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El presente como historia: ¿qué somos?- II (por Ramón Tamames)

Publicada el agosto 6, 2011 por admin6567
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R.Tamames Ramón Tamames (Publicado en Republica.com, aquí)

II. EL FINAL DE LA CRISTIANDAD POLÍTICA Y LAS PRIMERAS PROPUESTAS DE UNIVERSALIZAR LA PAZ

1. Introducción

El pasado jueves iniciamos la serie referenciada en el epígrafe de este segundo artículo de la misma. Y veíamos como el escenario de la especie humana ha ido cambiando hasta convertirse en un mundo completamente conocido por todos, lo cual simbolizábamos con la referencia a la primera globalización que significó el Tratado de Tordesillas (1494), en pleno renacimiento, en el que surgió la primera revolución de la ciencia y la técnica, arrancando con Francis Bacon, Galileo, y Newton; en paralelo al nuevo modelo de producción, el capitalismo, que en el siglo XVIII entró en la Revolución Industrial.

Esas corrientes sociales y de acumulación científica y tecnológica, que se aceleraron en el siglo XX, crearon el nuevo espacio que la especie humana ocupa en la XXI centuria, con posibilidades casi increíbles: la memoria, en el límite tiende al infinito: con las bases de datos, primero; e internet, después, en línea con el fuerte crecimiento del potencial de computación que registra la célebre Ley de Moore (la velocidad de computación se duplica cada 18 meses). Con capacidades que se amplían aún más por las ventajas del funcionamiento en red, según la Ley de Metcalfe: el valor de una red crece proporcionalmente al cuadrado del número de usuarios que se conectan al sistema. Y ya vimos, a lo largo de 2011, lo que todo eso supuso en el Norte de África y en otros países árabes de Asia menor y la Península Arábiga en lo que fue la caída de gobiernos dictatoriales bajo la presión popular.

De la realidad de ese mundo de hoy, surge la polémica sobre si la evolución del hombre en la nueva era tecnológica será indefinida. Un tema para el cual es interesante el libro de Adrian Berry, Los próximos diez mil años, porque si en los últimos 2000 de nuestra era todo ha cambiado tanto ¿qué nos deparará el año 12.000 después de JC con la aceleración de todo? Eso es lo que precisamente nos planteamos. Y la respuesta no podemos encontrarla sino en la Historia, que registra la última fase de la evolución humana, toda ella con características sociales: somos productos de la evolución natural, pero también del continuo cambio en este capítulo de nuestra serie El presente como Historia: ¿qué somos?.

2. La decadencia de la cristiandad política

En este artículo veremos el proceso por el cual la humanidad fue tomando conciencia de su propia entidad conjunta. En la idea de que para sobrevivir y prosperar, es preciso organizarse con una serie de instituciones que garanticen la paz, frente a la conflagración. Lo cual ha sucedido efectivamente, a lo largo de un proceso de creciente concentración de las colectividades humanas, en busca de unas relaciones de entendimiento sustitutivas del conflicto; en lo que es una evolución social de carácter marcadamente teleológico con un objetivo común: la paz universal trastocada en seguridad colectiva. De modo que si bien en los procesos físicos y biológicos, lo teleológico (la finalidad última que puede haber en la evolución) aún cabe discutirlo, en el caso del cambio social esa discusión carece por completo de sentido: la humanidad marcha indefectiblemente a su integración, en la necesidad ineluctable de convertirse en una organización global como responsabilidades cada vez mayores.

Ampliado el escenario del proceso de qué somos, con el orbe ya como espacio de referencia global, podremos comprobar que ha habido una sucesión de proyectos y esfuerzos en pos de una entidad para la paz y la armonía, sobre todo a raíz de la pérdida del concepto de «Res Publica Christiana», o «Christianitas», la Cristiandad en el siglo XVII. En otras palabras, hasta el Renacimiento, hubo en Europea una etnia católica regida desde Roma; a veces en fuerte tensión con el Sacro Imperio Romano Germánico, que llegó a un punto culminante con el Papa Gregorio XIII (promotor del calendario universal, el gregoriano, frente al juliano de la Roma clásica), ante quien el Emperador Enrique IV (1050-1106) hincó la rodilla en Canosa (1077); la residencia papal a donde viajó para reconocer el poder supremo del Sumo Pontífice.

Sin embargo, la Cristiandad como poder temporal con todas sus limitaciones, no podía continuar indefinidamente, pues el hecho de que el Papa representara la cabeza visible de la Cristiandad, no significaba que sus poderes no fueran puestos en duda una y otra vez, especialmente al nacer los grandes Estados nacionales. Entre otras cosas, el Sumo Pontífice, como soberano de los Estados Pontificios (que originariamente se concedieron al Papado por Carlomagno) participaba en guerras y otros conflictos como un monarca más y eso le haría perder su predicamento espiritual de carácter global. Así, el poder de Roma quedo muy disminuido en el siglo XVI con la reforma luterana en Alemania y todo el Norte de Europa, la separación del catolicismo de Enrique VIII con su Iglesia de Inglaterra, y la teocracia ginebrina de Calvino con su puritanismo emergente.

3. Hacia una política visión del mundo: Crucé y Sull

El final del orden político de la Cristiandad cabe fijarlo en las contiendas de religión y sobre todo la Guerra de los Treinta años, (1618-1648). Precisamente de la gravedad de ese conflicto, surgió la primera propuesta de un gobierno general de Europa, concebido por el presbítero francés y profesor de matemáticas coetáneo de Luis XIII (1601-1643), Emeric Crucé (1590-1648), autor del libro Nouveau Cynée (1623), en el que preconizó como garantía de la paz internacional el arbitraje, a través de una Asamblea Permanente, con sede en Venecia, que al propio tiempo aseguraría el libre tráfico económico. Y ¿por qué Cynée, en español Cineo? Porque ese fue el nombre —Kineas— del hombre de confianza de Pirro, rey del Epiro, que en el siglo III a. de J.C. intentó esta­blecer la concordia entre Roma y Epiro mediante negociaciones directas de paz con el Senado de Roma.

En cierto modo, como brillantemente se realzó en un texto de Voltaire, el contexto del proyecto de Crucé, era el de la Cristiandad ya declinante. Que tenía unos principios que acabarían perdiéndose:

las naciones europeas no hacen es­clavos a sus prisioneros, respetan a los embajadores de sus enemigos, se con­ciertan acerca de la preeminencia y algunos derechos de ciertos príncipes, como el emperador, los reyes y otros potentados menores, y se ponen de acuerdo sobre todo respecto de la sabia política de guardar entre sí, hasta donde cabe hacerlo, una balanza igual de poder, empleando sin cesar las negociaciones, incluso en medio de la guerra, y manteniendo cada una en las demás, emba­jadores o espías menos honorables que pueden poner sobre aviso a todas las cortes acerca de los designios de una sola, dar a la vez la alarma a Europa, y garantizar a los más débiles ante las invasiones que el más fuerte está siempre dispuesto a emprender”.

El proyecto de Crucé no prosperó y de la paz de la Guerra de los Treinta años con el Tratado de Westfalia, surgió la nueva situación post-cristiandad, que se patentizó en los Estados nacionales, pasándose así definitivamente de la Res Publica Christiana a la diversidad de las monarquía, en general absolutas; surgiendo entonces los principios en el nuevo Derecho de Gentes, el Derecho Internacional, a partir del ya mencionado Hugo Grocio, y del que fue precedente la Escuela de Salamanca de Vitoria y Suárez (espléndidamente inmor­talizada esta última por Sert en los frescos del Palacio de la Sociedad de las Naciones, hoy de la ONU, en Ginebra).

Tras la guerra de los treinta años surgió otro enfoque de paz universal debido a, Maximilian de Béthune, conocido general­mente como Duque de Sully (1560-1641); inteligente y hábil ministro de Hacienda de Enrique IV de Francia, autor (hacia 1638) de unas Memorias de las sabias y reales economías de Estado de Enrique el Grande. En las que propuso —atribuyendo la autoría a su propio rey— el proyecto de constituir una República Europea; a integrar por quince Estados, con un «Muy Cristiano Consejo» común como órgano de gobierno. En principio, el proyecto de Sully se concibió como un frente solidario ante el peligro turco, pero más que un pro­pósito realmente integrador, entrañaba toda una maniobra contra los Habsburgo de España y Austria.

4. Las propuestas de Penn, Abate Saint Pierre y Bentham

Vendrían después otras propuestas utópicas, entre ellas la del caballero inglés y cuáquero William Penn. En 1682, el Duque de York, futuro rey Jacobo II de Inglaterra, hizo entrega de un vasto territorio de los dominios británicos en América del Norte al ciudadano inglés y cuáquero practicante Mr. William Penn; con la finalidad de que parte de los miembros de su secta abandonaran la metrópoli a fin de establecerse al otro lado del Atlántico. La aversión a esa confesión religiosa por la Corte de Londres provenía de que eran estrictos seguidores del Nuevo Testamento, se negaban a jurar ante nadie, a servir en el ejército, o a pagar diezmos eclesiásticos. Por añadidura, convencidos de la igualdad de los seres humanos, llamaban a todo el mundo de tú y no se quitaban el sombrero ni siquiera ante el rey.

William Penn —Cesar Vidal lo ha relatado muy bien en sus evocaiones históricas en el diario La Razón— aceptó la cesión del Duque de York, y al llegar al Nuevo Continente, estableció contacto con los indios Lepanes, a los que consideraba legítimos propietarios del área adjudicada. Así que en un acto sin precedentes, les pagó por su ocupación, y la nueva colonia recibió el nombre de Sylvania (tierra de bosques); aunque el rey Jacobo II la identificó como Pennsilvania, en honor de Penn.

La capital del territorio pasó a llamarse Filadelfia, «amor fraternal» en griego, y al tiempo denominación de la única iglesia fiel en el Apocalipsis (o Revelación para los ingleses) que se supone reencarnaban los cuáqueros. Gran organizador y, a la vez, avanzado para su tiempo, Penn rehusó que la colonia fuera gobernada por un consejo de notables y, en su lugar, estableció una asamblea elegida democráticamente que se comprometió a no utilizar la violencia en las relaciones internacionales, aceptar la libertad de religión, y excluir la esclavitud. Penn propugnó la unión de las Trece Colonias en la costa Este atlántica (Pensilvania fue una de ellas), inglesas en lo que hubiera sido un antecedente directo de los Estados Unidos.

Previamente a su gran aventura americana —y lo que hemos comentado ya es bastante congruente con su propuesta—, Penn dio a la luz su propuesta en 1663, un Ensayo para la paz presente y futura de Europa; en el que planteó un proyecto de corte todavía muy actual en algunas de sus aspiraciones. Concretamente, propuso la constitución de una Dieta o Parlamento, formado por los representantes de los Estados europeos, que podría decidir por mayoría de tres cuartos, siendo sus resoluciones inmediatamente ejecutables merced a una fuerza armada propia.

Con ocasión de una nueva devastadora guerra europea, esta vez la de Sucesión Española (1701-1714), surgió otra iniciativa de concordia y organización supraestatal, esta vez ya de indudable incidencia. La debida al célebre Abate Saint Pierre, quien, por el tiempo del complejo sistema de convenios conocidos como por Paz de Utrecht (1712-1714), publicó su Projet de traite pour rendre la paix perpétuelle entre les souverains chrétiens. Debiendo aclararse que la preocupación internacionalista del abate tenía su origen en el hecho de que fue secretario del Señor de Polignac, el plenipotenciario francés en Utrecht (1713), cuando Francia llegó a la cima de su poder con Luis XIV (que logró situar a su nieto Felipe de Anjou como Rey de España).

Las ideas del Abate Saint Pierre incidieron en Montesquieu y Rousseau, dos ilustrados de gran porte, y se difundieron ampliamente a través de numerosas ediciones del Projet, cuyo núcleo central era la idea de crear una Liga de las Naciones, teniendo en cuenta la nueva constelación europea que surgió de la Guerra de Sucesión Española, que ya duraba trece años. Con la novedad de que en su conglomerado, el Aba­te admitió, la presencia del hasta entonces relegado zar de Rusia, en la Société permanente de l’Europe; que había de suponer, según el Abate, la fijación obligatoria e invariable de las fronteras para todos los tiempos, así como la concentra­ción en la Liga de lo que hoy llamamos política económica.

El libro de Saint Pierre produjo sensación en la Europa de la primera Ilustración, pero Gottfried Leibniz, el filósofo alemán, a quien el au­tor se lo envió personalmente, se refirió al Projet de forma violenta y despiadada, recordando la inscripción que había sobre las puertas de muchos cementerios: “La paz perpetua”. Subrayando que sólo los muertos no se combaten entre sí, siendo los vivientes de otros muy diferentes sentimien­tos, sin que los más poderosos concedieran el me­nor respeto a las sentencias de los tribunales; todo muy en la línea de Hobbes en el Leviatan, en la idea del homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre).

La crítica de Leibniz caracterizaba el modo de sentir de los gobiernos de la época, en los que en el Tratado Regulativo de Utrecht preconizó algunos elementos de la convivencia europea, pero sólo mientras Inglaterra y Francia se mantuvieran en equilibrio. Puesto que las dos potencias podían obligar a los Estados medianos y pequeños a aceptar su voluntad, evitando así nuevos conflictos, o por lo menos reduciendo las posibilidades de complicación de los que surgieron. Nació de ese modo una primera aproximación a la teoría del equilibrio de poderes, que luego sería el hilo conductor de una cierta diplomacia internacional desde Metternich a Kissinger.

Pero el equilibrio de poderes de Utrecht se rompió con la guerra de los Siete Años (1756-1763), tras la cual Francia fue desplazada como Imperio mundial por Inglaterra, que se hizo con las prometedoras posesiones galas en Canadá y la India. En ese sentido, muy seguros de su poderío, los ingleses no formularon ningún proyecto de paz universal, al tener su propio designio, el dominio mundial, el Imperio y la Pax Britannica. Que sin embargo, tampoco iba a ser universal, pues en 1776, las Trece Colonias de América del Norte, se levantaron contra el dominio inglés para convertirse en los EE.UU. de América.

Fue entonces, ya con EE.UU. como entidad independiente, cuando surgió otra propuesta de gobierno mundial, la que en 1789 presentó el filósofo y economista Jeremy Bentham, bajo el programático título de Plan para una paz universal y perpetua. Sin embargo sólo se hizo público en 1839, en un texto en el cual Bentham se pronunció a favor de una vía altamente ori­ginal: la presión de la opinión pública, que bastaría para formar un Parlamento deliberante sobre los problemas de interés común, con la función de emitir puntos de vista comunes sobre las cuestiones de mayor interés, en la idea de que luego sería la opi­nión pública la que propiciaría la materialización de las aspira­ciones predominantes.

En resumen, en el segundo capítulo de nuestra serie estival, hemos visto los primeros proyectos de configuración de una paz universal, que estamos ya en condiciones de entrar en la más importante de esas iniciativas, que veremos el próximo jueves, debido al gran Immanuel Kant. Y como siempre, a disposición de los lectores de República.com en castecien@bitmailer.net.

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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