(Publicado en Expansión-Reggio´s, aquí)
EN PRIMER PLANO
En estos momentos de debilidad, todo anuncio de reforma ha de formularse con extrema precaución, pues luego no se admiten demoras en la entrega y menos cancelaciones. Los mercados, como en los naipes, aplican la regla de “carta en la mesa, pesa” con el máximo rigor e intransigencia. Hasta los organismos internacionales y nuestros principales socios nos exigen perentoriamente cumplir lo prometido sin importarles que otros con mayores problemas no apliquen similares recetas. La reforma de las pensiones constituye un buen ejemplo de este efecto boomerang. No digo que no resulte indispensable acometer su adaptación ante los efectos que el fenómeno de envejecimiento poblacional traerá consigo. Pero, al tratarse de un problema del mañana, su resolución ahora corre el riesgo de saldarse con cesiones en otras reformas más urgentes, conduciendo este efecto de vasos comunicantes a un resultado peor de lo esperado.
El polémico retraso en la edad de jubilación ha provocado ya una evidente vuelta atrás de las causas de despido colectivo y conducirá a un calendario tan prolongado en la revisión de las pensiones que sus efectos sólo se apreciarán dentro de una década. Añadamos la menor ambición con que se encaran las reformas laborales pendientes en aspectos tan vitales como la negociación colectiva, las políticas activas de empleo o la flexibilidad funcional. Por enderezar un entuerto del futuro, se renuncia a aplicar la terapia indispensable para poner coto al pavoroso desajuste en el mercado de trabajo. No cabe engañarse. Mientras no se cree empleo de verdad, auténtico talón de Aquiles de nuestra economía, nos espera un largo periodo de hibernación en consumo, renta y actividad. No se atisba en el horizonte ningún factor que pueda impulsar la robusta recuperación que necesitamos, pues incluso un incremento sostenido de la demanda externa carece de peso suficiente para dar un vuelco al actual marasmo económico.
Se ha gozado de un contexto único para enderezar el mercado laboral, atajando a fondo las rigideces que provocan tamaño despilfarro de recursos humanos. Malgastar esta ocasión equivale a pagar un elevado precio en términos de competitividad y crecimiento. Supone, también, debilitar seriamente la futura estabilidad del sistema de pensiones. Se razona de forma bastante simplista cuando se reduce el mismo a un esquema de suma cero, donde bastaría con reducir las prestaciones, vía un mayor cómputo de años cotizados o un retraso en la edad de jubilación, para cuadrar las cuentas. No se repara en que sólo una sustancial creación de empleo y un significativo incremento de la población activa contribuyen eficazmente a salvaguardar el sistema frente a posibles contratiempos. Que nadie piense que las pensiones están a salvo si no se crean suficientes puestos de trabajo. Ya me dirán qué capacidad de trasladar renta puede tener una generación de jóvenes con tan alarmantes niveles de paro. Nadie niega las dificultades que afrontará la Seguridad Social para cuadrar las cuentas en el futuro. Pero bastaría con desalentar las jubilaciones anticipadas e incentivar la prolongación de la vida activa para asegurar su equilibrio a medio plazo. Retrasar la edad de retiro a los 67 años puede salir muy caro si se postergan a cambio reformas esenciales para el crecimiento y el empleo. Pero una vez comprometida la palabra, ya es tarde para lamentarse. Sólo cabe esperar que se salven los muebles en el nuevo marco de relaciones laborales.
Juan Pedro Marín Arrese. Economista.