Enrique Calvet Chambon
La reciente legalización de Bildu por el Tribunal Constitucional (TC) va a engendrar corrientes de tinta y callos en las yemas de los tecleadores. Desgraciadamente, sólo es un paso más en la barrena en la que hemos entrado desde hace lustros. Comprenderán Ustedes que después de haber nombrado una alimaña sanguinaria miembro de la Comisión de Derechos Humanos de un Parlamento regional, de haber pactado un partido supuestamente de izquierdas con otro que negoció con una banda asesina que no matara en determinada región de España, allá las otras, y de afirmar que el separatismo, en tanto que atentatorio contra el bien común y las leyes que nos hemos dado libremente, es perfectamente democrático y que la ciudadanía no puede proteger su democracia contra ello, la legalización de Bildu queda a nivel de pasito más hacia el abismo. Si lo analizo per se, me quedo con lo que preocupa a doña Rosa Díez (una de los únicos dos o tres políticos de relumbrón que se preocupan por el bien común, y no por la poltrona): "Lo peor es que les van a entregar los censos".
Por eso les propongo otra reflexión, aprovechando el hecho momentáneo, menos epidérmica y más estructural, sobre un aspecto de nuestra realidad institucional.
La legalización ha sido posible, exclusivamente, por la decisión del TC, y en contra del poder judicial (Tribunal Supremo), del poder legislativo (el Tribunal Supremo aplicaba las Leyes vigentes) y del poder ejecutivo (el Gobierno instó la ilegalización). Es, pues, un estamento con mucho poder que, de alguna manera, puede estar por encima de la voluntad popular mayoritaria o, por lo menos, erigirse en único intérprete posible de dicha voluntad democrática. (¿En un referendum se hubiera legalizado Bildu? No lo creo, ni por asomo). Los aspectos institucionales negativos de la decisión son muy evidentes. Que un órgano corrija al Tribunal Supremo en la aplicación de las Leyes suscita muy serias dudas sobre solapamiento de competencias y se carga la poca fe que quedaba en la seguridad jurídica en España. Evidentemente, de la independencia de los jueces no voy a escribir por no hablar de las cosas que no existen. Pero la propia reputación y respetabilidad del TC queda en los sótanos, tras un largo vía crucis sobre temas como los de la inmersión lingüística, la liberación de etarras, el Estatuto, etc., que pueden haber hecho muy poco para los derechos civiles básicos de la mayoría de los ciudadanos españoles. Y la mayoría siempre es el objetivo de máxima atención de las democracias.
Para quienes creemos que la crisis institucional en España, es de las más graves y de mayores repercusiones a futuro, más incluso que la económica, el TC la agudiza de forma colosal.
Para entender bien las cosas, intentemos descifrar bien lo que es el TC en la realidad, de facto no es ciertamente un tribunal en sentido estricto (muchos de sus miembros no son jueces) y toma decisiones claramente políticas, siendo reclamado, y utilizado, para ello por muchos otros agentes políticos. No duda en retorcer y manipular la interpretación de las leyes mucho más allá que en la interpretación profesional, que es la que dicta el Supremo, donde sólo hay jueces, y muchos percibimos que lo hace a veces contra el propio sentido común, para imponer una posible visión política, entre otras elegibles, a la sociedad española. En ese sentido, el TC en abundantes ocasiones importantes, se comporta más cómo una tercera Cámara, no igual, sino por encima de Congreso y Senado. Pero, ¡mucho ojo!, los selectos integrantes de esa tercera Cámara no han sido elegidos por sufragio universal, ni mucho menos, han sido designados por algunos partidos, a los que deben su nombramiento y, cómo es palmario, cuyas consignas respetan mucho. Digo bien partidos, que no Gobierno, (el ejecutivo, insisto, demandó la ilegalización de Bildu).
Pero, entonces, si graves decisiones sobre los derechos civiles de la mayoría y sobre valores básicos dependen de una supra-cámara no elegida democráticamente y al servicio de una Partitocracia desmadrada, ¿dónde queda la calidad de nuestra democracia y de la soberanía popular? ¿Es bueno tener este super-instrumento político-partidista? ¿Beneficia o perjudica objetivamente (sin ningún ánimo de dolo de sus componentes, por supuesto)?
Cierto es que se podría arreglar mejorando procedimientos. Por ejemplo, nuestro TC no tiene nada que ver con el Tribunal Supremo de los EE.UU., modelo que la mayoría de los televidentes españoles deben creer que es universal e impera aquí. Nada más lejos de la realidad. Allí los jueces son vitalicios, lo que asegura una total independencia, se eligen con un fortísimo componente de méritos (nada que ver con las adhesiones inquebrantables de nuestra España cañí) y son sometidos a unos filtros durísimos y exigentísimos por el Congreso, no intercambiados cual cromos en paquete por los partidos. Allí la competencia y la independencia están muy, pero que muy garantizados. También la seguridad de adhesión de valores básicos de convivencia, como el patriotismo, sin ir más lejos.
Pero, a la vista de las deficiencias educativas y culturales patrias, su muy reciente trayectoria democrática (y su confusión sobre conceptos) tal vez nos tengamos que preguntar: ¿de verdad necesitamos esa tercera cámara?