"La austeridad es una de las grandes virtudes de un pueblo inteligente" (Solón).
Uno espera de su gobierno que de ejemplo, que tome las medidas precisas para evitar el despilfarro y haga lo necesario para que la carga pública que, en ocasiones, como la que ahora estamos pasando en España, no gravite enteramente sobre la ciudadanía, sino que sea la propia Administración, en todas sus facetas y territorios, la que empiece por recortar sus privilegios, aminorar sus dispendios y reducir sus gastos; de modo que se supriman toda clase de lujos, se eviten toda suerte de excesos y se limiten plantillas, a fin de que se consiga que, con menos recursos y personal, se cubran las mismas tareas que antes se asignaban a varios; haciendo de la productividad el principal objetivo de quienes tienen la responsabilidad de que la maquinaria del Estado funcione a pleno rendimiento con el menor coste. Han de ser los primeros en demostrar que saben administrar los tributos de los ciudadanos con la misma eficacia y rentabilidad con la que lo hace un buen gestor privado, cuando maneja su propio negocio.
Nadie puede permanecer indiferente ante acontecimientos, como el que acaba de tener lugar en Chipre, una pequeña república, con no muy buena fama en cuanto a la actividad de sus entidades bancarias y a su reputación de ser refugio de especuladores que desean blanquear sus ganancias. Sin embargo, el hecho de que se haya intentando, todavía no se sabe si con éxito o no, expoliar manu militari los depósitos de los ciudadanos chipriotas, aplicando un impuesto, a todas luces incautatorio y que atenta contra el derecho de propiedad y la seguridad jurídica de los imponentes, olvidándose de las leyes comunitarias que garantizan los depósitos bancarios; constituye una llamada de atención para cualquier ciudadano de la UE, resida en el país que resida, respecto a la seguridad de sus ahorros, introduciendo un elemento más de preocupación y de desconfianza hacia este mamotreto en el que se ha convertido esta Unión Europea, con una Administración agigantada, unos costes desproporcionados y una cantidad de funcionarios desorbitada, si es que queremos relacionarla con los pobres, paupérrimos y poco satisfactorios resultados de la gestión que vienen realizando, a tenor los resultados que, hasta el presente, vienen obteniendo.
Por ello, resultan relevantes dos noticias recientes. La primera, la ascensión al papado, por primera vez, de un jesuita, monseñor Jorge Mario Bergoglio, bajo el nombre de Francisco I. Una sorpresa que, sin duda y el tiempo lo confirmará, va a ser una verdadera revolución en lo que ha venido siendo esta Iglesia acomodada, inmóvil, demasiado rica, encerrada en sus problemas y con algunas trazas preocupantes de relajación moral dentro de sus propios estamentos. El talante humilde y el propio currículo del Santo Padre insuflan a los fieles la confianza de que, la Iglesia católica, va a ser más ecuménica, más entregada a las clases necesitadas, menos burocrática y, por supuesto, menos mercantilizada de lo que lo ha venido siendo en los años pasados. No por falta de competencia y entusiasmo de los anteriores papas, que no es el caso, sino porque la preparación que los Jesuitas reciben, sus facultades organizativas y su buena gestión, aparte de las cualidades intrínsecas de nuevo papa son, seguramente, lo que precisa la Iglesia para adaptarse mejor a los problemas de los tiempos actuales.
La segunda noticia, sin relación alguna con la anterior pero, a mi criterio, con un valor ejemplificante de gran importancia para todos los gobiernos y la propia administración de la UE, es la que nos ha llegado del norte, de la nación sueca donde, desde la casa real hasta el último de los parlamentarios, están obligados a llevar una vida ordenada, un modus vivendi de estos servidores del pueblo, incluido el del Presidente de la nación, que difiere, radicalmente, del que estamos acostumbrados a ver en nuestros países, en los que, incluso los políticos que no se dedican a delinquir y enriquecerse ilegalmente, se creen con el derecho a permitirse vivir por encima de lo que solía ser su existencia en la vida civil. Dietas, complementos, tarjetas de crédito, móviles, ordenadores portátiles etc.; aparte de coches oficiales, comidas de "trabajo", viajes y subvenciones especiales que hacen que su apego por el escaño se convierta en algo enfermizo de lo que son incapaces de prescindir y que, para retenerlo, son capaces de hacer todo lo que fuere preciso, hasta actuar en contra de aquellos que le otorgaron su confianza, votándolo.
Así pues, nadie debe extrañarse de que Suecia sea una de las naciones con mejor nivel de vida, con unos servicios públicos mejores, con una industria floreciente, una enseñanza ejemplar y una de las pocas naciones en las que, la crisis que arrastramos en el resto de Europa, haya sido más moderada, menos traumática y mejor enfocada por sus gobernantes. Pero, señores, tienen su truco: allí los políticos son verdaderos servidores de sus conciudadanos y no, como ocurre en otros países, especialmente en el nuestro, un hatajo de aprovechados a los que lo que menos les importa son las personas que los han votado, sino que, una vez conseguido el puesto, se dedican a medrar siguiendo las directrices de sus partidos, sin que haya uno solo que se atreva a defender a sus representados en contra de lo que le marca la dirección de su formación.
En Suecia, aunque tienen monarquía, como en España, el Rey no tiene poder alguno y son los políticos los que deciden el destino de la nación. Allí la clase política no tiene lujos ni privilegios, puesto que un diputado federal tiene a su disposición un apartamento de 18 o 40 metros cuadrados, sin derecho a lavadora. Para lavarse la ropa tienen una lavandería común con una lista en la que deben apuntarse para tener derecho a turno. turno. No disponen de ninguna clase de servicio doméstico y las reglas son rígidas lo que los obliga a cuidar, ellos mismos, de la limpieza de su apartamento. Los apartamento de 18m2 no disponen de cocina y sus usuarios deben usar una cocina comunitaria. En el Parlamento disponen de una oficina de 18m2, sin secretaria ni ayudante. ¡Ah, y nada de coches ni chóferes a su servicio! El propio Presidente del país dispone una vivienda de 300m2, sin servicio doméstico y es el mismo quien se plancha las camisas y tampoco dispone de servicios para lavar su ropa. ¿Se les ponen los dientes largos?, pues debería.
Ahora nos podemos explicar como, alguna nación del norte de Europa, nos mira como a unos insensatos, despilfarradores y descerebrados, que no sabemos amoldarnos a un sistema de vida más de conformidad con muestras posibilidades; teniendo en cuenta que no somos una nación que disponga de pozos de petróleo, minas de diamantes o depósitos de gas natural de los que pudiéramos vivir. Aquí, en España, ni el mismo Cayo Lara, de IU, estaría conforme con vivir en las condiciones de los diputados federales suecos. Ya no hablemos de nuestros distinguidos líderes sindicales, con sus trajes de percal de marca y zapatos a la última moda ¡eso sí, con camisa y sin corbata!, no fuera que los confundieran con capitalistas. Deberíamos sonrojarnos de quejarnos; nos debería caer la cara de vergüenza de seguir soportando a una clase política que: primero recorta los emolumentos de sus ciudadanos, congela las pensiones y merma los servicios sanitarios, mientras va retrasando una de las promesas que hicieron cuando se ofrecían para ocupar el gobierno del país: "adelgazar el mastodóntico aparato del Estado". Estamos en el 2º año de la legislatura y esta promesa sigue sin cumplirse. Así es, señores, como a uno se le pone la cara verde de envidia, viendo como los suecos nos dan lecciones de austeridad.
Miguel Massanet Bosch