El ex secretario general del PCE desempeñó un papel crucial en el tránsito pacífico a la democracia
Santiago Carrillo ha sido testigo y actor político destacado de casi un siglo
de la historia de España. Pero, además, su legado exige honrar a uno de los
grandes protagonistas del intenso periodo histórico que fue la Transición, un
tiempo que dio la medida de la necesidad de grandes políticos en el país en los
momentos de crisis más acuciantes. Sin la participación de Carrillo
probablemente habría sido imposible la operación encabezada por el Rey y Adolfo
Suárez para deshacer el nudo que Franco había dejado “atado y bien atado”, y que
se desató gracias a una sucesión de pasos tan audaces como meditados en los que
la posición de Carrillo fue decisiva. Ese legado ha permanecido, porque las
bases de la democracia fundada entonces han sobrevivido.
Desde su primer compromiso como jovencísimo revolucionario durante la II
República hasta la dimisión como secretario general del Partido Comunista de
España (PCE) en 1982, la biografía de Carrillo es la de un político a tiempo
completo que recorre la revolución fracasada de 1934, la Guerra Civil, un largo
exilio o la evolución del PCE desde el estalinismo al eurocomunismo. Dirigió al
Partido Comunista en la batalla contra Franco y dio forma a diversos organismos
con los que la oposición de la época, forzada a la clandestinidad, intentó
organizar y controlar la ruptura con la dictadura. Pero de toda esa sucesión de
hechos destaca la firmeza de las líneas mantenidas en los tiempos de exilio y
clandestinidad, su apuesta por la “reconciliación nacional” y la ruptura con el
franquismo a través del pacto entre la derecha moderada y las fuerzas de
oposición al régimen. Carrillo encontró ahí la oportunidad de rendir a España su
principal servicio, comprometiéndose en una negociación con Adolfo Suárez, el
presidente del Gobierno nombrado por el Rey, y con otras fuerzas políticas, que
hizo posible el tránsito pacífico de la dictadura hasta las primeras elecciones
democráticas y, a la postre, hacia la Constitución que ha regido la convivencia
entre los españoles desde 1978.
En ese tránsito no le importó sacrificar algunas señas de identidad de su
partido, reconocer a la Monarquía encarnada por don Juan Carlos —a quien
inicialmente había augurado un breve reinado— y moderar las palabras, los actos
y los gestos, sin exponer a la frágil democracia a los últimos coletazos de los
que trataban de impedir su nacimiento. Uno de ellos fue el conato de rebelión
militar que siguió a la valiente decisión de Adolfo Suárez de legalizar al
Partido Comunista el Sábado Santo de 1977, antes de las primeras elecciones.
Todo ello no le rindió los frutos políticos que esperaba: a la hora de las
primeras elecciones, Carrillo y el PCE sufrieron la decepción de comprobar que
el pueblo de izquierdas prefería al PSOE encarnado por el joven Felipe
González.
Más allá de las polémicas sobre sus actividades y responsabilidades durante
la Guerra Civil, y de su participación intensa en las luchas intestinas en el
PCE y en el seno del movimiento comunista internacional, Carrillo antepuso los
intereses del conjunto de los españoles a los de su propio partido en un momento
histórico crucial. No cabe olvidar tampoco su gallarda actitud ante los
golpistas de Antonio Tejero, el 23 de febrero de 1981, cuando se negó a obedecer
la orden de tirarse al suelo mientras aquellos disparaban en el hemiciclo del
Congreso. Todo un símbolo de un político irrepetible.