ANA BELLO MORALES |(Publicado en La Verdad, aquí)
El nuevo panorama mundial que se vincula de manera cada vez más estrecha con la globalización de los mercados, la crisis del Estado de bienestar, la formación de bloques político-económicos, los avances tecnológicos y la noción de pensamiento único, se materializa a través de condicionamientos asimétricos en la vida de las personas.
La prolongación del proyecto de acumulación de capital y la comercialización irrestricta de la economía, rúbrica de la actual concepción de desarrollo, lleva consigo, no sólo la reproducción de una forma particular y limitada de creación de la riqueza sino, además, la expansión simultánea de privaciones y desigualdades.
Lo anterior reitera que el desarrollo, concebido como progreso indefinido, se ha malogrado o, por lo menos, ha mostrado enormes fallas. Entre ellas la pobreza sin lugar a dudas, puede considerarse como la más aguda de todas estas desigualdades sociales.
Existe una marcada polarización en la creación y distribución de la riqueza a escala mundial, que se evidencia en una vertiginosa evolución de las desigualdades en el interior de los países y un aumento sustancial e insostenido de la pobreza y la miseria a nivel mundial. Este flagelo ha degradado la vida humana durante siglos. No obstante, uno de los aspectos más significativos de los últimos tiempos, ha sido su infatigable aumento. Esta situación persiste a pesar de que las condiciones de vida han mejorado más en el último siglo que en todo el resto de la historia de la humanidad; la riqueza mundial, los contactos internacionales y la capacidad tecnológica son ahora mayores que nunca, pero la distribución de esas mejoras ha sido extraordinariamente desigual. Tal vez por ello, lo más impactante e incoherente si cabe, no sean las cifras, sino la presencia de dichas asimetrías en un mundo atiborrado de recursos.
En este sentido, la evidencia empírica confirma que efectivamente la pobreza perjudica a la gran mayoría de personas en el mundo, mientras que un porcentaje ínfimo goza de condiciones de vida extraordinarias. Según el informe dado a conocer por el Banco Mundial, correspondiente al año 2000-2001 «en un momento de riqueza sin precedentes para muchos países», la brecha entre los 20 países más ricos y los 20 países más pobres se ha multiplicado por dos en los últimos 40 años, siendo la proporción 37 a 1 entre unos y otros.
Aproximadamente una década más tarde el informe análogo sobre el Desarrollo del Banco Mundial 2009, no arroja mejores resultados. En él se muestra que la actividad económica se concentra a medida que las regiones prosperan. La mitad de la producción mundial se da en menos del 5% de la superficie terrestre, es decir, en una extensión más reducida que la de Argelia. Tokio, la ciudad más grande del mundo, está habitada por 35 millones de personas -el 25% de la población de Japón- pero ocupa tan sólo el 4% de la superficie terrestre de ese país. El Cairo produce más de la mitad del PIB de Egipto en apenas el 0,5% de la extensión territorial de ese país. Los tres estados del centro y sur de Brasil abarcan el 15% de la superficie terrestre de ese territorio, pero son la fuente de más de la mitad de la producción nacional. América del Norte, la Unión Europea y Japón -cuya población no llega a 1.000 millones de personas- generan alrededor de dos tercios de la producción del mundo.
Todo lo anterior, es apenas una pequeña muestra del despropósito de un sistema que en su afán de acumulación ilimitada de riqueza, genera perversas inequidades hasta el punto de que las situaciones de desigualdad social resultantes representen un atentado contra la humanidad, no sólo porque existen recursos suficientes para satisfacer las necesidades de todos los seres humanos, sino porque además quienes tienen mejores condiciones de vida se muestran en las estadísticas como un dato anecdótico frente a la gran mayoría que padece la injusticia social de este absurdo sistema. De aquí que todo ello se encierre dentro de una estructura que promueve la explotación sistemática como mecanismo para mantener el sistema capitalista. Una estructura violenta, que se basa en la construcción social de las diferencias para poder justificar las atrocidades de dicho sistema.
Frente a evidentes y desproporcionados desatinos, me viene a la cabeza una frase de José Saramago "Siempre acabamos llegando a donde nos esperan". En estos términos, sólo cabe preguntarse ¿Qué nos espera si seguimos promoviendo indiscriminadamente un sistema que atenta contra la dignidad de la mayoría de los seres humanos?