, que no se sabe si actúa el Presidente o si lo hace el aspirante; en cualquier caso, no es una situación que se pueda perpetuar en el tiempo como parece que, el señor Marcelino Iglesias pretende vendernos, al hablar de elecciones en la próxima primavera.
¡Demasiado Estado!, ¡demasiado desconcierto!, ¡demasiado sectarismo! Y muy poco, poquísimo, respeto por los ciudadanos españoles que son quienes, al fin y al cabo, están sufriendo la parte más dolorosa de toda esta filfa de gobierno socialista, que se resiste, como gato panza arriba, a alejarse de sus prebendas, sus mangoneos y sus poltronas. O esa es, señores, mi particular forma de ver la situación actual.
Miguel Massanet Bosch