Manuel Martín Ferrand (Publicado en República de las ideas, aquí)
Es posible que, hace más de medio milenio, Jorge Manrique tuviera razón cuando nos decía que cualquier tiempo pasado fue mejor. Hoy, afortunadamente, la expresión ya no se tiene de pie si la comparación es total entre el ayer y el hoy. El progreso – el material, se entiende – ha alcanzado cotas que no pudieron soñar nuestros abuelos y, aunque la cultura y la dignidad son valores en baja cotización, en nuestros días hasta los gatos tienen zapatos. En el medio mundo en que nos incrustamos, la miseria es un recuerdo y la pobreza un concepto relativo.
Los cuatro millones y medio de parados que han generado, mitad por mitad, la crisis económica y la torpeza del zapaterismo en el poder, hubieran muerto de hambre – materialmente – hace menos de un siglo. Aquí y ahora, también mitad por mitad, resisten con el mínimo confort gracias a la institución familiar y a lo que queda del Estado de bienestar.
En ese ambiente, a la vista de que los remedios para la situación son escasos y José Luis Rodríguez Zapatero no parece capaz de acelerarlos, tienen valor de alarma grave algunos sucesos que parecen reeditar otros que ya parecían superados. La violencia civil de la Segunda República, que suscitó la rebelión militar del 18 de julio del 36, vuelve a las primeras páginas de los diarios. En los últimos días hemos asistido, en Barcelona, a la intolerancia vociferante y amenazadora de quienes se sienten ofendidos porque otros practiquen la liturgia católica de la misa – en la Universidad para mayor inri – y, en Murcia, a la agresión física del consejero de Cultura del Gobierno autonómico con graves daños y necesaria reparación quirúrgica. Ese tipo de sucesos no entran en el repertorio de la normalidad democrática.
Es muy posible que de las cuatro “pes” que, hace un siglo, Luis Bonafoux valoraba como el escaparate de la vida pública nacional –putas, policías, políticos y periodistas– únicamente las primeras estén hoy a la altura de la circunstancia. Tanto, que muchas de ellas ocupan lugares estelares en la programación de las televisiones de mayor audiencia. Me temo que los demás desmerezcamos con respecto a nuestros abuelos.
La policía – las policías, que tenemos muchas –, en el marco de una legislación tan acomplejadamente garantista como para suspender del servicio a unos Guardias Civiles en la hipótesis de que hayan infligido malos tratos a unos etarras detenidos in fraganti, no defiende suficientemente la seguridad ciudadana. Esta claro que la responsabilidad le corresponde a la cumbre de Interior, a sus delegados autonómicos y a los consejeros especializados de cada autonomía; pero tan significativa “pe” social no queda bien parada en la valoración popular.
Los políticos, atrincherados unánimemente en la defensa de sus privilegios, sin grandes diferencias entre los de los distintos partidos, no cumplen la función representativa y parlamentaria que les marca la Constitución. Se ha generalizado la profesionalización de una casta que vive de espaldas a la demanda social, algo lamentable y demoledor.
De los periodistas más vale no hablar. Aunque resulte escandaloso y pueda interpretarse equívocamente, en los cincuenta años que llevo en el ejercicio informativo no había visto una cota parecida de indignidad profesional y de subordinación al poder. Es una situación lamentable que sirve de síntoma de la profunda enfermedad que padecemos en España, la mezcolanza entre los grandes poderes del Estado y la disminución de la libertad como algo inútil y perturbador.
Es posible que resulte excesivo, ante un par de sucesos que parecen traídos del pasado – el barcelonés y el murciano –, hacer sonar las alarmas de la inquietud; pero, si se mira con atención, no hay donde cimentar la seguridad jurídica que exige el Estado de Derecho y que no puede sustituirse, en una democracia válida, con paños calientes. Eso, en un marco económico indeseable y con retroceso, invita a hacerle el coro a Carlos Gardel cuando, en Volver, canta: “Tengo miedo del encuentro / con el pasado que vuelve / a enfrentarse con mi vida”. Somos muchos cuantos tenemos “la frente marchita”; es decir, quienes empezamos a sentir la sensación del dejá vu – la paramnesia – cuando nos enfrentamos al desayuno informativo de cada día.