(Publicado en La Vanguardia-Reggio´s, aquí)
Aquel lejano 2 de mayo de 1879, poco imaginaban los veinticinco fundadores -tipógrafos y médicos en su mayoría- del Partido Socialista Obrero Español que esta fuerza política protagonizaría la vida pública española en democracia. Durante la II República, el Partido Socialista fue el eje del Frente Popular, es decir, de la coalición de los partidos republicanos -de Azaña y Martínez Barrio- con los partidos obreros -socialista y comunista-, que ganó las elecciones de febrero de 1936; porque, si bien la propaganda comunista difundió la idea de que el Frente Popular fue obra suya, lo cierto es que sus raíces se hallan en la colaboración de Azaña con Prieto desde 1934. Pero también es verdad que, aquellos años, la fractura entre Largo Caballero y Prieto, con la marginación de Besteiro, fue muy grave, hasta el punto de que Madariaga escribió que “la circunstancia que hizo inevitable la guerra civil en España fue la guerra civil dentro del Partido Socialista”.
“Divididos habían entrado los socialistas en la guerra -escribe Santos Juliá- y rotos salían de ella para enfrentarse a la represión y al exilio”. Pero, dicho sea en honor suyo, no todos “salieron”. Besteiro optó por quedarse “con los que no podían salvarse”, fue detenido, juzgado, condenado a reclusión mayor, y murió poco después en la cárcel.
Por su parte, los que “salieron” preservaron -casi hibernado- el partido, hasta que unos jóvenes de “dentro” lo refaccionaron con el apoyo y los recursos de los socialistas europeos, en especial los alemanes. Este fue el partido que, bajo el potente liderazgo de Felipe González -aún carismático- y estando al cuidado del régimen interno Alfonso Guerra -hoy difuminado-, logró la apabullante victoria de 1982 que abrió paso al largo periodo -en dos etapas- que ha permitido a los socialistas dar a España -usando una expresión de Guerra- “una pasada por la izquierda”.
Hoy, cuando este periodo parece agotado, procede ensayar una primera valoración de lo que ha supuesto esta “pasada”. Deben consignarse de entrada, en su activo, su participación en los pactos de la Moncloa y en la conformación del consenso constitucional, así como el hecho de haber accedido democráticamente al poder como herederos y continuadores de quienes perdieron la Guerra Civil, culminando así el proceso de la Transición. Son también partidas esenciales de su balance la universalización de la sanidad y de la enseñanza, y la ampliación y profundización de los derechos individuales, sin que pueda echarse en el olvido la reconversión industrial de los años 80. Y debe recogerse, por último, su decisiva aportación para “poner” a España en el mundo, mejorando así su imagen internacional.
Por lo que se refiere a su pasivo, hay que destacar dos defectos de actitud y un error. El primer defecto es de raíz: “Montesquieu ha muerto” -dijo muy pronto Alfonso Guerra-, de lo que se desprende la fuerte tendencia a instrumentalizar las instituciones -Constitucional, CGPJ…-, y a relativizar la obligación de cumplir la ley, lo que es típico de las dictaduras -que acostumbran incumplir sus propias leyes-, pero es impropio de las democracias, pues un Estado de derecho no es, en última instancia, más que un espacio en el que -como decía Tucídides- “se puede labrar sin llevar la espada al cinto”, es decir, un ámbito en el que se cumple la ley. El segundo defecto es un sectarismo maniqueo, que ha buscado siempre la afirmación propia mediante la descalificación absoluta del adversario, al que se convierte en enemigo que batir. Ambos defectos surgen quizá de un rasgo muy característico de la izquierda española -explicable por su atormentada historia pero gravemente nocivo-, que consiste en su apelación excesiva a una pretendida superioridad ética autootorgada. Y el error -garrafal, cometido a lo largo de la última legislatura de Zapatero- ha sido mentir sobre la crisis: primero negando su existencia, luego minimizándola con la constante invocación de inmediatas e ilusorias mejoras, hasta que se ha impuesto la inexorable tozudez de los hechos, que han obligado a hacer lo contrario de lo que hasta entonces se venía defendiendo.
No parece que las perspectivas electorales del PSOE sean halagüeñas. Lo que le aconsejaría, en una reflexión prudente, es no enfocar la campaña a la búsqueda desesperada de un voto imposible mediante propuestas de una radicalización impostada. Debería, por contra, mirar a medio plazo y presentarse al electorado, no como una religión con ínfulas redentoras de un mal atávico encarnado en la derecha, ni como el defensor cruzado de un Estado de bienestar que nadie en su sano juicio piensa hoy en desguazar, sino como la formación política capaz de asumir la representación política de los no instalados -y de los que ven cuartearse su instalación-, así como de repensar la gestión del espacio público en términos de sostenibilidad y eficiencia.
Juan José López Burniol. Licenciado en Derecho por la Universidad de Navarra. Es notario desde 1971. Ha sido decano del Colegio de Notarios de Cataluña y vicepresidente del “Consejo General del Notariado” de España.