La exigencia y la crítica social deben mantenerse sin caer en la antipolítica
Rafael Simancas (Publicado en El País, aquí)
En la sociedad española se está produciendo un descrédito profundo y una
estigmatización durísima de la política y de los políticos. La imprevisión de la
crisis, la ineficacia en la gestión de sus consecuencias y la proliferación de
corruptelas explica este fenómeno. Ahora bien, o la sociedad y sus
representantes políticos acometen los cambios precisos para recuperar el
entendimiento o este camino no tendrá buen final. Porque la experiencia
histórica nos enseña que cualquier alternativa a la política democrática en la
gestión del espacio común que compartimos es mucho peor.
En Estados Unidos, durante el estallido original de la crisis se señaló a
Wall Street y sus especuladores de las finanzas. En el Reino Unido se apunta a
los burócratas de Bruselas. En buena parte de Francia y de Grecia se habla de
los inmigrantes. Y en Alemania se despotrica de los perezosos gastadores del
sur. A cualquiera que se le pregunte en España por el culpable de la crisis
señalará de manera indubitada a los políticos. Ni a los banqueros que
multiplicaron ganancias de forma espuria, ni a los tramposos que inflaron la
burbuja inmobiliaria, ni a los economistas que bendecían aquella bomba de
relojería, ni a los tertulianos que brindaban junto a los nuevos ricos, ni a los
medios que acogían su publicidad y sus créditos anormalmente generosos.
En la gran mayoría de los análisis y tertulias que trascienden en torno a las
responsabilidades de la crisis los dedos se dirigen casi siempre a la impericia
de los políticos españoles, a pesar de que la crisis no afecta solo a España. Se
generaliza el estado de corrupción, a pesar de que la gran mayoría de los
políticos son honrados, como ocurre entre los analistas, entre los tertulianos y
en el resto de la sociedad. Se les tacha generalmente de privilegiados, de
indolentes y de profesionalizar su actividad, a pesar de que sus retribuciones
están muy por debajo de la media europea, de que su dedicación es tan diversa
como la ciudadanía a la que representan, y de que en cualquier otra labor social
la experiencia se valora positivamente.
El estigma se ha interiorizado de tal manera que algunos políticos practican
la antipolítica para buscar el aplauso social. El diputado más popular es el que
denuncia la supuesta vagancia de sus colegas, manipulando incluso fotografías en
el hemiciclo. El militante más prometedor es el que arremete contra la política
de su propio partido. Y el partido político más “in” es el que se quita la
corbata y juega a no ser partido y no ser político. Hasta el Congreso cambia su
agenda, llenando huecos para aparentar mayor actividad.
¿Es justa esta situación? ¿Y dónde nos lleva? La autocrítica que cabe hacer
desde la política es muy profunda. Nos equivocamos al no parar aquella orgía de
desregulación, especulaciones y burbujeos. Nos equivocamos al no promover un
modelo de desarrollo alternativo y sostenible. Nos equivocamos al no prever la
dimensión de la crisis, al seguir los dictados de las troicas y al
constitucionalizar la priorización en el pago al especulador. Han sido errores
graves. Es más, el Gobierno actual persevera y agrava el error. Pero también es
cierto que la política ha sacado a este país de la dictadura y el subdesarrollo
en solo treinta años, que no todas las opciones políticas son iguales, que
muchos reivindicamos el derecho a rectificar y que no hay más salida a esta
crisis política que una política distinta, pero política al fin y al cabo.
¿Denigrar la experiencia? No son precisamente nuevos los políticos que
representan a los ciudadanos en otras latitudes. Ni lo es Merkel, ni lo es
Hollande, ni lo es Napolitano, desde luego. No son nuevos los admirados Obama,
Dilma Rouseff o la re-candidata Michelle Bachelet. No fueron celebrados por
nuevos Adenauer o Brandt, ni De Gaulle o Mitterrand, ni Thatcher o Blair, ni
Suárez o Felipe, a pesar de su juventud. Porque la juventud y el amateurismo son
valores a tener en cuenta, por su aporte de regeneración y entusiasmo, pero sin
desmerecer el aval que incorpora siempre el conocimiento a fondo de los asuntos.
Quizás son muchos los ciudadanos que ante una operación quirúrgica valorarán
antes la experiencia del cirujano que la originalidad de su perfil en
Facebook.
No es preciso despertar los demonios domésticos para encontrar referencias
históricas sobre las consecuencias de la retirada de la política. El fracaso
económico, el deterioro social y la impotencia política no constituyen una
formulación exclusiva de este tiempo. Ya hubo ocasiones en las que se apartó a
la política democrática de la gestión pública. Ocurrió en la República de
Weimar, por ejemplo. Y cuando la política fracasó llegaron los salvadores y los
patrioteros, que prometieron sueños y repartieron pesadillas. En Grecia, la
antipolítica ha devuelto el auge a los grupos filo-nazis. Y en Italia, buena
parte de los ciudadanos parecen dispuestos a cambiar la democracia fallida por
la plutocracia indecente (Berlusconi), por la tecnocracia cómplice (Monti) o por
la acracia irresponsable (Grillo). Están a un tris de pasar de una economía
fallida a un país fallido. ¿Es eso lo que queremos para España?
La exigencia y la crítica social sobre la política y los políticos deben
mantenerse al máximo nivel, sin caer en la antipolítica. Los partidos políticos
han de acomodar sus objetivos a los de la mayoría social, han de asumir su
responsabilidad para dirigir una salida justa de la crisis, y han de cambiar sus
maneras de funcionar, atendiendo las demandas de transparencia y participación
de la ciudadanía. Habrá que transformar los contenidos y las formas de la
política. Rectificar las políticas que no funcionan. Ganar empatía y
permeabilidad. Echar a los corruptos, garantizando honestidad y juego limpio.
Cambiar a los políticos que no sepan o no quieran atender las exigencias de su
tiempo.
Pero de esta crisis formidable, o salimos con la política, o no salimos.
Tengámoslo en cuenta.
Me adelanto: no es corporativismo. Es puro sentido común.
Rafael Simancas es diputado por
Madrid.