(Publicado en El Mundo-Caffe Reggio, aquí)
OPINIÓN: CABO SUELTO
Hasta las calas llegó el eco de la forzada comparecencia de Rajoy, donde el mayor empeño que uno detectó no fue el afán de desactivar el detonador sobre el que se sienta por cortesía de su ex tesorero de confianza, sino demostrar cuánto nos desprecia y de qué manera se ha envilecido y abaratado la mercancía de su política.
Al presidente lo han tenido que arrastrar hasta el Senado, lo cual desacredita cualquier floritura dialéctica sobre su sentido de la responsabilidad. Sólo ha ido a defenderse, no a avanzar. El presidente está gobernando con una idea muy desmayada de la democracia. Sobre el partido del Gobierno recae la sospecha de que tiene por musa a la corrupción y son ya varios millones de ciudadanos los que creen que Rajoy pilota el país desde su lápida. La del jueves fue la comparecencia del caos, el penúltimo estertor de una forma de entender la cosa pública que no disimula el mal aliento ni las uñas negras. Hasta los palmeros más talibanes empiezan a entrever que se acerca la hora del cambio de guardia, por mucho que armen una pinarada de hombres bullangueros con el mismo sentimiento con el que se despedía a los difuntos en el cementerio civil. Qué manera de no escuchar, qué ganas de tapar con ruido las palabras.
Ese Rajoy recitador, con su insistente «fin de la cita» como bengala infantil, determinó su verdadera condición: ser fin de cita de sí mismo. Se le ha acabado el párrafo sin llegar a decir nada. Creo que algunos confunden una ágil retórica de espolones –también hubo y fue notable– con el fondo de realidad de la comparecencia presidencial. El líder del PP apareció a empujones no para dar cuenta de nosotros, sino para dar cuenta de su extravío en un asunto tan grave y sucio que puede hacer caer la porcelana de un Estado bulímico y bastardeado.
Poco importa el tiroriro de la oposición socialista, ni la severidad de Cayo Lara, ni el salfumán de Rosa Díez, ni la sacarina alcahueta de Duran Lleida. El problema grave es que el Gobierno se ha convertido en una cueva de mucho laberinto, como las tonás de Juan Breva. Y en su braceo de ahogado exhuma a lo lejos los GAL y parece que pone prismáticos en el cogote de los periodistas. Esto se nos ha ido de las manos. Algunos quieren hacernos creer que la denuncia de la corrupción es una cuestión revanchista. Y, al final, se fueron de vacaciones. Faltó que los partidarios de unos y de otros pusieran un politono de pasodoble en el móvil para mantener en los días sucesivos ese falso clima de victoria, arrojo y oportunidad. Joder, qué país.