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¿Sirven las fronteras contra los terremotos e inundaciones? (por Carlos Martínez Gorriarán)

Publicada el marzo 18, 2011 por admin6567
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(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)

Incluso estando acostumbrados a la cazurra cortedad de miras del establishment que nos aflige sorprendía que el señor Griñán lamentara que el Tribunal Constitucional haya derogado el artículo del Estatuto de Andalucía que pretendía la “competencia exclusiva” de su comunidad sobre el río Guadalquivir. Eso fue el miércoles; el jueves, ese mismo Tribunal derogaba un artículo similar sobre el río Duero en el Estatuto de Castilla-León. Y sorprendía porque siempre se espera, quizás con demasiada ingenuidad, que incluso gente tan pegada al interés más mezquino comprendiera, a la luz de lo que pasa en el mundo, lo ridícula, anacrónica y extemporánea que es su reclamación de competencia fluvial exclusiva justo cuando, al otro lado del mundo, la tragedia japonesa ponía drásticamente de relieve que compartimos un planeta pequeño, limitado y peligroso. Y que las fronteras e intereses nacionales, lejos de protegernos de los riesgos de vivir en su sitio así –una bola recubierta de placas tectónicas móviles que chocan entre sí produciendo terremotos, tsunamis y volcanes-, no sirven sino para empeorarlos.

Un terremoto seguido de tsunami, ambos tremendos, han bastado para poner en solfa el exceso de confianza en la ingeniería de la seguridad que llevó a Japón a instalar enormes centrales nucleares justo en la costa de una de las regiones más sísmicas del planeta. Los optimistas excesivos han subrayado que las centrales aguantaron bien el terremoto, pero callan que fracasaron ante el tsunami inmediato. Y “tsunami” no es por casualidad una palabra japonesa prestada a las demás lenguas del mundo, sino debido a lo habitual de ese fenómeno en aquel país. No resulta pues muy consolador que las centrales resistieran el brutal temblor 9.0 para quedar desbaratadas por la probable y previsible sucesión de olas de hasta 10 mtrs de altura causadas por aquel. Considerando retrospectivamente el riesgo, el emplazamiento de la central de Fukushima parece completamente reñido con el sentido común (y debería llevar a revisar el emplazamiento de centrales en zonas sísmicas o fácilmente inundables).

¿Significa eso que debamos renunciar a la energía nuclear en el resto del mundo, o al menos en Japón y países de gran sismicidad, como han exigido los predicadores de la religión política ecologista? Pues creo que no. Primero, porque una central nuclear se puede parar, en efecto, pero pararla no volatiliza la radioactividad que contienen sus reactores parados y  las piscinas con combustible gastado: ante una inundación como la de Fukushima son tan peligrosas paradas como en marcha (desagradable hecho que se oculta a la opinión pública mientras se pide relanzar el “debate nuclear”… para cerrar las centrales). Segundo, porque mientras no se desarrollen alternativas reales a las nucleares de fisión, como la fusión nuclear (que no todo el mundo cree posible desarrollar para uso comercial), esas centrales son necesarias por dos razones: por el encarecimiento o agotamiento futuro de las fuentes fósiles petróleo y carbón (consideradas además contaminantes por el Protocolo de Kyoto), y porque las renovables necesitan una energía de base constante para compensar la variabilidad del clima, y eso las nucleares lo hacen perfectamente. La imagen de un mundo abarrotado de molinos de viento y huertos solares no sólo es estéticamente objetable –el paisaje también es un bien escaso a proteger- y económicamente dudosa –basta con ver nuestro problema con las insostenibles primas a las renovables, que también debemos a ZP y sus lamentables gobiernos-, sino que es incapaz de suministrar el 100% de las necesidades energéticas el 100% del tiempo requerido (aunque pudiera serlo algún tiempo en algún espacio excepcionalmente adecuado).

Dicho esto, parece obvio que el “debate nuclear” debería centrarse en la mejora de las centrales nucleares, en objetivos como buscar alternativas a las que deberían desmantelarse por estar emplazadas en sitios con un alto riesgo de desastre natural (o político, en algunos casos como Pakistán… o Irán, que reúne ambos).

Una alternativa racional consistiría en emplazar centrales nucleares, con seguridad reforzada, en territorios sin riesgo sísmico o de inundación catastrófica. Si se superara al nacionalismo energético –como todos los nacionalismos, fuente constante de problemas para la seguridad y el interés general-, países como Japón podrían obtener su energía eléctrica de origen nuclear de centrales ubicadas en sitios de tectónica más segura que la suya. La invocación a la soberanía nacional en peligro en caso de que esos otros países apagaran el interruptor debería llevar a fórmulas de cooperación y seguridad mutua que minimicen esos riesgos, en todo caso mucho menores que los representados por los enormes terremotos y tsunamis que cada cierto tiempo devastan las regiones del Cinturón de Fuego del Pacífico.

El abandono del nacionalismo energético parece imprescindible para mantener un estilo de vida y un sistema productivo que consume muchísima energía, y que consumirá más y más a medida que enormes países como China, India y Brasil se incorporan a la economía desarrollada con todas sus consecuencias. Si se mantiene el principio de primar el autoabastecimiento para proteger la soberanía sobre la previsión de minimizar el impacto de desastres como el sufrido por Japón, se acaba pagando un precio mucho más alto debido a que la contaminación nuclear, como los terremotos, no saben nada de esas fronteras políticas a las que tanta importancia seguimos dando.

Y esta reflexión nos lleva de nuevo a España y a la insensata lucha entre CCAA por recursos naturales que muchas veces son más teóricos que prácticos. El Duero y el Guadalquivir son dos de los grandes ríos ibéricos, pero eso no es mucho decir: ¡son simples regatos comparados con los ríos realmente grandes! Sin embargo, es el nacionalismo más cegato e imprevisor el que ha tomado carta de naturaleza como la única política posible en España cuando se trata del agua o del territorio. En lugar de minimizar las fronteras administrativas, el establishment español se empeña en tratar de ahondarlas y subrayarlas un poco más cada año. Da igual que esa política esté condenada al fracaso por el hecho incontestable de que a la naturaleza le da lo mismo este tipo de absurdos particularismos, tan nocivos en cambio para los seres humanos que los imponen. Ni terremotos, ni sequías o inundaciones respetan frontera alguna ni éstas sirven para nada ante tragedias como la japonesa. Estos desastres cíclicos más bien ponen de relieve la futilidad, ridiculez e irracionalidad del empeño nacionalista por imponer fronteras y puertas al campo. ¿Aprenderán algo de esto en las capitales autonómicas españolas? Todo invita a pensar que esto es imposible para los partidos que aprobaron en sede parlamentaria cosas tan ridículas como Estatutos que declaraban cuencas fluviales enteras propiedad autonómica y competencia exclusiva. Me refiero, claro está, a los de siempre: PSOE, PP, IU y la macedonia nacionalista.

 

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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