- Ana Mato fue llevada en volandas por su séquito hasta su escaño
- La esposa del presidente estuvo arropada por Cospedal y Rudi
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Elvira Fernández y Dolores de Cospedal siguen el debate en la tribuna de
invitados. / CRISTÓBAL MANUEL
“España tiene ya la cabeza fuera del agua”, dijo Mariano
Rajoy al final de su primer discurso de su primer debate sobre el estado de la nación como presidente del
Gobierno. Una apreciación todo lo opinable que se quiera. Pero así, con la
cabeza, o al menos la nariz sorbiendo oxígeno para seguir respirando aunque sea
a medias y hasta la próxima apnea, logró terminar Rajoy su primer gran examen
parlamentario desde que vive en La Moncloa.
La sorpresiva, y potente, batería de medidas anticorrupción, presentada por
el presidente y aceptada por el líder socialista, neutralizó, en parte, las
acusaciones de vivir en otro país y haber perdido el contacto con la realidad
con que le asaetearon todos los portavoces parlamentarios. Algo que él tampoco
se empeñó en desmentir, al negarse a asumir la menor autocrítica y a llamar por
su nombre a ciertos asuntos y a ciertas personas. Por ejemplo, desahucios. Por
ejemplo, pobreza. Por ejemplo, Bárcenas.
La mañana empezaba con la expectación de las grandes ocasiones. Docenas de
cámaras, más de un centenar de periodistas ansiosos por grabar lo que fuera a
quien fuera, carreras, codazos y pisotones para llegar el primero a ningún
sitio.
La sola presencia de Rajoy y la previsión de oírle hablar nada menos que hora
y media seguida sobre su gestión y su visión del estado del país constituía, por
sí misma, una sensacional novedad. Su elusiva actitud sobre los diversos casos
de presunta corrupción que afectan a su partido, la desconfianza de los ciudadanos en los políticos, y
concretamente en su propia gestión del Ejecutivo, y el clima de crisis
institucional generalizada, hacían aún más esperada su primera reválida ante la
Cámara. Se le ve y se le escucha tan poco últimamente, que cualquier aparición
del enclaustrado presidente supone un hito por sí misma. Y así era esperado,
como una celebridad de Hollywood.
Quizá por eso, el Congreso hervía de gente. Diputados de izquierda y derecha,
periodistas, funcionarios, ministros, ujieres, asesores, ayudantes, asistentes
de los asistentes. Todos en ascuas, esperando el presidencial advenimiento.
Todos, salvo los reporteros gráficos más irredentos, acicalados con sus mejores
galas de profesionales del asunto.
Todos encantados de conocerse, de estar en la pomada del poder y de poder
demostrárselo al resto del mundo saludándose con gran aparato de besos y
palmadas en la espalda, como si hiciera siglos que no se hubieran visto. Todos,
con una prisa por entrar y salir del hemiciclo directamente proporcional al
poder —o el oprobio— que ostentan en este preciso momento.
Los más lentos, como suplicando con la mirada el micrófono que ya nadie les
pone por delante, todos los que fueron algo y ya no lo son por más tiempo: toda
una pléyade de exministros socialistas convertidos en diputados rasos. Los más
rápidos, los que todavía gozan de despacho, coche oficial y ministerio con
cartera hasta la próxima crisis.
La más rauda, con diferencia —mucho más que una simpática Soraya Sáenz de Santamaría, que se paró hasta a besar a algún
conocido—, Ana Mato. La ministra, llevada en volandas por su séquito
hasta su escaño, evitó el paseíllo de los pasillos y escuchó al presidente
departiendo con sus colegas Guindos y Arias
Cañete, consciente de tener todas las miradas en su cogote. Se la veía
tranquila, ufana incluso, tan segura de tener la confianza de su líder como para
atreverse con una chaqueta azul eléctrico a tono con su sillón del banco del
Gobierno.
La más discreta, sin embargo, Elvira Fernández, esposa del presidente, de
blanco impoluto, encaramada en el gallinero de los visitantes, arropada por un
corrillo de presidentas de comunidad (Luisa
Fernanda Rudi y María Dolores de Cospedal), con las que compartía confidencias
mientras su marido escuchaba alternativamente las risas y los aplausos del
hemiciclo cuando dijo con tono lastimero aquello de “los españoles no son niños,
y de peor o mejor humor, aceptan los sacrificios”.
Tras la reglamentaria tunda de Rubalcaba —“Señor Rajoy, ha tenido usted tantas
personalidades que no se acuerda de que es presidente y es usted quien se
examina”—, convenientemente escoltado por Soraya Rodríguez y Elena
Valenciano en rojo coral quizá para infundirle un calor que no terminó de
transmitir en su discurso, se acabó prácticamente lo que se daba. El poder de
convocatoria del resto de grupos parlamentarios, muy populares en su casa, no
evitó la desbandada general de diputados —y periodistas— del hemiciclo hacia los
pasillos, donde se ejecuta el baile de los corrillos, un deporte no apto para
novatos, donde, según los enterados, se atan todos los cabos sueltos y se
termina de rematar la faena parlamentaria y periodística.
Así debe de ser, si así parece y lo cuentan los que saben. Pero una, que
acude más perdida que un pulpo en un garaje a su primer debate, se queda con la
impresión de que, más que un acontecimiento en sí mismo, todo este juego de
réplicas y contrarréplicas es más una representación, más o menos solemne, más o
menos mundana, de lo que se supone que debe ser una gran cita de próceres que
cambie el estado de las cosas en algún sentido.
De momento, no se puede decir que nada de eso sucediera este miércoles en el
Congreso. Solo una modesta función del poder y la gloria de la política en sus
horas más bajas. De hecho, dicen las malas lenguas que, a última hora de la
tarde, algunos padres y madres de la patria aprovechaban los iPads para echarle
un vistazo al Milan-Barça.