El patrón de la crisis, que pagamos los ciudadanos, se repite: un conjunto de agentes económicos se endeuda al límite, maximiza beneficios y lo que después se demuestre inviable ya será un problema político
Emilio Trigueros (Publicado en El País, aquí)

EVA VÁZQUEZ
Haré las reformas necesarias me cueste lo que me cueste. Haré lo que tenga
que hacer aunque sea lo contrario de lo que dije. En tiempo de crisis hay que
recortar; es lo que hay que hacer”. Desde mayo de 2010, llevamos asistiendo 30
meses, entre atónitos, indignados y hastiados, a un hilo continuo de
declaraciones de los máximos responsables del país, con un claro mensaje
conductor: no hay más remedio. El martilleo de solemnes declaraciones
posibilistas nos recorta subliminalmente el derecho a pensar y entender, a
discutir respuestas de fondo a preguntas fundamentales. Si era un proceso tan
insostenible ¿cómo afluía a espuertas el dinero del boomeconómico? ¿A
tapar qué agujeros va ahora destinado el dinero del rescate bancario?
El dinero de la burbuja fue durante años una suerte de maná con que la
globalización financiera parecía haber puesto sus complacencias en España. Si
observamos un globo terráqueo e imaginamos un balance de dinero mundial,
encontraremos dos grupos: por un lado países que acumulan riqueza y, por otro,
países que acumulan deudas. Los primeros tienen una balanza comercial y de
beneficios repatriados con saldo positivo, y generan un ahorro que desean
mantener invertido; al otro lado del balance, se sitúan los países que desean
gastar más del ahorro que tienen, y recurren a préstamos con los primeros. Para
dar una idea, en 2008, pico del ciclo económico, los países generadores de
ahorro acumularon un saldo positivo de más de 1.000.000 millones de dólares (15
veces más que una década antes); de ese ahorro, aproximadamente un tercio
correspondía a los países petroleros, un tercio a China y un tercio a Alemania y
Japón. Eran suministradores de dinero a la economía global, el cual se dirigía,
en cifras redondas, en un 80% a nueva deuda en Estados Unidos, y en un 20% a
nueva deuda en la ahora llamada Europa periférica. Solo en 2008, por ejemplo,
España aumentó su deuda global neta, suma de privada y pública, en 150.000
millones de dólares.
¿Por qué nadie hizo nada si era evidente que el riesgo
hipotecario doblaba el de países comparables?
Para mover los billones del ahorro global que crecía vertiginosamente hacia
nuevas deudas, y mantener a plena circulación la savia de las transacciones
económicas, la banca internacional disparó su peso en la economía mundial, su
volumen de negocio y su capacidad de atraer con altos salarios a cráneos
privilegiados, para que conjugasen con nuevas fórmulas la aversión al riesgo de
los inversores y el ansia de riqueza de los financiados. La efervescencia del
sistema financiero internacional creó todo un sistema de burbujas conectadas:
cualquier entidad bancaria aspiraba a captar la mayor deuda posible (pasivo) y
conceder el mayor crédito posible (activo) para crecer en tamaño. Aguas abajo de
los bancos, una generación de directivos empresariales se acostumbró a encontrar
fácil financiación a cualquier proyecto; una generación de políticos se
acostumbró a que la economía ya no consistiera en la gestión de recursos
escasos, sino perpetuamente crecientes. Eran tiempos en que el alcalde de una
gran ciudad española podía jactarse de que acometería en cuatro años obras que
sus antecesores no habían hecho en 20; en los que, según declaraciones recientes
del presidente de una gran constructora, se vivió una trepidante locura
colectiva en el mundo empresarial español.
¿Cómo pudo llegar a sobrefinanciarse de forma tan brutal la economía
española, si nuestra pertenencia al euro fijaba un límite a la deuda pública,
que las Administraciones cumplieron? El gran dinero siempre encuentra fórmulas.
Empezó, por ejemplo, privatizando la deuda de las inversiones públicas: una
constructora muñía la financiación de un bien público (autopistas, hospitales)
en concesión, a cambio de un canon anual, de forma que la deuda se transfiriese
al balance de la empresa explotadora (que obtiene el beneficio, mientras
transfiere el riesgo: si hay sobrecostes o ingresos menores de lo esperado, el
presupuesto público corre con subir el canon o u otorgar nuevas vías de
ingresos). A la vista está también cómo los errores de la gestión privada en el
sector bancario deben ser asumidos por la sociedad. En otro orden, los excesos
de capacidad en sectores como la electricidad, liberalizados, se traducen en
mayores tarifas del servicio público. Un patrón se repite: un conjunto de
agentes económicos se endeuda al límite, maximiza beneficios en lo alto del
ciclo, y lo que al tiempo se demuestre que era inviable, entonces ya será un
problema político.
Las raíces del boom and crash hipotecario están bien documentadas.
Las entidades bancarias españolas solo financiaban con la base de depósitos de
sus clientes el 20% de las hipotecas concedidas (en Francia o Alemania, el 80%
de las hipotecas están financiadas sobre depósitos). Del 80% restante de
financiación externa a hipotecas españolas, un 30% correspondía a un producto
estándar que transfiere el riesgo al inversor extranjero; el 50% restante, en
cambio, era financiación mayorista (menos del 20% en cualquier otro gran país
del euro). La financiación mayorista es rotativa, sobrecolateralizada y senior,
a saber: son préstamos que se deben devolver y renovar en plazos de pocos años,
exigen al banco sobreavalar con lo mejor de su activo el préstamo, y tienen
prioridad máxima de cobro sobre cualquier financiador. Así, los tenedores de
financiación mayorista, en caso de problemas, tienen a la entidad española
“cogida”: cuando llega, por ejemplo, el final de un préstamo de cinco años (con
el que la entidad española ha financiado hipotecas de 30 años), si la entidad no
puede devolver el principal, el acreedor tiene derecho a quedarse con lo mejor
de su cartera de créditos, lo que la dejaría con mayores dificultades para hacer
frente al resto de sus financiadores, bonistas o accionistas, que huyen
despavoridos. “Los mercados están cerrados”.
Lo que viene ocurriendo en España desde hace 30 meses se puede describir como
una cadena de fórmulas para mantener el sistema bancario con una respiración
artificial de créditos puente del BCE, mientras los hombres de negro examinan
préstamo a préstamo la situación de cada entidad y se negocia a qué ritmo
socializar las pérdidas y reprivatizar los fragmentos sanos. Con sus créditos
temporales, el BCE pone un cordón sanitario a los agujeros de bancos y cajas
españoles para que no afecten en cadena al sistema internacional: las entidades
españolas van cancelando préstamo mayorista exterior por anticipado con el
dinero del BCE, y quedan endeudadas con este, erigido en el director de facto
del sistema financiero español.
¿Por qué nadie hizo nada, si debía de ser evidente a ciertos niveles que el
riesgo hipotecario doblaba o triplicaba el de países comparables? Según el
gobernador actual, el Banco de España planteó medidas para frenar la expansión
del crédito, pero el lobby bancario las rechazó de plano, aduciendo que
le situarían en desventaja frente a competidores internacionales. Cabe imaginar
los motivos de los directivos bancarios para desbordar cualquier límite de
riesgo: lo hacía todo el mundo, los resultados eran estratosféricos y resultaba
tan fácil captar dinero exterior que, si alguna vez venían mal dadas… ese día el
problema ya no sería de la entidad, sería del país.
Al ciudadano común le queda la sensación de que han faltado un poder político
y unos mecanismos democráticos sanos que hicieran de contrapeso al poder
económico. Un país puede verse al menos de dos formas: como una zona de negocios
única, España, SA para entendernos, con centros de decisión sobre impuestos y
gastos identificables; y como una sociedad que comparte unos valores y avanza
por un camino común. Estamos pagando crudamente la sedación de esta segunda
España, en los años en que el dinero fresco distorsionó la noción del mérito y
difuminó el hábito de explicar públicamente nuestras opciones. No toda decisión
puede reducirse a conveniencias económicas, tan manipulables; mucho menos tras
la evidencia de cómo aquello que generó nuestra prosperidad a corto plazo la
estaba destruyendo a largo. “Lo que hay que hacer” es hablar más de lo justo y
lo injusto, de lo que pasó y no debe volver a pasar nunca, de aquello que
construye una sociedad mejor y acerca las decisiones y la rendición de
responsabilidad a los ciudadanos, y aquello que no. El masivo rescate bancario
podría haber marcado la caída en desgracia de cierto prepotente liberalismo
celtibérico: si se consagra, en cambio, el desprestigio de la vida pública,
habrá ganado su mayor batalla.
Emilio Trigueros es químico industrial y
especialista en mercados energéticos.
Espana para superar esta crisis debe hacer lo que puede ,en primer recurso tiene que unirse. L’union hace la fuerza.