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Horas altas y bajas para la monarquía (por Carlos Martínez Gorriarán)

Publicada el abril 3, 2013 por admin6567
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Carlos M. Gorriarán (Publicado en SesiónDeControl.com, aquí)

El Rey ha perdido la protección de opacidad que le brindaban partidos políticos y medios de comunicación. Le toca mover ficha si desea proteger la monarquía.

En España no hay muchos monárquicos convencidos, lo que hay son menos antimonárquicos o republicanos fundamentalistas (los que consideran que sólo la república es democrática) y más monárquicos utilitarios. Somos una monarquía constitucional porque serlo fue uno de los pactos básicos de la Transición: el puente entre el régimen franquista, en la medida en que fue Franco quien designó a su sucesor, y una democracia que aceptaba la monarquía a condición de que fuera constitucional.

Pero ese mismo acuerdo obligó a Juan Carlos I a amortizar el déficit de legitimidad democrática originario, cosa que hizo la confusa noche del 23F al aclarar las cosas ordenando la retirada a los generales golpistas. A continuación, la monarquía juancarlista ganó un innegable apoyo popular y una enorme estima política interior e internacional. Era bastante desusado que un rey encabezara la defensa del orden constitucional en contra de militares golpistas que le ofrecían conservar la corona, sin menoscabo alguno, como heredero legítimo del dictador.

Una de las plusvalías de esta ganada legitimidad por ejercicio fue el denso velo tendido sobre las actividades del monarca, su familia y su círculo privado. Entre 1981 y hace un par de años, ni los medios de comunicación, ni los partidos políticos parlamentarios, ni las personas y entidades realmente influyentes -las excepciones no lo eran- pusieron en cuestión los méritos, legitimidad y derechos de la monarquía a la Jefatura constitucional del Estado. Ciertamente, tampoco era éste un privilegio particular, ya que la opacidad, los pactos de silencio y la privatización de la vida política ha sido una constante del sistema de la Transición; en realidad, era un modelo de opacidad del que todos los demás se beneficiaban.

La monarquía, que adoptó un característico estilo populista y una imagen de cuasi clase media distante del envaramiento ritual británico, no estaba sometida a escrutinio público permanente y crítico, ni se le pedían dación de cuentas ni explicaciones sobre sus finanzas o fortuna, sus negocios privados, sus decisiones y el uso de su influencia. Como por otra parte, otras instituciones del Estado que ni siquiera tienen la excusa del excepcional aura monárquica; a veces, ni siquiera la de ser parte del Estado.

Esta aceptación acrítica de la opacidad, la privatización de la cosa pública y el secretismo como algo inherente a la política y a las instituciones es un error que nos ha costado muy caro: es el origen de la pobre calidad de la democracia española y de sus instituciones, y, como consecuencia, de buena parte de la grave crisis que padecemos.

La gente ya no se fía de las instituciones porque ha asistido a su estrepitoso fracaso: el del Banco de España y la CNMV para impedir la ruina de las Cajas de Ahorros o el timo de las preferentes; el de una Justicia siempre dependiente y politizada; el de los partidos políticos, incapaces de hacer frente a la corrupción y al despilfarro. Pues bien, como no podía ser de otro modo la marea ha ido subiendo y ahora llega a la altura del Rey.

Como consecuencia, y por la necesidad de vender noticias, ha perdido el velo protector de silencio y opacidad que los medios de comunicación habían tendido sobre la corona. El resultado es que ahora se saben y discuten hechos o indicios de hechos, o simples rumores, antaño privativos de selectos cenáculos: las desavenencias familiares, las correrías eróticas y financieras del Rey, los negocios turbios de Nóos, la falta de dación de cuentas y transparencia…

La monarquía soporta el doble inconveniente de no ser una institución abstracta, sino encarnada en una Familia Real que es -¡ay!- totalmente real y, sin embargo, no puede protegerse en el derecho a la privacidad de las familias corrientes porque, al ser la Jefatura del Estado, está sometida a las exigencias de una democracia secularizada donde el carisma, el aura y la excepcionalidad de los reyes tienen poco recorrido más allá de los monárquicos entusiastas. Y la crisis política que vivimos afecta a la monarquía porque es la clave de cúpula del sistema político. Ya ocurrió con la crisis del sistema de la Restauración que dio paso a la II República.

La monarquía está en cuestión, sencillamente. Como lo están la Constitución, los partidos políticos y sindicatos tradicionales, los grandes medios de comunicación, la banca, la patronal y el mismísimo Estado de las Autonomías. Sólo tiene un modo de superar el trance: someterse a las exigencias de la democracia avanzada, porque puede ser perfectamente compatible con la democracia -como en Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda etc.- a condición de cumplir escrupulosamente con su papel constitucional y con las obligaciones de transparencia y dación de cuentas que ella conlleva. Aunque no sean leyes todavía, que lo serán pronto. La otra vía es la de Isabel II o Alfonso XIII: empeñarse en lo imposible hasta que se hace real la alternativa republicana.

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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