Jamás en la historia, Cataluña gozó del margen de autogobierno que disfruta ahora. Pero si hay que avanzar más, aváncese
Rafael Simancas Madrid (Publicado en El País, aquí)
La manifestación
del 11 de septiembre en las calles de Barcelona ha generalizado una
preocupación sobre la que algunos analistas políticos venían alertando desde
hace tiempo. La preocupación no está referida al libre ejercicio de expresión
popular que tuvo lugar en la tarde de la Diada. Lo que preocupa es el
sentimiento extendido de separatismo que se puso en evidencia durante aquel
acto. Los que allí se manifestaban, y eran muchos, “sentían” probablemente que a
los catalanes les iría mejor si rompían amarras con el resto de los
españoles.
Hay un reproche inicial que hacer, no a los que se manifestaron libremente,
sino a los responsables de dar cuerpo político a esa expresión. Merecen reproche
los que mostraron ese camino a la ciudadanía como estrategia espuria para tapar
sus faltas y para obtener rendimientos estratégicos o electorales. Y merecen
reproche también quienes vieron venir el problema y fueron incapaces de
reaccionar más allá del menosprecio o la frivolidad. Es decir, se equivocaron
los nacionalistas catalanes y se equivocó el Gobierno de Rajoy. Y
tantas equivocaciones van a costarnos caras.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hay quienes siempre optaron por la
independencia como conclusión de una reflexión honesta, pero nunca fueron
muchos. Buena parte de los que ahora han promovido, han impulsado o se han
apuntado a la corriente separatista lo han hecho para ofrecer a la sociedad
catalana un ‘pim-pam-pum’ sobre el que descargar las frustraciones que conlleva
la crisis. Los nacionalistas que gobiernan buscan desviar la atención respecto a
sus dificultades financieras y sus recortes. Los nacionalistas que no gobiernan
pretender agitar el viejo espantajo victimista para recoger votos en unos
eventuales comicios adelantados.
Además, con todo el respeto debido a la bandera independentista, da la
sensación de que algunos se apresuran a agitarla de manera oportuna como simple
estrategia de presión ante el Gobierno de España. Muchos podrán sospechar que el
nuevo fulgor independentista tiene algo que ver con el propósito de obtener
ventajas en la negociación pretendida para mejorar las finanzas de la
Generalidad catalana. Y esto no sería razonable. Primero, porque hace solo dos
años que el separatismo catalán celebró el vigente sistema de financiación como
“el mejor de la historia de Cataluña”. Y segundo, porque el camino de excitar
los sentimientos de agravio sabemos dónde comienza pero no dónde puede
terminar.
Rubalcaba y el PSC han interpelado bien al presidente Mas. Debe aclararnos a
todos cuál es el sentido de sus reivindicaciones. ¿Quiere un “pacto fiscal” para
mejorar las condiciones de la convivencia de Cataluña en España? ¿Quiere
directamente el divorcio? ¿O en realidad lo que quiere es amenazar con lo
segundo para obtener lo primero? El juego que se traen entre manos es muy
peligroso.
Lo paradójico, con todo, es que unos y otros, presionadores y presionados,
convergentes y populares, son firmes aliados, uña y carne, en las políticas de
austeridad suicida y de recortes sociales brutales que se votan en los dos
parlamentos: en el catalán y en el español. Solo 48 horas después de la ‘diada’,
el partido nacionalista catalán sumó sus votos a los del PP en el Congreso de
los Diputados para aprobar las condiciones anejas al rescate financiero. En la
bandera territorial hay distingos. En la bandera ideológica son iguales.
Catalanes y españoles en su conjunto necesitamos de los representantes
políticos en este contexto de grave crisis económica algo más de racionalidad y
algo menos de agitación emocional, con todo el respeto a los sentimientos
identitarios de cada cual, una vez más. Y la racionalidad apunta a diferenciar y
a no mezclar los problemas para hallarles solución.
El sistema de financiación vigente se negoció entre el Estado y el Gobierno
catalán en su momento, y se aprobó de mutuo acuerdo en el Consejo de Política
Fiscal. ¿Hay que revisarlo? Revísese, conforme a los principios constitucionales
y estatutarios, para asegurar el soporte financiero preciso en la prestación de
servicios públicos. Ahora bien, no nos hagamos trampas con supuestas balanzas
fiscales que conjugan datos parciales y que inducen a confusión porque, de
hecho, son las personas las que tributan y no los territorios.
¿Hay que revisar también el encaje institucional de Cataluña en España?
Hágase, aunque llevamos discutiendo de ello durante más de 30 años y, a pesar de
todos los avances objetivamente logrados, el nacionalismo catalán siempre
mantiene como estrategia una reserva de inconformismo permanente. Nuestro Estado
autonómico supera en reconocimiento identitario, en descentralización de
competencias y en autofinanciación a algunos de los Estados llamados
“federales”. Jamás en la historia, Cataluña gozó del margen de autogobierno que
disfruta ahora. Pero si hay que avanzar más, aváncese. Eso sí, en el marco de la
Constitución, que reconoce el derecho a la diferencia y a la autonomía, pero que
pone coto al privilegio y a la insolidaridad.
Hay contenidos para ese debate. El papel del Senado, por ejemplo, o el
funcionamiento mejorable de los consejos sectoriales y otros mecanismos de
coordinación entre administraciones. Y hay cauces para plantear estar
cuestiones, bilaterales y multilaterales, como la próxima Conferencia de
Presidentes.
Y si a pesar de toda la tarea anterior, se pretende mantener el debate sobre
la independencia, será legítimo, pero será tan anacrónico como equivocado. La
corriente de los tiempos empuja hacia la globalización de los retos y hacia la
integración de las respuestas institucionales. Cuando los mecanismos de la
economía se mundializan y los fenómenos sociales trascienden los Estados, los
planteamientos reduccionistas y autárquicos resultan absurdos. Mientras todos
los europeos adquirimos conciencia de que solo juntos podremos salir adelante,
tiene poco sentido que unos pocos de nosotros pretendan salvarse solos.
Tratemos este asunto, por tanto, con respeto y con racionalidad. Evítense las
interpretaciones de todos los problemas en clave de agravio nacional. Renúnciese
a los falsos argumentos del victimismo y “la culpa la tiene Madrid”. Antepóngase
la racionalidad del diálogo y el acuerdo sobre la agitación de las emociones.
Porque estos son tiempos de suma, y no de resta.
Rafael Simancas es secretario de Formación
del PSOE y portavoz del Grupo Socialista en la comisión de Fomento del Congreso.
Este texto ha sido publicado en su blog.