Rodrigo Tena Arregui (Publicado en ¿Hay Derecho?, aquí)
Mediante sentencia de 9 de febrero el TS ha condenado al juez Garzón por un delito de prevaricación a once años de inhabilitación para el cargo de juez o magistrado, lo que supone en la práctica su expulsión definitiva de la carrera.
No voy a entrar a comentar el trasfondo del caso, es decir, si desde un punto de vista de política legislativa está justificado intervenir las conversaciones de los imputados con sus abogados, porque ese tema lo ha tratado magníficamente Isaac Ibáñez en el post anterior. Creo que basta decir que en un Estado de Derecho digno de tal nombre esas cosas no se hacen, por lo que me resulta bastante sorprendente que algunos medios supuestamente progresistas pretendan justificarlo sobre la base de que los imputados eran unos corruptos… ¡Caramba!, aunque fueran unos asesinos, porque precisamente sólo sabemos que son corruptos y asesinos si han tenido la posibilidad de defenderse con todas las garantías. En eso consiste un Estado de Derecho, no sólo en que llamen a las cinco y sea el lechero, sino que si te procesan tengas más oportunidades de defenderte que las que tuvo Josef K.
Pero eso no es lo interesante de la sentencia, que, por cierto, pueden ustedes consultar de manera íntegra aquí. Lo interesante son los argumentos utilizados por el TS para condenar a Garzón. Para examinarlos es imprescindible que el lector comience leyendo estos dos artículos. El primero es el artículo 51,2 de la Ley General Penitenciaria, que dice lo siguiente:
“2. Las comunicaciones de los internos con el abogado defensor o con el abogado expresamente llamado en relación con asuntos penales y con los procuradores que lo representen, se celebrarán en departamentos apropiados y no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo.”
El segundo es el 446 del Código Penal, que afirma:
“El Juez o Magistrado que, a sabiendas, dictare sentencia o resolución injusta será castigado: (…) Con la pena de multa de doce a veinticuatro meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de diez a veinte años, cuando dictara cualquier otra sentencia o resolución injustas.”
A partir de aquí es necesario recordar brevemente los hechos. En el ámbito de instrucción del caso Gürtel, el juez Garzón dicta un auto de fecha 19 de febrero de 2009 en el que, al amparo del art. 51,2 dela LGP, y en previsión de que los letrados pudieran estar también implicados en la trama, ordena la intervención de las conversaciones de los tres imputados que están en prisión con sus abogados. Fundamenta la decisión en una interpretación del artículo citado que, según el juez, habilitaría para intervenir las conversaciones de los presos en dos supuestos: en los delitos de terrorismo sin intervención judicial y en los demás casos con ella. Es decir, que el inciso final del art. 51 establece requisitos alternativos, no cumulativos. Porque si fueran cumulativos estaría vetada esa intervención, evidentemente, ni con autorización judicial, pues
Correa puede ser un golfo pero no un terrorista. Además, hay que añadir que esa orden se dio por el juez en los términos más amplios, ordenando la intervención de las conversaciones con cualesquiera letrados, presentes y futuros, sean sospechosos de estar implicados en la trama o no.
Dado que la orden era temporal, los funcionarios policiales solicitan en marzo una prórroga. Se pide informe al respecto al fiscal y éste no se opone a la prórroga de la intervención de las comunicaciones de los imputados con carácter general, pero siempre que se excluyan las comunicaciones con los letrados que representan a cada uno de los imputados. De ahí, por tanto, que sorprenda un poco lo que se lee en algunos medios sobre que la actuación de Garzón estaba avalada por el fiscal, porque quien se tome la molestia de leer los 70 folios de la sentencia (tampoco tantos) comprobará que no es exactamente así. Pese a este informe, el 20 de marzo el juez dicta otro auto en el que prorroga la orden de intervención en los mismos términos que la anterior.
A continuación la sentencia pasa a examinar en qué consiste el delito de prevaricación tipificado en el artículo 446. Nos indica que tiene un elemento objetivo y otro subjetivo. El objetivo es la injusticia de la decisión que debe entenderse como un apartamiento radical del Derecho aplicable, de tal manera que la decisión enjuiciada no pueda ampararse por ninguna interpretación mínimamente razonable de la norma. En un Estado de Derecho la justicia de las decisiones –lógicamente- tiene que valorarse de manera objetiva, en función del Ordenamiento vigente, de las reglas de convivencia impuestas por el legislador. Lo contrario sería convertir a
cualquier juez en oráculo de la “justicia”, pervirtiendo la separación de poderes y las reglas del Estado de Derecho. Por otra parte, debe concurrir también un elemento subjetivo que excluya de la tipicidad los casos de error, porque, si no, todos los juristas que somos funcionarios estaríamos en la cárcel (a ver quién es el guapo no ha metido nunca la pata de manera manifiesta). Es decir, es imprescindible que, como dice el tipo, ese apartamiento radical se produzca “a sabiendas”, con plena conciencia de que lo que se está decidiendo no está amparado por la norma.
Acto seguido la sentencia entra a calificar si los hechos enjuiciados están incursos en el tipo. Es preciso examinar en primer lugar si concurre el elemento objetivo, ese apartamiento radical de la norma no amparada por ninguna interpretación razonable, y lo cierto es que aquí nos llevamos una pequeña sorpresa, porque resulta que el mismísimo Tribunal Constitucional, en la STC73/1983, interpreta el inciso final del art. 51,2 de la LGP, ¡exactamente de la misma forma en que lo hace Garzón!, de manera alternativa y no cumulativa. Parecería que el caso se acaba aquí, pero hay que seguir leyendo, porque la sentencia del Supremo nos dice inmediatamente que se trataba de un mero obiter dictum, rectificado por el TC a partir dela STC 183/1994, y que desde ese momento el TS sigue fielmente la nueva doctrina constitucional en sus sentencias 245/1995 y 538/1997.
Aquí está gran parte del meollo de la cuestión. Tanto la segunda sentencia del TC como las del TS son muy claras. La interpretación, razonada y contundente, está apoyada en una detallada
argumentación de tipo teleológico y sistemático. Nadie puede dudar de que esa es hoy día la doctrina sancionada por los dos tribunales superiores de nuestro sistema judicial. Pero, ¿es suficiente para condenar penalmente por prevaricación? Recordemos que no estamos hablando de abrir expediente disciplinario a un juez, hablamos de echarle de la carrera.
Hace unos días tuve el privilegio de asistir a una magnifica conferencia del catedrático de Derecho Penal de la Pompeu Fabra y colaborador de nuestra revista, Jesús Silva, en la Academia de Legislación y Jurisprudencia. Comentando el tipo penal de defraudación fiscal, reflexionaba sobre el alcance de la interpretación literal de las normas y sobre el uso ordinario de las palabras (en ese caso de la palabra “defraudar”), concluyendo que para condenar pudieran no ser suficientes si la conducta enjuiciada no pasaba también el filtro de la interpretación sistemática y teleológica de la norma. Para condenar quizá no, por el principio de intervención mínima del Derecho Penal, entre otros muchos, pero, ¿y para absolver? Porque lo que está claro es que la interpretación literal de la norma debatida puede amparar la decisión de Garzón. De hecho, si el legislador hubiera querido expresar de manera clara su carácter cumulativo, lo podría haber hecho mucho mejor: “…no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo en los supuestos de terrorismo previa obtención de la correspondiente orden judicial” u otras mil redacciones parecidas. Recordemos que esa interpretación literal de carácter alternativo llegó a ser defendida por el propio TC, y esa doctrina (aunque fuese obiter dictum) estuvo en vigor once años.
Pero pasemos ahora al elemento subjetivo, porque, además, uno y otro no se pueden enjuiciar de manera separada, como vamos a ver inmediatamente. ¿Tenía Garzón pleno conocimiento de que
estaba actuando al margen del Derecho? Para el TS tal conocimiento es evidente, dado la manifiesta falta de fundamento de su interpretación del artículo 51. Pero lo cierto es que no podemos dejar de apreciar en esta argumentación cierto carácter circular: puesto que la decisión no se sostiene en ninguna interpretación razonable, hay que concluir que el juez no tenía más remedio que conocer su falta de racionalidad. Es más, en un momento dado incurre en una cierta vulneración de la presunción de inocencia y del principio probatorio, cuando afirma que no cabe apreciar la existencia de ningún error, pese a lo alegado por la defensa, porque sería “preciso acreditarlo mediante la prueba de los elementos que permitan establecer que su creencia era mínimamente razonable, es decir, que tenía suficiente consistencia para inducirle a error. En este caso, nada de esto se ha acreditado….”. Es decir, que si al decidir en contra del Derecho se alega error, es el defensor el que debe probar ese error, por cuanto la divergencia del Derecho lleva implícita una presunción de concurrencia del elemento subjetivo: la intención. Sin embargo, al igual que es lógico, hasta cierto punto, que el elemento objetivo del tipo arrastre el subjetivo, esa derivación también puede favorecer al reo, pues cuando el elemento objetivo suscita dudas, también las debe suscitar el subjetivo. Máxime cuando el TS no encuentra aquí argumentos especialmente convincentes al margen de la calificación objetiva. Es conclusión, si el elemento objetivo es apabullante la derivación subjetiva puede ser razonable, pero en otro caso no.
Termino ya. Por mi parte, la conclusión que saco de la lectura de esta sentencia es muy simple. El TS estaba harto, no sólo del divismo del juez y de su idea de la judicatura como una patente de
corso para desplegar su muy particular concepción de la justicia, sino de su chapucería y torpeza a la hora de instruir, lo que normalmente es una consecuencia necesaria de lo anterior. Un dato clave que resulta interesante destacar es que, pese a lo que demagógicamente piensan muchos de los defensores progresistas de Garzón, el juez ha hecho un extraordinario favor a la trama corrupta de Gürtel e, indirectamente, al PP. Porque independientemente de que se le condenases o no por prevaricación, el tremendo error de ordenar la intervención de las comunicaciones de los presuntos corruptos con sus abogados ha complicado enormemente la posibilidad de condenarlos. La instrucción está contaminada, al vulnerarse el derecho de defensa, y los abogados no van a dejar pasar la oportunidad de aprovechar lo que tan torpemente se les ha brindado.
Lo que resulta verdaderamente sorprendente, y esta en la conclusión final, es que para meter en vereda a un juez en este país haya que condenarle por prevaricación, aunque sea con argumentos tan apurados como los de esta sentencia, y que no existan mecanismos más proporcionados para disciplinar el desempeño de la función. Pero eso ya lo sabíamos, ¿verdad?