EDITORIAL
La elección de un papa dialogante y no europeo puede señalar el cambio que necesita la Iglesia
La inesperada renuncia de Benedicto XVI ha obtenido un resultado también
imprevisto: la sustitución en tiempo récord de la cabeza visible de una
institución global con más de 1.100 millones de seguidores y el histórico
desplazamiento del centro de gravedad desde Europa hacia América, donde reside
en la actualidad el 47% de los católicos. Es la primera vez en la historia de
esta milenaria institución que se elige a un papa jesuita, con lo que eso supone
de solidez y seriedad a priori, y un papa no europeo en más de mil años; y esta
elección recae además en un pontífice cuya lengua materna, el español, es el
primer idioma de esta religión global.
Tales novedades pueden interpretarse como el mensaje de renovación que tantos
esperan para la Iglesia católica. Porque además de la apertura territorial ahora
estrenada, al nuevo gobierno vaticano le va a resultar difícil ignorar la fuerza
innovadora de la curia americana, que en los días previos al cónclave ha
reclamado protagonismo y aboga por la apertura hacia nuevos planteamientos. No
hay que olvidar que fue Latinoamérica el principal escenario de la acallada
Teología de la Liberación y que fue Estados Unidos el primer país que se rebeló
contra el ocultamiento sistemático por parte de la curia de los abusos sexuales.
Del otro lado del Atlántico provienen también las propuestas de dotar de una
mayor transparencia a una institución apegada al pasado y aquejada por diversos
escándalos. El perfil del jesuita bonaerense Jorge Mario Bergoglio, ahora
Francisco I, es lo suficientemente moderado y está lo suficientemente apartado
de las intrigas vaticanas como para poder emprender ese camino. La sencillez y
el estilo directo de su primer saludo anoche dan idea de un talante
distinto.
Durante estos últimos días, la Iglesia católica ha ofrecido la más vistosa y
arcaica imagen de sí misma. Con un aparato mediático propio, el Vaticano ha
hecho gala de su maestría en la puesta en escena de sus más viejas y solemnes
tradiciones. Una puesta en escena que no esconde los críticos momentos que vive
y que la retirada de Benedicto XVI —la primera en más de cinco siglos— ha
evidenciado indicando el camino a su sucesor. El primer papa que pidió perdón
por los escándalos de pederastia dedicó los últimos días de su pontificado a
advertir contra la corrupción, renovar la cúpula del banco vaticano, forzar la
renuncia de un cardenal acusado de pederastia —el escocés Keith O'Brien—,
expulsar a colaboradores de Tarcisio Bertone y ordenar guardar bajo llave el
informe sobre Vatileaks, los documentos secretos que revelaban la
corrupción que aqueja a la curia y que algunos expertos señalan como la razón de
su dimisión.
Son decisiones que convierten este relevo en excepcional porque, entre otras
cosas, van a determinar, como mínimo, el sentido de los primeros pasos de
Francisco I. La situación que afronta el primer pontífice jesuita y argentino de
la historia es paradójica. Con un número de seguidores sin precedentes y más
extendida que nunca, la Iglesia católica ha perdido influencia en el mundo
moderno y observa además con desánimo el laicismo y la desafección hacia su
jerarquía, tan distante de buena parte de los fieles.
Las tensiones son evidentes en el seno de la propia Iglesia y en relación con
el mundo exterior, que puede quedar fascinado con los ritos pero difícilmente
comprende ya la intransigencia dogmática en asuntos relacionados con el sexo,
las nuevas formas de familia, la igualdad, la bioética y, en general, los usos
democráticos. Nadie esperaría un papa revolucionario y a veces las expectativas
no responden al perfil del elegido, pero las credenciales de Francisco I de
hombre recto y dialogante, unidas a su condición de jesuita, pueden ser una baza
decisiva para la evolución requerida.