Que estamos pasando unos tiempos difíciles, creo que es una obviedad; que España está en una situación crítica, como nunca los españoles pensamos que se volvería a repetir, cuando concluyó aquella fratricida Guerra Civil, que nos condenó a años de privaciones, racionamientos, aislamiento internacional y miseria es, salvando las distancias y los enfrentamientos ideológicos, una verdad como un templo; que esta situación no podemos atribuirla, por entero, a la crisis de las sub-prime ni, tan siquiera, a nuestra particular crisis interna, motivada por el crack de nuestra burbuja inmobiliaria, me atrevería a afirmar que también es cierto. Entonces, viendo, con la perspectiva del tiempo, como, poco a poco, y en especial desde que el PSOE asumió el Gobierno de la nación, como España ha ido entrando en una pendiente descendiente que, cada vez, ha ido aumentando el ángulo de caída. hasta estos momentos en los que parece que estamos abocados, si Dios no lo remedia, a enfrentarnos a una catástrofe que puede abarcar, no sólo el aspecto social y económico a que el paro desbocado y nuestra falta de solvencia nos están conduciendo; sino, incluso, la puesta en cuestión de todo un sistema cultural, una tradición que nos viene desde la antigua Roma y la posterior extensión de la religión cristiana en nuestro país; con lo que todo ello comporta de erradicación de todo un sistema moral y ético que recibimos de nuestros ancestros, sustituido, en un imprevisible vuelco, fruto de la laicización del Estado, de un adoctrinamiento bien planeado, fruto de una política partidista y sectaria de los socialistas que nos gobiernan, enfocada a romper los vínculos familiares, enfrentar a los hijos con sus padres y privarles, a estos, de la autoridad para corregirlos y educarlos en la senda del trabajo, el esfuerzo y el respeto por la moral y las buenas costumbres; complementada por un retorno a los arcaicos planteamientos, propios del sistema bolchevique, que tantos males han a Europa y, en particular, a nuestra España.
Podríamos pensar que, en nuestra tierra, por nuestra idiosincrasia, no estamos preparados para un gobierno de corte democrático. Nuestro carácter, deberemos reconocer, tiene mucho de anárquico y de poco acomodaticio con las reglas que se nos quieren imponer, muchas veces necesarias, para que la convivencia sea posible. Cada español es, en potencia, un legislador que tiene su propia concepción de lo que se debiera permitir y lo que sería preciso prohibir que, naturalmente, suele coincidir con lo que le conviene o le molesta a él particularmente; sin tener en cuenta que, en ocasiones, esto comportaría que, el resto de sus conciudadanos, tuvieran que renunciar a sus propios derechos. Sin embargo, también pueden existir otras causas condicionantes en nuestro sistema de elección de los cargos representativos, que nos han de guiar hacia los objetivos comunes que, resumiendo, deben encaminarse al bien común, a la prosperidad de la nación y a un estado de bienestar justo y común. En definitiva, se trata de una entelequia, difícilmente realizable, pero hacia la cual debe tender cualquier gobierno que pretenda cumplir con su deber y hacer buen uso del mandato que ha recibido de los ciudadanos. En cualquier caso creo que podríamos hablar de que la dificultad, el eslabón torcido de este engranaje por el que los ciudadanos delegamos u otorgamos, en los políticos, nuestra representación, lo podríamos encontrar en el actual sistema, en la mecánica o el procedimiento que nos hemos dado los ciudadanos para elegir a aquellas personas que pensamos que nos han de gobernar.
En efecto, una de las causas que dan lugar a que el mandato de los españoles no siempre coincida con lo que una mayoría de la población ha estimado que es lo que le conviene al país, está en nuestra Ley Electoral. Esta que ha dado repetidas muestras de su ineficacia, de ser un medio por el que pueda suceder que, un grupo minoritario, gracias al sistema D’Hondt, pueda obligar al partido mayoritario a modificar sus proyectos, a recortar sus ideales y hasta a tener la necesidad de admitir, si es que quiere gobernar, prácticas que puedan contradecir directamente sus propias convicciones. En España, por desgracia, hemos podido comprobar, tanto en los gobiernos presididos por socialistas como en los que lo hicieron los del PP que, cuando no existen mayorías absolutas ( circunstancia que es muy difícil que se dé) los partidos que más votos han recibido se han tenido que aliar con alguno o algunos de los partidos marginales que, en virtud del sistema previsto en la famosa Ley de H’Hondt, salen favorecidos por las diferentes divisiones que se van produciendo para otorgar los correspondientes escaños al Parlamento o al Senado. Hemos podido advertir los equilibrios que, en las dos últimas legislaturas, se han visto obligados a hacer los gobiernos del PSOE, para mantenerse en el poder. Es posible que el señor ZP hubiera actuado de otra forma si no hubiese cometido el error de prometerles a los catalanes que aprobaría el Estatut catalán que saliese del Parlament Catalán. También podríamos decir que las cesiones que ha hecho a los nacionalismos, tanto gallego, como vasco o catalán, respeto a la potenciación de las lenguas vernáculas en detrimento del idioma español, han sido fruto de la necesidad de conseguir su apoyo para no ser derrotado en el Parlamento de la nación.
Pero es que se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que en todo el periodo que ZP lleva al frente del Ejecutivo no ha habido ley, ni se ha presentado proyecto alguno ni se ha admitido sugerencia que viniera del PP, incluso antes de debatirla en el Parlamento o en el Senado que no haya tenido que ser pasada por el cedazo de los partidos minoritarios quienes, como es evidente, en cada caso han puesto la mano pedigüeña para recibir la contraprestación que han exigido, sin que ni los nacionalistas, ni CC, ni el PNV ni CIU o ERC, hayan tenido el menor escrúpulo en darle el apoyo a ZP cuando lo ha necesitado, independientemente de que la norma que, por su colaboración y votos, fuere aprobada, atentara a la sensibilidad de sus votantes o fuere contraria al espíritu constitucional. Lo que ocurre es que, con este procedimiento, las promesas electorales de los partidos se quedan en eso, en ;promesas; porque el partido mayoritario, aquel que debería imponer su programa en los términos en los que el electorado le ha pedido; se ve imposibilitado a hacerlo y debe transigir con las imposiciones de unas minorías, escasamente representativas de la voluntad mayoritaria, que son las que, en definitiva, llevan el timón de la nación.
Lo mismo sucede con el sistema de “listas abiertas”, una imposición de los directivos de los partidos políticos para acabar con cualquier atisbo de lo que sería una actuación democrática; de modo que fueran las bases las que mediante votaciones (lo que, en los EE.UU., llaman primarias) en las que, por circunscripciones electorales, se eligieran uno a uno, de entre los que optaran al cargo, a aquellos que debieran integrar las definitivas listas electorales que optaran a los escaños a cubrir. El sistema inglés, pudiera ser un ejemplo, adaptado a nuestras necesidades y distritos electorales, de cómo el pueblo puede elegir a personas que le resultan cercanas, con las que puede hablar y debatir y a las que, cuando se produce un incumplimiento de su programa, se le puede reclamar directamente. Pero, lo más importante, es eliminar de nuestro sistema electoral la posibilidad de que, pequeñas formaciones marginales, puedan imponer su voluntad a las mayorías de votantes porque este sistema es contrario a la democracia.
Miguel Massanet Bosch