El 7 de julio siempre ha sido una festividad especial para mí. No porque sea el día grande de la semana pamplonica, día de San Fermín, sino porque en esa fecha de 1957 nacieron dos de mis hermanos: los mellizos Saturnino y Pedro José. Lo hicieron en el Hospital Provincial de la Diputación de Lérida. Avatares de la vida. Allí lo hicieron porque mi padre decidió dejar el Ayuntamiento de La Parra de las Vegas y buscarse la vida en el de esa ciudad catalana.
Con seis años que tenía entonces, ignoraba en esa jornada en qué mundo me hallaba, sólo estaba adueñado por la desbordante alegría que mis padres exhalaban, felicitados por los familiares más próximos, varias enfermeras y un par de monjitas de alta calidad humana. Las degustadas peladillas del recuerdo me dejaron para siempre, como hermano mayor, el deleite del cariño. Acostumbrado como estaba a recibir todo el afecto necesitado en ese momento. Y, como describió con maestría Bertrand Russell, el niño cuyos padres le quieren acepta su cariño como una ley de la naturaleza. No piensa mucho en ello, aunque sea muy importante para su felicidad.
Recién llegado a una tierra que entonces no era la mía, necesitaba probar también el néctar de la fraternidad. Así, día a día, mes a mes y año a año, comprendí que un hermano es un regalo para el corazón, un amigo para el espíritu, un hilo dorado para el sentido de la vida. Sintiendo de manera simultánea que un hermano es tanto tu espejo como tu opuesto.
Externamente el 7 de julio de 1957 fue un día enmarcado en el contexto de la Guerra Fría, el auge económico de posguerra y cambios culturales significativos en diversas partes del mundo. En muchos países occidentales, especialmente en EE.UU., el «baby boom» estaba en pleno apogeo. Las tasas de natalidad eran altas, impulsando cambios sociales como el crecimiento de los suburbios y un enfoque en la vida familiar.
Cataluña estaba en un período de transformaciones sociales, culturales y económicas, influenciadas por el contexto de la posguerra española y el régimen franquista. La inmigración, especialmente interna desde otras regiones de España, fue un fenómeno clave que moldeó la región.
Cataluña, como una de las regiones más industrializadas de España, había sido históricamente un polo de atracción para migrantes. En la década de 1950, el régimen de Franco implementó políticas de autarquía que, aunque limitaron el crecimiento económico inicial, comenzaron a dar paso a una incipiente industrialización. Esto atrajo a miles de trabajadores de regiones rurales y menos desarrolladas de España, como Andalucía, Murcia, Extremadura y Galicia, hacia áreas urbanas e industriales como Barcelona y su área metropolitana. Aunque la inmigración internacional era limitada en este período debido a las restricciones del régimen, la migración interna fue masiva y tuvo un impacto profundo en la demografía y la sociedad catalana. Un clima socioeconómico que marcó toda la vida personal y de mi familia.
Perder a un hermano ya es un golpe que atraviesa todo; pero si, además, era el mellizo de otro hermano con el que no tengo contacto, ese dolor se mezcla con la ausencia, la fractura, el silencio, el vacío duplicado.
Dicen que el vínculo entre hermanos nunca se rompe del todo. Pero cuando la vida decide arrancarte a uno y alejar al otro, la palabra «hermandad» empieza a doler más que a reconfortar.
Éramos tres. Dos iguales, mellizos, compartiendo un latido desde antes de nacer. Y yo, en medio, testigo y parte de ese lazo invisible. Ahora uno ya no está, y el otro… el otro se ha ido sin irse, perdido entre distancias, muros, decisiones o quizás sólo entre el miedo y el orgullo.
La muerte de un hermano no se supera. Se aprende a cargar. Pero cuando, además, el otro se convierte en un extraño, la herida se ensancha, se multiplica.
Me pesa tu ausencia, Pedro. Me pesa tu silencio, mellizo. Y me pesa esta orfandad parcial que no sé cómo nombrar, desde que un día llamé a tu teléfono móvil y no me respondiste.
A veces sueño que volvemos a ser tres. Pero despierto y sólo hay dos ausencias. Una eterna. La otra, elegida. Y no sé cuál duele más. Me sucede despierto igualmente, sobre todo cuando viajo a Valverde de Júcar, paseo por el pantano, me acerco al antiguo Club Náutico y recuerdo nuestras correrías de jóvenes junto a Manolo y las amigas del verano.
Éramos tres. Siempre fuimos tres. Pero entre vosotros dos, los mellizos, existía algo que yo nunca pude tocar. Ese lazo secreto, esa complicidad que se forma incluso antes de nacer, en la oscuridad del vientre. Lo entendía, lo aceptaba, a veces lo apetecía en silencio. Ahora, uno de esos hilos quedó roto. Y el otro… el otro se ha desvanecido en la distancia.
No sé si es el dolor, el miedo o el orgullo lo que te mantiene lejos. Quizá todo a la vez. No sé si huyes de nosotros, de él, de ti mismo… Solo sé que la ausencia se duplica, se multiplica en cada día sin noticias tuyas.
A veces me pregunto si tú también hablas con él en las noches largas. Si sientes su sombra en los pasillos. Si te pesa su nombre como me pesa a mí. Si aún lo sueñas.
Hoy, al recordaros, salió de mi pecho este poema, torpe y dolido, pero necesario:
Éramos tres voces,
tres risas al viento,
tres nombres tejidos
en un mismo tiempo.
Ahora el eco responde
con solo uno y medio,
la muerte llevó a uno,
el otro… el silencio.
No escribo para reclamar nada. Solo para hacerle saber al ausente, me parece que en Tarragona, que sigo aquí. Que la memoria no es un órgano insustancial, sino cauto y juicioso. Por eso me gustaría que un día, cuando puedas o te atrevas, tomes el teléfono, mandes un mensaje, lo que sea. No hace falta decir mucho. Un «¿cómo estás?» bastaría.
Y si no es ahora, o no puedes todavía, está bien. Solo quería que lo supieras. Cuídate mucho, Pedro.