Un pacto de Estado es necesario si queremos afrontar las tres crisis que padecemos: la económica, la institucional de España y la de la construcción de Europa
Juan Luis Cebrián (Publicado en El País, aquí)
Las malas inteligencias entre Cataluña y el resto de España nacen, entre
otras causas, de una muy importante, que es la ignorancia.(Manuel
Azaña, discurso a los republicanos catalanes. 30 de agosto de 1934)
No es lo mismo que el poder emane del pueblo, que resida en el pueblo, y
aún menos —cosa imposible— que lo ejerza el pueblo. (Manuel Tuñón
de Lara, Historia y Realidad del Poder. Junio, 1967)
Alguna vez he contado un diálogo del que fui testigo hace décadas entre un
periodista y el banquero más relevante de la época. Invitados a cenar en casa
del financiero, fuimos obsequiados con un espléndido champán francés, en tiempos
en los que la clase media española celebraba los festejos con sidra achampañada,
pues ni siquiera se podía permitir hacerlo con cava catalán.
—Es muy bueno —reconoció el anfitrión—, aunque muy caro. Todo lo bueno es
caro —remachó—, y lo más caro de todo, tener independencia.
El periodista, un castellano viejo de porte austero y comedido, le
replicó.
—Te equivocas, amigo. La independencia es muy pobre.
Barata o cara, la independencia, en este caso de Cataluña, se ha adueñado del
debate político en los últimos días, desde que una enorme manifestación popular
la demandara y el propio presidente de la Generalitat se sumara al reclamo, aún
sin verbalizar el término. Pacto fiscal, Estado propio, autodeterminación… son
vocablos preferidos por los líderes catalanistas a la hora de pronunciarse en
torno al caso. Sin duda porque conocen de sobra que la independencia de los
países, en un mundo cada vez más globalizado e interdependiente, no es una
quimera sino una ensoñación, casi tan grande como la propia soberanía. Hoy en
día, lejos de ser independientes, los Estados nación, que padecen una pérdida
acelerada de sus poderes tradicionales, son cada vez más fiduciarios de
instancias foráneas o en todo caso de instituciones encargadas de administrar lo
que ha dado en llamarse la soberanía compartida.
En cualquier caso, el debate está ahí, y sería irresponsable mirar para otro
lado o minimizar el significado de las movilizaciones. Una vez despejada la
calle conviene saber de qué hablamos. Los sentimientos de la gente, por
mayoritarios que sean, no bastan para convertir sus deseos en realidad.
Necesitan ser vertebrados en un proyecto político y que este resulte viable, no
vaya a ser que la imposibilidad de obtener sus objetivos genere una frustración
mayor aún que la que justificó las manifestaciones. La actividad política
persigue orientar la dinámica del poder, y sobre el poder precisamente (el de
Cataluña y el de España, pero también el de Europa y el de las instituciones y
élites no políticas, que otrora se llamó fáctico) es sobre lo que el presidente
Mas tiene que articular sus demandas. No le suceda con la Diada lo que con la
primavera árabe. Que fue bonita mientras duró.
Todos los análisis indican que el éxito de la demostración del pasado día 11
se debe en gran medida a la habilidad que han tenido los líderes nacionalistas
para adjudicar la culpa de la crisis económica, y por ende sus dolorosas
consecuencias, al hecho de que el dinero que los industriosos catalanes pagan al
poder central no revierte en gran medida en la propia Cataluña y sirve en cambio
para financiar servicios sociales y de otro tipo en el resto de las regiones de
España. Esto es rigurosamente cierto, tanto en lo que se refiere a Cataluña como
a Baleares o Madrid, y es precisamente una de las razones fundamentales de la
existencia del estado mismo, encargado de redistribuir con criterios de equidad
los recursos de que dispone y de promover la convergencia entre las diferentes
autonomías y la igualdad entre los españoles. En la manifestación de la Diada se
oían quejas de algunos ciudadanos (muchos de ellos castellano parlantes) que
pedían a Madrid les devolviera “nuestro dinero”. Sometidos a la propaganda del
populismo rampante olvidaban que “su dinero” (el derivado de sus impuestos) no
es en realidad de ellos, sino de todos y la Hacienda pública está encargada de
administrarlo, conforme a las leyes y a los acuerdos suscritos con el gobierno
de la Generalitat. Por eso, si son de atender las reclamaciones que ésta hace
respecto a incumplimientos estatutarios, resulta inaceptable la suposición de
que es una injusticia que lo recaudado en un territorio sirva para promover el
desarrollo y atender las necesidades de los habitantes de otra parte del
Estado.
Para evitar lo que consideran un desequilibrio fiscal, Convergencia i Unió
viene haciendo campaña por un pacto fiscal consistente en que el Estado le
entregue a la Generalitat la Agencia Tributaria y la titularidad de los
impuestos. Los nacionalistas hacen esta sugerencia a sabiendas de que es
imposible que ningún gobierno de España la acepte, pero basándose en la
existencia del cupo vasco y navarro. Esta anomalía en el funcionamiento del
estado moderno es consecuencia de la devolución de los fueros y sobre ella han
llamado la atención en numerosas ocasiones las autoridades europeas. Sea como
sea, se trata de una excepción soportable debido al limitado peso del producto
interior bruto de dichas comunidades en el conjunto del país. La incorporación
del mismo sistema a Cataluña haría inviable el Estado mismo, por lo que ningún
ocupante de la Moncloa, cualquiera que sea su ideología, aceptará nunca
semejante propuesta, ni es pensable que pueda aprobarla en ningún caso el
Congreso de los Diputados. Por otra parte, reclamar la soberanía fiscal cuando
en toda Europa se oyen voces que solicitan compartirla con las autoridades de la
Unión parece un contrasentido.
De modo que la solicitud de ese pacto, a la que se sumaron en un principio
sectores del Partido Socialista de Cataluña, solo sirve para que la negativa a
concederlo se convierta a los ojos del nacionalismo en un nuevo agravio del
centro a la periferia. Todo ello no quiere decir que no asistan algunas bien
fundadas razones a quienes reclaman una mayor financiación para Cataluña, sobre
lo que deben negociar los responsables políticos a fin de buscar soluciones
consensuadas. Eso sería lo deseable, aunque lo más previsible, hoy por hoy, es
que los acontecimientos nos conduzcan a un temprano adelantamiento electoral en
cuya campaña el principal tema de debate sea la demanda de independencia que una
considerable parte de la población catalana apoya. A partir de ahí emerge la
reflexión sobre el poder político, determinante de las relaciones entre
colectivos con intereses divergentes y aún en conflicto. El historiador Tuñón de
Lara, en el libro arriba citado, recuerda que la máxima organización de ese
poder es el Estado. Añade que es más eficiente cuanto más consenso popular
recibe, pero en democracia se basa en el ejercicio de las leyes, que no excluye
la coacción física en la forma que estas determinen.
La voluntad de autonomía de los ciudadanos catalanes no es una impostación ni
un invento ideológico. Responde a una tradición que echa raíces en una cultura
multicentenaria y que, entre otras cosas, alumbró los primeros brotes
federalistas con Pi i Margall primero, y Prat de la Riba más tarde. Precisamente
este dirigente histórico de la Lliga ha sido citado por Artur Mas como principal
inspirador de su comportamiento, al alimón con Francesc Maciá, primer presidente
de la Generalitat que proclamó de forma unilateral el 14 de abril de 1931 la
“República catalana como Estado integrante de la Federación Ibérica”. El
gobierno provisional de la Segunda República Española se apresuró a cortar este
conato independentista y lo recondujo hacia la aprobación de un Estatuto de
Autonomía que suscitó entonces los recelos de los militares y de los portavoces
de la España profunda. Tres años más tarde, Lluis Companys, sucesor de Maciá en
el Palau Sant Jaume, viéndose casi arrollado por una insurrección popular de
izquierdas, volvió a proclamar “el Estado catalán dentro de la República federal
española”. Su gesta duró apenas unas horas pues el Ejército ocupó los edificios
oficiales de Barcelona, al tiempo que las autoridades de Madrid suspendían la
autonomía y encarcelaban a Companys y Azaña, que se encontraba en la capital
catalana en aquellas fechas. La anulación del Estatut duró dieciocho meses,
hasta la victoria electoral del Frente Popular.
El presidente Mas conoce mejor que nadie estos dos únicos precedentes de
declaraciones unilaterales de soberanía por parte de Cataluña y aunque en su
ambigüedad dialéctica se ha sumado a los entusiasmos populares (“freedom for
Catalunya”) ha tenido buen cuidado de no pronunciar la palabra maldita:
independencia. Esta ha sido tradicional patrimonio de la izquierda, frente a la
exigencia de la potente burguesía local, representada fundamentalmente por
Convergencia i Unió, de que se reconozca la singularidad nacional de Cataluña
dentro del Estado español. Es la visión particular de España y no la de la
propia Cata luña lo que ha distinguido históricamente al catalanismo. Pero esa
visión, a mi juicio imposible de vertebrar políticamente si no es en un estado
federal, no puede desconocer ingenuamente la profundidad de las raíces del
centralismo que ha impregnado la construcción de España desde la llegada de los
Borbones. Contemplado de esa forma, Cataluña no ha tenido ni tiene poder
político suficiente para separarse de España, y no lo hará. Lo que no significa
que no tenga ningún poder.
Hay dos maneras de enfrentarse a la crisis abierta, que puede empeorar si se
tiene en cuenta que durante este otoño van a celebrarse elecciones en las otras
dos autonomías históricas de España (País Vasco y Galicia). Una vía es la que
peligrosamente parece haber elegido el presidente de la Generalitat, e incluso
el hasta ahora “españolista” Durán i Lleida, envolviéndose en la cuatribarrada y
entregándose al fervor popular que su propio partido agita. Digo que es
peligroso porque, aunque eso les otorgue algún rédito electoral, amenaza con
despertar a la fiera del nacionalismo español, lo que tendría consecuencias no
deseables ni para el futuro de Cataluña ni para el de nuestro país en su
conjunto. Hay que reconocer en este punto la prudencia de Mariano Rajoy que,
manteniendo la dignidad del Estado en defensa de la Constitución, ha elegido
adoptar un perfil bajo que no irrite los ánimos. Pero con prudencia solo no va a
solucionarse esto. El gobierno central y las fuerzas políticas mayoritarias en
España no pueden seguir amparándose en una actitud defensiva, como si se
sintieran injustamente asediados por los pedigüeños catalanes. Tampoco los
representantes de estos contribuirán eficazmente a construir en España el estado
plurinacional que anhelan trocando el optimismo burgués por el victimismo
agraviado. Puede que el presidente Mas tenga razón cuando dice que hay una
fatiga mutua entre Cataluña y el resto de España. Conocedor del cansancio de su
tierra debería entonces estar más atento al del resto de los ciudadanos. No
resulte que a la postre el grito desgarrado de “adeu Espanya” con el
que Joan Maragall culminaba su famosa oda, se convierta en un populista e
indeseable “adeu Catalunya” con el que los perseguidores profesionales
del poder comiencen a arengar a las masas.
Más de tres décadas después de aprobada la Constitución habría que decirle al
Partido Socialista y al Partido Popular que esta puede y debe reformarse no solo
porque lo pida Merkel sino también cuando lo pidan los españoles. Y que un pacto
de Estado es necesario si queremos afrontar debidamente las tres crisis que
padecemos: la económica, la institucional de España y la de la construcción de
Europa. En ese pacto, que debe incluir a CDC y al PNV, la única propuesta
pensable que puede suscitar el consenso, y contribuir a resolver esa trinca de
problemas, es la de una España federal.
Dicho esto, la suposición que ha animado a tantos a manifestarse en la Diada,
en el sentido de que una Cataluña independiente sería más próspera, solo puede
salir de la mente calenturienta de aquellos economistas que creen que la
Economía es una ciencia dura y no una rama de la acción política. Si se
consumara una separación unilateral de España para Cataluña, supondría su
inmediata ausencia de la Europa unida, la apertura de largas y tediosas
negociaciones para su incorporación y el muy probable veto de no pocos países
centrales, incluido el nuestro. En definitiva, una decadencia galopante y
duradera de lo que serían el estado catalán y el español, dando así la razón al
protagonista de la anécdota que relataba al principio: la independencia, lejos
de ser cara o barata, empujaría a toda la Península hacia la condición de la
pobreza.
Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y
de la Comisión Ejecutiva de PRISA.
Todos los discusiones sobre lo que pasa en Espana, con la crisis y la Catalunya que se siente separada del resto del pais en un modo.
Eso produce separacion entre los cuidadones y su pais.