Es obvio que, a muchos, les sale rentable ser de izquierdas o, mejor dicho, simularlo, ya que es notorio que estos autoproclamados progres de la farándula; estos apóstoles del ideario comunista y supuestos defensores de las castas oprimidas, a estos a los que se les llena la boca de reproches y descalificaciones contra los empresarios y que siempre están dispuestos a apoyar cualquier iniciativa contra la “oprobiosa” derecha, los “reaccionarios” come niños o los “fascistas” que no quieren comulgar con su particular forma de entender la política; se saben valer de estos “salvoconductos” para adquirir fama de inconformistas, atribuirse la condición de defensores del proletariado y constituirse en azote del orden constituido, censores de las clases acomodadas y verdugos in pectore de la religión católica, sus ministros y cualquiera que se declare miembro de dicha comunidad religiosa. No consideran una contradicción ni se sienten molestos por poseer saneadas fortunas, gran parte de las cuales consiguieron bajo “la oprobiosa dictadura del general Franco” ni tiene remordimientos de conciencia cuando usan de sus influencias para colocar a sus familiares en los mejores puestos, promocionarlos para que sean estrellas, sin necesidad de pasar por el aprendizaje ni los castings a los que deben someterse la mayoría de quienes quieren ocupar un puesto en el mundo del cante o la representación. Y es que la endogamia, el clientelismo, el chauvinismo y toda clase de favoritismos, seguramente tuvieron su origen en este mundillo al que me gusta calificar: de la farándula.
Ya se sabe que, en el mundo de la TV, lo único que las cadenas toman en cuenta, por encima de miramientos morales, éticos o religiosos, son las todopoderosas audiencias. Naturalmente que, quienes contemplan los programas que se emiten en cada una de la TV públicas o privadas son los que marcan la pauta en cuanto a la clase de programas que les salen más rentables a los propietarios o directivos que las explotan; lo que deja en segundo o tercer lugar la calidad intrínseca de cada transmisión, su interés artístico o científico o su valor plástico, de modo que, su exhibición en pantalla, queda absolutamente supeditada a que, sea cual fuere el tema, por sucio, escabroso, cerril, obsceno, escandaloso o irreverente que su contenido resultase; si la audiencia lo demanda, lo jalea y lo ve, éste es el que ha se salir en pantalla.
De ahí que los grandes locutores, presentadores, directores, productores, artistas y estrellas de los shows que tanto éxito tuvieron en años precedentes, aquellos que sacaban de sus mentes ideas geniales ( recordemos al señor Ibáñez Serrador, a Joaquín Prats, a la familia de los Aragón, con Emilio a la cabeza, etc.) capaces de entretener al público y captar su interés sin necesidad de apelar al insulto, al escándalo, a la caricatura cruel, a la injuria o la calumnia o a los insultos y descalificaciones en contra de la Iglesia católica, para que sus programas resultaran amenos, se hicieran famosos y calaran con fuerza entre una variopinta audiencia; ahora han sido desplazados por estos mal llamados show men, especie de híbridos nacidos de una especie de melting pot, formado por chulo de barrio, listillo de discoteca, gracioso de tertulia, sujeto sin escrúpulos y pelota de oficina. ¡Eh, voilá! Ya tenemos al perfecto conductor capaz de ponerse al frente de estos famosos programas basura que, hoy en día, ocupan los espacios s estelares en los horarios de máxima audiencia de todas las televisiones si exceptuamos, por el momento, a la TV1.No se educa, se vende.
Así no es raro que, estos pequeños diocesillos del Parnaso televisivo, expertos en escándalos, carentes de escrúpulos y capaces de hacer lo necesario para provocar el morbo en la audiencia; se han convertido, poco a poco, en los verdaderos triunfadores de nuestras televisiones. Lo malo es que el ego les va creciendo en proporción directa a su caché y éste lo hace en función del número de espectadores que consiguen reunir ante la pantalla del televisor; sin embargo, su control de la situación, su moderación, su conciencia de sus limitaciones y su dominio de si mismos se van perdiendo a medida de que la fama los ensoberbece y se sienten superiores al resto de la humanidad.
He ahí un ejemplo de lo que estamos hablando. Un sujeto que se ha arrastrado por todo el escalafón de lo que constituye el itinerario para ir consiguiendo, escalando, por los medios que fueren, los peldaños hacia la fama. Hoy vale más un poco de fama que una buena preparación, un adecuado aprendizaje o una laboriosa especialización; en realidad, basta con no tener vergüenza, expresarse de forma desabrida y tener un rostro (en los dos sentidos) capaz de asustar a los niños. El señor Wyoming, se hace llamar El Gran Wyoming, seguramente para compensar alguna carencia de su niñez, ha conseguido hacerse un nombre por dos de sus llamémosles “cualidades”: la primera por sus estrafalarias representaciones, sus gesticulaciones faciales y su desparpajo a la hora de poner de chupa de dómine a quien quiere ofender; y la segunda por su ostentoso izquierdismo, su descarada inquina en contra de todo lo que sea orden, contención, moderación, política de derechas, y, en especial, su manifiesto anticlericalismo que, en él, adquiere visos de esquizofrénico en cuanto se trata de la Iglesia católica. Nada que objetar si se limitase a guardarse su opiniones para sí mismo, pero se da la circunstancia de que aprovecha cualquier ocasión que se le presenta, que son muchas, para utilizar su programa televisivo para burlarse de los católicos, escarnecer a los ministros de la Iglesia y hacer burla de una creencia que hace dos mil años que está vigente y que, por mucho que le duela a este sujeto, va a seguir perdurando cuando sus restos mortales estén reposando, si es que pueden, debajo de uno metro de tierra.
Que el señor Wyoming sea amigo de gays y lesbianas, allá él; que el señor Wyoming diga que es médico sin serlo, mientras no ejerza sin licencia, allá él; si el señor Wyoming presume de intelectual, mientras no se crea de verdad que lo es, ninguna objeción; que el señor Wyoming tenga una lengua incapaz de decir otra cosa que inconveniencias, insultos, horteradas o estupideces, no importa, salvo, eso sí, que quiera meterse con los católicos porque, un ignorante como es él en temas religiosos, un individuo que no tiene otro mérito que el desbarrar en público; no tiene derecho, no tiene la entidad suficiente ni la solvencia intelectual para atreverse a ofender a una institución a la que pertenecen millones de fieles en el mundo y que ha formado, durante siglos, parte del patrimonio cultural de nuestra nación. No confunda este señor a la gente con la que trata en sus programas basura, con los demás ciudadanos y no se crea que lo que dice se le va a tolerar sin recibir la adecuada respuesta. Lo que ocurre es que este caballero, tan valiente, tan osado y tan lenguaraz, no tiene lo que debe tener un hombre para tratar a cualquier ministro de la religión islámica como lo ha hecho con el cardenal Rouco Valera, Un acto de una vileza extrema, una cobardía y una verdadera ofensa a los católicos y a la Iglesia católica, que sólo se puede entender al venir de un sujeto amoral, indocumentado y protagonista de uno de los programas más soeces de los que se emiten en las televisiones españolas.
¡Ah! Y si a usted, señor Wyoming, no le parece bien que el Papa nos visite, ya puede hacerse a la idea que serán muchos los millones de españoles, católicos y no católicos, que van a recibirlo con los brazos abiertos. Si a usted no le gusta se fastidia, como nos fastidia a nosotros el tener que soportarle. O eso, de verdad, es lo que opino yo.
Miguel Massanet Bosch