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Discrepancia política, colaboración interadministrativa y sentido de Estado: el ejemplo de los incendios (por Juan Andrés Buedo)

Publicada el agosto 23, 2025septiembre 11, 2025 por Juan Andrés Buedo
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El sentido de Estado en la lucha contra los incendios forestales implica mucho más que apagar fuegos: es una visión estratégica, coordinada y duradera que reconoce el problema como una amenaza nacional y actúa en consecuencia. De aquí surge la pregunta obvia: ¿Qué significa tener “sentido de Estado” en este contexto?

  1. Coordinación interadministrativa: Implica que el Gobierno central, las comunidades autónomas y los municipios trabajen unidos, sin rivalidades políticas, para prevenir y combatir incendios2.
  2. Políticas a largo plazo: No basta con reaccionar ante emergencias; se necesitan planes sostenibles de gestión forestal, prevención y educación ciudadana.
  3. Compromiso político transversal: Se reclama un pacto de Estado que trascienda legislaturas y colores políticos, como han propuesto entidades como la Sociedad Española de Ciencias Forestales y la plataforma ‘Juntos por los Bosques’.

En toda democracia avanzada, la discrepancia política es legítima y necesaria. Constituye el motor de la pluralidad y el contraste de ideas que enriquecen la vida pública. Pero existe una frontera que separa la confrontación legítima de la irresponsabilidad: aquella en la que los intereses de partido se colocan por encima de la seguridad, el bienestar o la supervivencia misma de los ciudadanos.

La gestión de los incendios forestales es un ejemplo paradigmático. Cada verano, la devastación del fuego recuerda hasta qué punto los desafíos del país superan cualquier frontera partidista o administrativa. Ni la llamas entienden de siglas ni el humo se detiene en un límite provincial. La emergencia obliga, por tanto, a la colaboración interadministrativa: ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas y el Estado deben actuar con coordinación, anticipación y lealtad recíproca.

Sin embargo, en demasiadas ocasiones la política española convierte incluso la tragedia en escenario de disputa. Donde debería prevalecer el sentido de Estado, emerge la tentación de culpabilizar al adversario, de explotar electoralmente la catástrofe o de alimentar narrativas territoriales que solo entorpecen la solución.

La experiencia demuestra lo contrario: cuando la respuesta es consensuada y conjunta, cuando los recursos se movilizan bajo un mismo mando coordinado, el resultado es más eficaz y los daños se reducen. No se trata únicamente de apagar incendios, sino de construir un proyecto de país que tenga como pilar el acuerdo básico en materias esenciales: protección civil, seguridad de las personas, conservación del medio natural y lucha contra el cambio climático.

El fuego, como metáfora y como realidad, pone frente al espejo a la política española. O bien se convierte en un campo de batalla de siglas, o bien en el escenario donde se reafirma que, pese a la discrepancia, hay consensos que son innegociables. El ciudadano espera lo segundo: colaboración, altura de miras y un auténtico sentido de Estado.

El sentido de Estado aparece entonces aquí como categoría indispensable. Supone comprender que hay cuestiones que no admiten uso partidista porque comprometen bienes comunes de naturaleza crítica: la vida de las personas, la integridad del patrimonio natural, la seguridad de las comunidades rurales. La tentación de utilizar el incendio como argumento político inmediato erosiona la confianza ciudadana y oscurece la necesidad de una estrategia compartida.

Más allá de la urgencia, los incendios plantean un reto de largo recorrido: la construcción consensuada de un proyecto de país que contemple la ordenación del territorio, la prevención desde la gestión forestal, la inversión en infraestructuras y la educación ambiental. En este ámbito, la discrepancia no debería ser un obstáculo, sino un estímulo para enriquecer soluciones plurales dentro de un marco común.

El fuego revela, en suma, que hay problemas que exceden cualquier frontera ideológica. Y recuerda que la madurez política no consiste en la eliminación del desacuerdo, sino en la capacidad de situarlo en el nivel que corresponde, preservando espacios de cooperación donde la urgencia y el interés general así lo exigen.

Este entramado de esfuerzos exige algo más que voluntad técnica: demanda -insistimos- sentido de Estado. Significa comprender que hay problemas cuya solución se construye colectivamente y que, en consecuencia, no pueden convertirse en munición electoral inmediata. Cuando la tragedia se convierte en excusa para el reproche partidista, el mensaje que recibe la ciudadanía es el de un poder político más preocupado por señalar culpables que por resolver emergencias. Y, con ello, se erosiona la confianza en las instituciones, un recurso tan necesario como el agua o los aviones de extinción.

Al mismo tiempo, la gestión de los incendios plantea un dilema de más largo aliento. No se trata únicamente de apagar llamas cada verano, sino de abordar una política preventiva y consensuada que incluya ordenación forestal, limpieza de montes, inversión en investigación, infraestructuras hidráulicas y educación ambiental. Aquí es donde la discrepancia política debería transformarse en herramienta de enriquecimiento: diferentes sensibilidades pueden aportar perspectivas complementarias siempre que exista un marco común de cooperación.

España, como otros países mediterráneos, seguirá enfrentándose a olas de calor, sequías y fenómenos climáticos extremos. Ante esa evidencia, la política dispone de dos caminos: perpetuar el ciclo de la confrontación en cada catástrofe o asumir que la construcción de un proyecto de país implica compartir diagnósticos básicos, recursos y responsabilidades. El primer camino conduce a la fatiga social y a la ineficacia institucional; el segundo fortalece la cohesión democrática y amplía la resiliencia colectiva.

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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