(Publicado en El Mundo-Reggio´s, aquí)
LUCES LARGAS
Apenas inaugurada la temporada de reformas, va y viene el presidente Zapatero a decir que no va más. Que con lo ya hecho, y algo adicional sobre la edad de jubilación, ya pueden los mercados darse por satisfechos. Sobre todo después de que el Consejo Europeo, el director general del FMI y hasta Obama hayan alabado las medidas del Gobierno español.
Ése es el problema cuando hacemos las cosas forzados por los acontecimientos en lugar de por convencimiento: que estamos deseando que todo acabe para volver a lo de siempre. Y, sin embargo, las reformas han sido lo de siempre en la historia española. En el ámbito de lo económico, desde los Pactos de la Moncloa, la reconversión industrial, la adaptación al Mercado Común, luego al Acta Única, luego a la globalización, luego al euro y luego a la internacionalización, en los últimos 30 años no hemos hecho otra cosa en España que adaptarnos, reformarnos.
Se puede decir que hemos incorporado el cambio como un parámetro de nuestro sistema económico. El dinamismo adaptativo que muestra nuestra sociedad, más allá de que permanezcan todavía rigideces, explica el éxito económico de las últimas décadas. Cada vez que hemos reformado, devolviendo decisiones a la iniciativa colectiva y manteniendo los equilibrios sociales, el resultado ha sido positivo en términos de bienestar.
Por eso, el impulso reformista mediante paquetes articulados de medidas ha formado parte de nuestra tradición ilustrada. Por convicción íntima de que sólo alterando el estado de las cosas podríamos lograr mejores cotas de libertad y de bienestar para todos. Los pocos gobiernos de progreso que ha habido en nuestra historia han promovido siempre reformas no sólo en los usos y costumbres sociales o de la vida cotidiana sino, sobre todo, en las relaciones sociales de producción y distribución. Ahí, en los derechos económicos y sociales, radica el núcleo duro del poder y la clave última de las desigualdades sociales. No se puede, por tanto, pasar de puntillas, a empujones o a regañadientes sobre estas cuestiones, desde un Gobierno de progreso que debe convertir las reformas permanentes en su razón de ser y en su bandera del cambio verdadero.
En España, todavía necesitamos muchas reformas sobre ingresos y gastos públicos, sobre la oferta productiva para generar más empleo, sobre sostenibilidad del Estado del Bienestar, sobre el cambio de modelo productivo, sobre la lucha contra el cambio climático o sobre la coordinación entre administraciones como para pensar que ya está bien y enterrar el hacha reformista. Cosa distinta es la manera en que se abordan, se explican y se resuelven.
A título de ejemplo, voy a relatar una reforma fundamental y urgente que nuestra economía requiere para responder a la crisis económica y a nuestros problemas de competitividad derivados de la misma: las cotizaciones sociales. De entre toda la literatura existente, me quedo con un estudio reciente (julio 2007) que, aunque no oficial, está publicado por la Oficina Económica del Presidente del Gobierno. Es el elaborado por Ángel Melquizo sobre La incidencia económica de las cotizaciones sociales en España (disponible en la Red). Y destaco su conclusión principal: han sido las empresas, en su conjunto, las que han soportado de manera plena la fiscalidad laboral que representan las cotizaciones sociales, sin que se haya trasladado a precios, ni se haya reducido del salario pagado. Estamos hablando de una cuña fiscal que representa en torno al 23% de los costes laborales totales.
Esta realidad, en un modelo productivo que se basaba en bajos costes de producción, podía asumirse mejor que en el contexto de crisis actual e, incluso, que en el nuevo modelo productivo hacia el que debemos caminar, más basado en el valor añadido que en el precio barato y, por tanto, en trabajadores mejor retribuidos lo que obligará a recortar otros costes no salariales.
Una bajada significativa de las cotizaciones sociales representaría la inyección de competitividad que no podemos conseguir mediante una imposible devaluación de la moneda. Permitiría mejorar los márgenes empresariales de manera directa e inmediata y, con ellos, su liquidez y su capacidad de competir en unos mercados mundiales ya en crecimiento como los actuales. Reducir la fiscalidad del factor trabajo podría tener, además, un efecto directo sobre el desempleo, especialmente, el de baja cualificación.
En el sistema español, de acuerdo con lo establecido por Bismarck en el siglo XIX, nuestras cotizaciones sirven para financiar contingencias comunes de los trabajadores, como la jubilación. Por tanto, una rebaja sustancial de las mismas afectaría de manera negativa a la estabilidad financiera del sistema de pensiones, y esto es algo que no puede ni debe permitirse.
Deberíamos, por tanto, de acuerdo con la letra y el espíritu del Pacto de Toledo, proceder a la discusión y aprobación simultánea de otra fuente alternativa de financiación de las pensiones que no se basara en la cotización de los trabajadores en activo, sino en algún indicador de la riqueza general de la sociedad, sea la renta, el patrimonio no productivo, las rentas no ganadas mediante trabajo (plusvalías) o el consumo.
Se podría pensar que con cargo a los impuestos generales, incluido el nuevo, se financiaría no sólo como ahora las pensiones no contributivas y los complementos a mínimos, sino el 100% de una nueva pensión mínima garantizada para todos los ciudadanos. A partir de ahí, y mediante un sistema contributivo parecido al actual, dicha pensión se complementaría mediante cotizaciones sociales, mucho más bajas que las vigentes.
Conseguiríamos así dos efectos paralelos y positivos: mejorar la posición competitiva de nuestras empresas y financiar las pensiones de una manera más sostenible y equitativa que la actual, en la que su cuantía no sólo dependería de la relación entre activos y pasivos sino, también, del nivel de riqueza del conjunto del país.
Inclúyase esta propuesta dentro de un eventual Manifiesto Universal de los males envejecidos que España padece, similar al que escribió en 1730 Francisco de Moya Torres y Velasco. Y es que, lo dicho. Esto de las reformas viene de antiguo y no es bueno que se acabe ya.