(Publicado en ABC, aquí)
Hablar de la educación en España consiste, desde hace mucho tiempo, en un rosario de lamentos, frustraciones y nostalgia por las oportunidades perdidas; por ello resulta saludable y estimulante poder participar con otro ánimo, con una vocación alternativa, en el debate abierto por este periódico sobre un asunto tan esencial para al futuro de nuestra nación. Para ello es necesario, como primera providencia, analizar la situación actual con la sinceridad y honestidad intelectual que merece la gravedad de la cuestión que nos ocupa; es preciso reconocer que no estamos bien. El índice de fracaso escolar, el número de jóvenes que no llegan a completar la educación secundaria obligatoria, supera el 30%. Uno de cada tres chavales menores de 16 años, no termina sus estudios aunque exista una ley que establece lo contrario. Si miramos lo que sucede a partir de esa edad, lo que los técnicos denominan el abandono escolar, comprobamos que casi el 39% de los jóvenes no llega a completar ni el Bachillerato, ni la Formación Profesional.
Pudiera pensarse que estas cifras son consecuencia de un nivel educativo muy exigente, tanto que expulsara a los jóvenes de las aulas, pero lo cierto es que sucede justo lo contrario; todos los informes internacionales nos colocan en los últimos puestos de los países desarrollados en materia de calidad educativa. Las cifras son particularmente pesimistas en materias tan básicas como matemáticas, ciencia o lectura y no mejoran en el caso de la enseñanza universitaria: entre las 200 mejores universidades del mundo sólo figura una española y en el puesto 186. Estas son las luces rojas de la educación española, las cifras que reflejan un fracaso que tiene sus causas y sus graves consecuencias. En este punto creo obligado deshacer un entuerto, un tópico equivocado que se ha convertido en argumento de uso común pero no ajustado, a mi entender, a la realidad de los hechos. No es cierto que el fracaso de la educación española haya venido motivado por los cambios de sistema. No ha habido bandazos políticos en este asunto, nunca ha cambiado el modelo. El hecho cierto es que en el último cuarto de siglo en España sólo se ha aplicado de forma sistemática y continuada un único modelo educativo, el del PSOE, desarrollado en la LODE (1.985) la LOGSE (1.990) y la LOE (2.006). Esas tres leyes dictadas por gobiernos socialistas son las que han definido la educación española en los últimos años, sobre ellas se ha cimentado el fracaso actual. Cierto es que la Ley de Calidad de Educación que aprobamos durante el gobierno del Partido Popular pretendía un cambio de dirección, pero no es menos cierto que nunca llegó a entrar en vigor porque fue derogada con implacable urgencia por Rodríguez Zapatero en los primeros días de su gobierno.
La penuria de la educación española es mucho más que un baldón estadístico, es un lastre para el progreso y el bienestar de nuestro país y una rémora en las expectativas vitales de nuestros jóvenes. No en vano las tasas de fracaso y abandono escolar españolas se corresponden casi directamente con nuestro índice de paro juvenil (36,9%), el más elevado de Europa y a muchísima distancia de la media de los 27 países de la Unión (19,5%). Si miramos a nuestras propias estadísticas comprobamos que la tasa de paro de aquellos jóvenes que no han completado la ESO alcanza un escalofriante 37%, frente al 13,8% de los que acreditan una formación universitaria. Esta íntima relación entre el nivel de formación de una persona y su empleabilidad, es uno de los argumentos añadidos por la crisis actual y sus dramáticas consecuencias sobre el empleo al objetivo universal e irrenunciable de una educación de calidad. Siempre debemos tender a la excelencia educativa, pero en estos momentos de zozobra más aún si cabe. La educación es también economía, es un activo de primera necesidad para un sistema productivo que pretenda competir con éxito en la economía global. Por ello una de las grandes reformas estructurales que necesita nuestra economía es, precisamente, la reforma educativa. A mayor formación, más igualdad de oportunidades, más integración social, más dinamismo económico y también más y mejor empleo. Aunque sólo fuera por ese motivo, deberíamos ponernos de inmediato a la labor.
Queda mucho por hacer dentro y fuera de las aulas. Pero ningún plan que podamos pergeñar resultará eficaz si no implicamos en él a los dos pilares básicos de la formación de nuestros niños: la familia y el profesorado. Tan malo es que la familia se desentienda de la educación de los hijos y de lo que sucede en los colegios como que los profesores se sientan desapoderados de autoridad en las clases e infravalorados en el prestigio social de su labor fuera de ellas. Sin la colaboración de la familia y sin la entrega del profesorado, sin la complicidad leal de unos y otros no lograremos avanzar.Tampoco lograremos avanzar si no recuperamos algunos elementos formativos abandonados en estos 25 años de «progresismo educativo». La memoria, el fomento de la lectura y su comprensión son básicos en las primeras etapas de la educación como los son la disciplina, la autoridad y el orden en secundaria. A los 14 años los chavales deben empezar a orientar su futuro so pena de seguir incrementando los ya intolerables índices de fracaso y abandono escolar. Es imprescindible hacer cambios profundos en el Bachillerato: ampliar su duración, aumentar su exigencia e instaurar una prueba externa que permita evaluar con criterios objetivos un nivel de conocimientos mínimo y exigible en todo el territorio nacional. En cuanto a la enseñanza universitaria convendría aplicar con más diligencia y éxito las reformas previstas en el proceso de Bolonia, introducir cierta racionalidad en el catálogo de titulaciones e instaurar un sistema de evaluación para nuestros centros. Todas estas medidas y otras más han de formar parte de la profunda reforma del sistema educativo que venimos pidiendo y proponiendo al gobierno desde hace meses.
ABC ha mostrado su olfato y su sensibilidad al llevar a sus páginas un debate abierto desde hace mucho en el seno de la sociedad española. El Partido Popular siempre estará dispuesto a participar en un Pacto de Estado por la calidad de la educación, pero -al igual que sucedió con la política antiterrorista- ello exige una rectificación absoluta por parte de quienes han impuesto un modelo cuyo fracaso está fuera de toda duda. Quienes liquidaron la Ley de Calidad de la Enseñanza, los mismos que han impuesto una asignatura de puro adoctrinamiento como la Educación para la Ciudadanía y son incapaces de garantizar la libertad lingüística, deben rectificar. Creemos que la ocasión política es inmejorable para empezar a cambiar las cosas y estamos dispuestos a aportar nuestra experiencia y nuestras ideas, pero que nadie espere del Partido Popular la actitud de figurante en una foto vacía de contenido y cuyo único resultado sea perpetuar este lamentable estado de cosas.