EDITORIAL
El Gobierno tiene que diseñar sin demora un cambio a fondo para evitar la quiebra del sistema
La reforma de las pensiones públicas es uno de los cambios estructurales que
necesita abordar la economía para garantizar la viabilidad del sistema en los
próximos 50 años. A diferencia de otras grandes reformas, como la financiera, de
gran impacto inmediato sobre la economía, los efectos de la de las pensiones se
dejarán notar a medio y largo plazo. Pero no por eso es menos urgente, puesto
que solo será eficaz si los cambios normativos empiezan a aplicarse poco a poco
desde ahora. El Gobierno empieza a ser consciente de que es inevitable un cambio
estructural en las pensiones, debido a la presión de la demografía y al
deterioro del mercado laboral. O al menos eso cabe deducir de la negativa del
Consejo de Ministros a compensar la pérdida del poder adquisitivo de los
pensionistas en 2012 a la subida de la inflación.
El problema es de fondo y se ha debatido intensamente en los últimos cinco
años. El sistema actual es inviable a medio plazo por el creciente
envejecimiento de la población y el aumento de la esperanza de vida; y resulta
más inviable todavía si, además, la economía está en fase de depresión laboral
profunda. La aportación de un número decreciente de ocupados resultará
insuficiente así que pasen 10 años para sufragar los pagos a un número creciente
de pensionistas.
Los Gobiernos de Rodríguez Zapatero pasaron de puntillas sobre la necesidad
de una reforma en profundidad del sistema y el de Rajoy parece dispuesto a
repetir el error. El argumento político que la bloquea es que un cambio de esta
naturaleza tendría un coste muy elevado en votos. Resulta también evidente que
la demora en la petición de rescate se debe a otras razones distintas al temor a
que una de las condiciones impuestas desde Bruselas y Fráncfort sea precisamente
un recorte en las pensiones. La fuerza de los hechos obligará a iniciar esa
reforma, la exija Bruselas o no.
Las líneas de acción para reformar las pensiones están bien definidas. El
Gobierno que acometa la tarea tiene el mapa de situación perfectamente
delimitado por el amplio consenso entre economistas, expertos laborales y
políticos con experiencia en la Administración pública: ampliar el número de
años de ocupación para acceder al 100% de la cotización, calcular esta sobre el
conjunto de la vida laboral, adelantar a 2015 o 2016 la norma que aplaza la edad
de jubilación hasta los 67 años, prevista por el Ejecutivo anterior para la
segunda década del siglo, y romper la indexación de las pensiones con el
IPC.
La tarea de un Gobierno consciente del problema y con una legislatura por
delante debería ser la de modular en el tiempo estas líneas de acción, de forma
que no sean una carga insoportable para los nuevos pensionistas ni para aquellos
con prestaciones más reducidas, y alivien el peso sobre las cuentas públicas.
Algunas decisiones pueden prolongarse (siempre que no se llegue al desatino de
aplicarlas en 2022) y otras pueden escalonarse. Pero lo que resulta
imprescindible es que los ciudadanos sepan con claridad cuáles son los criterios
de reforma y, por supuesto, que su aplicación se negocie con los agentes
sociales. Lo que no es recomendable es que el Ejecutivo siga subiendo las
pensiones sin explicar sus consecuencias (un alza del 1% en 2012 está
produciendo un aumento del gasto del 4,6%) y no se advierta el riesgo de quiebra
del sistema que anuncia el irresistible aumento del gasto estructural por las
tendencias demográficas y laborales. En este ámbito también se juega el Gobierno
su credibilidad ante los ciudadanos, ante Europa y ante los
inversores.
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