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El estorbo (por Miguel Massanet Bosch)

Publicada el agosto 25, 2013 por admin6567
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"De todas las ruinas del mundo, la ruina del hombre es sin duda, el más triste espectáculo" T.Gautier

 

En realidad, el mayor peligro para los que alcanzan el estatus de miembros de la tercera edad (pronto, dada la forma en la que el promedio de vida se viene prolongando, quizá se debiera empezar a hablar de la cuarta edad), no se va deber ni al peso de los años ni a la pérdida de la memoria ni tan siquiera a los achaques de la vejez. No, no señores, el gran peligro de los actuales ancianos es pasar de la categoría de abuelo útil a la de viejo estorbo. Estorbo creo que es una palabra que define, en sí misma, lo peor que le puede pasar a un ser humano. Cuando uno trabaja en una empresa y ve que, a su alrededor, aquellos compañeros con los que compartía confidencias, bromas y risas van ascendiendo de categoría mientras él sigue anclado en su puesto; o, aquel otro, incapaz de asimilar las nuevas tecnologías digitales, acostumbrado a sumar grandes columnas de números con facilidad, sólo utilizando la memoria, se apercibe de que su trabajo ya deja de ser útil debido a que la ofimática ha entrado en la empresa y lo que él hacía ya no tiene sentido o aquel buen jugador de fútbol, ídolo de los fans del equipo que, de pronto, se da cuenta de que siempre hay alguien que le quita el balón y que ya no es capaz de correr como lo hacía antes, mientras ve que el entrenador lo mira con preocupación y ceño fruncido; todos ellos, señores, todos estos infelices están condenados, irremisiblemente, a entrar a formar parte de esta lista de fracasados que se convierten automáticamente en estorbos.

Hoy en día la humanidad ya no tolera la inutilidad. Es obligatorio, incluso para un jubilado, que se le pueda sacar algún tipo de provecho, si no la eficiencia de cuando estaba a pleno rendimiento, al menos que sea capaz de algunos servicios residuales que justifiquen que se le siga tratando como alguien de la familia, que se le permita estar presente en las reuniones familiares e, incluso, con un poco de suerte, se le autorice a emitir alguna opinión, aún a sabiendas de que, seguramente, va a provocar algunas miradas cómplices con el resto de presente, acompañadas de sendos movimientos de cabeza, compasivos y condescendientes, disculpándole, al dar por sentado que, las "ocurrencias del viejo", se han de entender dentro del contexto de su "salud mental".

"Ahora que tu padre se ha jubilado, y ya que no nos queda más remedio acogerlo en casa ¿no te parece que podría encargarse un poco de los niños? No sé, acompañarlos y recogerlos cada día del colegio; prepararles la merienda y, de paso, ir a recoger el periódico del kiosco ¿no te parece Juan? Y Juan, el hijo del jubilado, no muy seguro de que la propuesta de su mujer sea lo más justo para una persona de 75 años que se ha pasado 40 o 50 años de su vida trabajando para sacar adelante la familia, se le pida ahora, cuando ya los achaques se convierten en algo habitual, que se haga cargo de unos niños llenos de vitalidad, traviesos y, en ocasiones, indomables; a los que, a duras penas, sus padres son capaces de dominar. Pero Juan no quiere polémicas con su mujer y accede. Luego llegan las vacaciones, los fines de semana, las cenas con los amigos y el viejo se convierte en el comodín que sirve para todo aunque, el pobre hombre, tenga que hacer de tripas corazón para abarcarlo todo y así y todo tener que soportar las críticas: ¡Es que tu padre, la verdad, no sirve para nada!

Pero llega un día en el que la ciática dice que ya basta, que no se presta a seguir aguantando la sobrecarga del peso del anciano, o un ictus inoportuno lo deja sentado en una silla medio inválido o el corazón dice que ya no está dispuesto a seguir soportando tanta actividad y el médico pronuncia la fatídica sentencia: "Usted, amigo mío, ya no está para estos trotes. A partir de ahora vida sedentaria, algún paseo por el jardín y mucho reposo, si, sobre todo, mucho reposo". Este es el momento, amigos, en que el pobre anciano ingresa en el club de los estorbos y ello supone convertirse en el blanco de las quejas familiares: "Mamá no pretenderá que me quede a acompañar al abuelo, tengo que salir con Pedro para ir al fútbol" o "¡Juan, es preciso que hablemos de tu padre, esto así no puede continuar! Y Juan mira entristecido a su padre, impotente para oponerse a las quejas de toda la familia aunque, interiormente, se sienta un canalla ruin por los pensamientos que le rondan por la mente. Pero la maldición de ser un estorbo no perdona. Es como les pasaba a los cristianos de las catacumbas cuando eran conducidos al Circo Romano. Sabían que de allí no había otra salida que la de ser pasto de las fieras para que los ciudadanos del Imperio se divirtiesen con ello.

El viejo estorbo sabe, intuye, aunque nadie le diga nada, que su sentencia está dictada y que es posible que sólo le queden unos meses, unos días o, incluso, unas horas de permanecer con la familia; y que, a partir de entonces, le corresponde afrontar los últimos días que Dios le quiera conceder, viviendo con otras personas de su edad, en medio de personas enfermas, incapacitadas, que hablan guturalmente, que miran hacia adelante sin ver más que sus propios dolores, tristezas y soledad. Sabe que su familia ha respirado tranquila porque, como dice la mujer de Juan para ocultar los remordimientos de conciencia, cuando habla con sus amigas "El abuelo, créeme, nunca ha estado mejor que ahora, Esta residencia es como un hotel y, sobre todo muy limpia, si muy limpia. Y no veas como los tratan y le dan de comer, incluso, a los que babean les secan las gotas que les caen de los labios. Si, Amalia, puedes estar segura, está mejor que en casa".

Pero el "estorbo" sabe que sus nietos cada vez le irán a visitar menos; que su hijo Juan le irá a ver una vez al mes solo, sin su nuera, porque siempre surgen impedimentos para poder ir a verlo. "Ve tu solo, Juan, que hoy no puedo acompañarte"; los días cada vez le parecerán más largos, la compañía de los otros "estorbos" le resultará más agobiante y las voces de las enfermeras, que lo lavan y visten, más perentorias, impersonales y antipáticas. Entonces, señores, será cuando el viejo estorbo, le suplicará al Señor que se lo lleve cuanto antes, porque en este mundo ya nada lo retiene más que el dolor y la añoranza. Si, señores, entrar en la categoría de los estorbos es como se decía que ocurría, creo recordar que en el Japón (no sé si esta costumbre perdura), donde a los viejos los llevaban a las Casas de la Muerte, en las que los dejaban depositados sobre un catre junto a otros agonizantes, para que se acabarán de consumir dentro de sus propias miserias, hasta que les llegara el fin. Lo que aquellos hombres pasarían en aquel antro, solos y abandonados de cualquier apoyo o ayuda humana, sólo ellos y Dios lo saben.

Claro que, a los cínicos como yo, que ya estamos en la lista de aspirantes a estorbo, los consuela que los haya, como los políticos, los sindicalistas, los individuos de la Jet, los ni ni, los burócratas y toda esta larga retahíla de personajes, adelantados al tiempo, que ya son capaces de convertirse en un estorbo para el resto de la ciudadanía, aunque todavía no hayan alcanzado la edad para aspirar a convertirse en ello por antigüedad. Lo podríamos comparar a las jubilaciones anticipadas, en el caso de los trabajadores afectados por los ERE, en las que señores que no podrían jubilarse por edad lo hacen por real decreto, aunque ello signifique cargarse de raíz el sistema de pensiones.

Sé que me he salido de mi línea habitual, introduciendo este comentario entre mis habituales artículos sobre política, pero ¡qué quieren que les diga, uno, que ya lo único que espera es conservar las pocas neuronas que le quedan, tiene el derecho a desfogarse de tanto en tanto! Perdónenme…

Miguel Massanet Bosch

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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