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Patrimonio de la Humanidad (por Rafael Sánchez Ferlosio)

Publicada el agosto 5, 2012 por admin6567
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Los defensores de la alta culturalidad de la Fiesta Nacional sobreentienden inconscientemente que la cultura es buena por definición, cuando es, desde siempre, un instrumento de control social o políticosocial

Rafael Sánchez Ferlosio (Publicado en El País, aquí)

EVA VÁZQUEZ

Los antitaurinos catalanes se niegan a aceptar que las corridas de toros sean
consideradas como cultura por el sufrimiento que infligen a un animal. No tiene
precedente el criterio de esgrimir un juicio de valor moral para decidir de la
pertenencia de una cosa a la “cultura”. El equívoco nace de esa actitud, tan del
PSOE de González, de privilegiar la Cultura como cosa excelsamente
democrática, y así se ha popularizado la manía de estar viendo cultura por todas
partes, con nuevas y baratas invenciones; y a la mera palabra “cultura” se le
cuelga impropiamente una connotación valorativa de cosa honesta y
respetable.

Tengo entendido que los primeros escandalizados ante la crueldad de las
corridas de toros no fueron ni los catalanes ni los castellanos sino los
ingleses, y no por la gente y la muerte del toro sino por las de los caballos.
No hay ni que decir lo que para un inglés es un caballo. En el entresiglo XIX-XX
los ingleses tenían buenas razones para venir a España, tal vez aún poco
turísticas, pero sí industriales y mineras: sobresalen al norte la producción de
hierro y al sur las minas de cobre de Río Tinto. En el invierno de 1956 tuve la
suerte de pasar 10 días en el precioso Hotel Victoria, de Ronda, todavía en su
forma prístina —victoriana, como su nombre indica—, y no en la detestable
remodelación posterior. Seguramente construido para los ingleses que
frecuentaban Gibraltar, fue a situarse precisamente en Ronda, con su famoso
“Tajo”, un verdinegro abismo vertical que la divide en dos, aunque con tres
puentes, el más alto de ellos, en la cota superior de la ciudad. Pero Ronda era
además una antigua y célebre ciudad taurina, con la primera plaza levantada
sobre planos de arquitecto, muy arrimada al Tajo y con el propio Hotel Victoria
en sus proximidades. Lóbrega fama la de aquella plaza: a los caballos muertos
por el toro los sacaban hasta el borde del barranco y los precipitaban
vertiginosamente al fondo del abismo, cien metros más abajo, donde servían de
pasto a las aves carroñeras. ¡Virgen Santísima! ¡qué pesadilla de caballos
muertos para una dama inglesa hospedada en el Hotel Victoria!

Muy distintos motivos y circunstancias, y desde luego totalmente remotos a la
compasión, fueron los que removieron la “cuestión caballos” entre los taurinos
nacionales. Hubo una época, creo que fijada desde una ordenanza de 1846, en que
el ministerio obligaba al empresario de cualquier corrida ordinaria corriente de
seis toros a tener dispuestos en la cuadra hasta 40 caballos para la suerte de
varas; de modo que cada toro tenía asegurados seis caballos que matar, y todavía
quedaban cuatro por si alguno no se había saciado con su cupo.

El ‘ahí queda eso’ me parece el paradigma del
alma-hecha-gesto de la españolez

Ya se sabe que el remedio —aunque en parte no tan remedio— sobrevino en 1928,
bajo el gobierno, o dictadura, de don Miguel Primo de Rivera, pero no por
motivación pública, sino por un incidente personal desagradable: el contenido de
las tripas de un caballo despanzurrado por el toro saltó hasta la barrera y
salpicó a don Miguel, a una ilustre dama francesa que lo acompañaba y a algunos
otros espectadores. Fulminantemente el dictador ordenó a su ministro de
gobernación, Martínez Anido, que implantase la protección de los caballos de
picas mediante una gualdrapa embutida de lana o de crin, con una botonadura al
tresbolillo, estilo capitoné. El toro, desde luego, ya no mataba a los caballos,
y la orden dejó satisfechos a los empresarios; pero no así al público: desde los
graderíos de todas las plazas se levantó una protesta ensordecedora. Y es que en
aquellos años todavía el público iba a ver principalmente toros, mucho más que
toreros —aunque la suerte de matar tuviese ya algún predicamento: ¡el
Espartero!— y la suerte de varas, donde el toro mostraba su bravura y su poder,
era la más importante, de manera que el número de caballos muertos era casi el
sumando principal en el baremo de la calificación.

La cultura es desde siempre, congénitamente, un instrumento de control
social, o político-social cuando hace falta; por esta congénita función
gubernativa tiende siempre a conservar y perpetuar lo más gregario, lo más
enajenante, lo más homogeneizador. Hoy está muy cabalmente representada por ese
inmenso CERO que es el fútbol.

Los castellanos se han puesto a revindicar la alta culturalidad de la Fiesta
Nacional, sobreentendiendo implícita e inconscientemente que la cultura es buena
por definición, al ensalzar del modo más enfático las muchas y gloriosas
externalidades que se han desarrollado en torno suyo, en la poesía, en la
literatura, en las artes plásticas, pintura y escultura (¡Mariano Benlliure!) y
hasta en filosofía. Lo más ambicioso ha sido lo de doña Esperanza Aguirre: que
la corrida de toros sea declarada “Patrimonio de la Humanidad”, pero yo por mi
parte no puedo sustraerme de que la Alianza de las Civilizaciones entre España,
el Midí y no pocas naciones de Ultramar que tal cosa implicaría, más aún que
para enaltecer una muy castellana y española afición taurina, es para darles a
los catalanes una lección sobre Cultura.

Pero nada de esto hacía falta: el genuino e innegable carácter de “cultura”
se le reconoció a la corrida a mediados del siglo XX, cuando la populista
fórmula romana Panem et circenses se remedó para título de una zarzuela
Pan y toros. Este título identificaba en las corridas de toros una
función análoga ante el público a la que tenían en Roma los espectáculos
circenses: la ya citada función congénita de toda cultura, instrumento de
control político social.

Mi deseo de que los toros desaparezcan no es por
compasión, sino por vergüenza de los hombres

Justo es consignar, sin embargo, que hay apologetas castellanos como algo más
filosóficos o sofisticados, que o bien niegan el placer del sufrimiento o le dan
una connotación espiritual. Así, por ejemplo, Víctor Gómez Pin, en EL PAÍS del 5
de marzo de 2010, dice así: “Los taurinos afirman que su contemplación del
sacrificio del animal nada tiene que ver con una complacencia ante el
sufrimiento”; y echando mano de la concepción cristiana del sufrimiento como
“precio”, añade: “El sacrificio sería simplemente el precio por un rito de
marcado peso simbólico y artístico”. Una invención tan deliberada y
rebuscadamente cultural, que yo no diría “simplemente” sino
“complicadísimamente”. Por su parte, Fernando Savater, se deja de la poquedad
del sufrimiento, y se enfrenta directamente con “la muerte”, porque la gran
tradición estética y literaria de la muerte —con los inmensos servicios
prestados al congénito narcisismo de los poetas— eleva inmensamente la dignidad
del sacrificio taurino, y escribe así: “Sí, en el toreo está presente la muerte,
pero como aliada, como cómplice de la vida: la muerte hace de comparsa para que
la vida se afirme”. A algún lector zafio e iletrado podría aquí escapársele lo
de “Áteme usted esa mosca por el rabo”, pero lo cierto es que la elegante
antinomia de la descripción respira una poética nebulosidad de acento
vaporosamente zambraniano.

Pero en punto de apologías filosófico-taurinas, no fue sino Ortega el que
llegó a tocar las más altas cimas de las grandes paridas o máximas chorradas que
se conozcan en asunto-toros. El dicho, celebrado como uno de los más excelsos
ortegajos, tiene varias versiones, cito la que encuentro más explícita:
“No puede comprender la historia de España quien no haya construido, con
rigurosa construcción, la historia de las corridas de toros”.

El periodista Javier Ortíz —fallecido hace dos años—, colaborador del diario
Público recientemente suprimido, publicó en el número del 7 de abril de
2008 un artículo sobre las corridas de toros, pero, por una vez, no desde el
sufrimiento de los animales, sino directamente desde el comportamiento de los
hombres. Por lo pronto los exime de saña, al escribir: “los partidarios de la
tauromaquia afirman que ellos no disfrutan con el acoso, burla y muerte de los
animales. Y yo estoy convencido de que dicen la verdad”. Por lo demás, en el
instante en que la compasión obedeciese a un precepto moral imperativo se
aniquilaría. Certeramente habla Ortíz de abstracción del sufrimiento
como lo que permite a los toreros actuar y a los espectadores admirar. Pero ¿que
admiran? “Una constante exhibición y exaltación de actitudes y poses machistas”,
nos dice Ortíz. “Los lances y desplantes de los toreros responden a una estética
chulesca que no ignoro que hay quien admira (…) pero que se vincula de manera
chirriante a una concepción de la virilidad” La referencia a los “desplantes” me
parece central; el ahí queda eso me parece el paradigma del
alma-hecha-gesto de la españolez. Así la corrida de toros revela la inclinación
gestual del alma de los españoles, tantas veces gesteros en el café,
gesticulantes en la plaza. Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de
una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los
hombres.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

0 comentarios en “Patrimonio de la Humanidad (por Rafael Sánchez Ferlosio)”

  1. opciones digitales dice:
    agosto 24, 2012 a las 4:00 pm

    Yo soy contra las corridas del torros y contra el mal trato a los animales.
    Digo siempre que no todos los ser humanos tenemos que amar los animales, hay gente que no le gustan los animales, pero hay que respectar los animals y mucho menos no mal tratar trata los animales sont cobardes y pocas cosas.

    Responder

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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