No es de recibo que la mera presencia de los pensadores en el espacio público provoque su descalificación. En tiempos como estos, nadie debería permanecer callado respecto a los asuntos que a todos conciernen
Manuel Cruz (Publicado en El País, aquí)

EVA VÁZQUEZ
En principio, parece razonable suponer que alguien que no conociera los usos
y costumbres de la comunidad filosófica tendería a interpretar que la atribución
del rasgo de mediático a un miembro de la misma posee un carácter
meramente descriptivo. El término “mediático” nombraría, de acuerdo con esta
sencilla interpretación, a alguien que está presente con una cierta frecuencia
en el espacio público, sin que semejante presencia presupusiera ninguna
específica valoración ni del filósofo ni de su trabajo en los grandes medios de
comunicación de masas. En ese sentido habría habido filósofos mediáticos desde
que existen tales medios en sentido mínimamente propio (la notoriedad pública
que hubieran podido alcanzar otros pensadores del pasado debería ser pensada por
tanto bajo otras claves). Y aunque no haga tanto tiempo de dicha existencia, en
la relación ya podríamos incluir a figuras de la filosofía tan eminentes como
Bertrand Russell, Sartre, Foucault o Habermas.
Sin embargo, limitarse a esta interpretación implicaría obviar la existencia
de matices absolutamente pertinentes. Qué duda cabe que, en muchas ocasiones y
en determinados contextos, la consideración de mediático atribuida a un filósofo
acostumbra a deslizar una nada desdeñable carga valorativa. Me apresuro a
observar que el signo de la valoración varía según el contexto, pudiendo adoptar
tanto un carácter positivo como negativo. En Europa, pongamos por caso, es
frecuente la presencia de pensadores en los grandes medios de comunicación de
masas, estando lejos de ser considerada dicha presencia como un desdoro para
nadie. Así, los periódicos europeos más importantes suelen contar con su (o sus)
filósofos de plantilla cuyas opiniones, además de aparecer publicadas
con regularidad, son reclamadas siempre que se producen situaciones de
trascendencia colectiva. Ser mediático en tales contextos equivale a considerar
que el aludido influye de manera relevante en la opinión pública de la sociedad
en la que vive. No ocurre lo mismo en Estados Unidos o en muchos países de
América Latina, donde los pensadores (como los intelectuales en general) suelen
desarrollar su actividad confinados en el ámbito académico, siendo absolutamente
excepcionales los que alcanzan notoriedad entre el gran público.
Pero la diferente valoración de la condición mediática de un filósofo no
depende únicamente del país. Sin salir de las fronteras de uno cualquiera, puede
ocurrir que la referida valoración varíe radicalmente según el ambiente
profesional del que se trate. Así, resulta frecuente que en una sociedad en la
que, en términos generales, la aparición pública de los pensadores esté incluso
bien vista por los usuarios de los medios de comunicación, exista un círculo
—casi siempre el académico— que censura tal aparición.
¿En qué términos suele plantearse la censura? Un primer supuesto, más o menos
explícito, parece ser el de que el trabajo de simplificación, de clarificación,
inevitable en cualquier texto dirigido a un público amplio, comporta siempre un
empobrecimiento de su contenido. La tarea de adecuar las ideas del filósofo al
limitado instrumental conceptual del lector medio de, pongamos por caso, un
periódico se haría, según esto, al precio de eliminar las ideas más profundas o
las sugerencias discursivas de mayor calado. En parecida línea, esto es, en la
de escasa valoración de los consumidores habituales de los medios de
comunicación de masas, se encontraría el supuesto de que las cuestiones
susceptibles de ser planteadas en tales medios son de una naturaleza distinta a
las que suelen preocupar al filósofo, constituyendo una frivolidad insufrible,
cuando no una inaceptable degradación de la dignidad teórica que se le atribuye,
que aquél se avenga a abordar los asuntos que interesan al llamado gran público,
al que, por su condición de tal, se da por descontado que se encuentra en
permanente estado de intoxicación y embrutecimiento.
Qué duda cabe que ello es así en muchas ocasiones, y que los medios de
comunicación dedican gran cantidad de su espacio y de su tiempo a ocuparse en
cuestiones y temas que en otro momento se hubieran calificado, sin la menor duda
ni discrepancia, como alienantes. Pero dicha condición, conviene apresurarse a
señalarlo, proviene más del tratamiento al que se someten cuestiones y temas,
que de una especie de esencia irremediablemente alienante de los mismos.
Bastaría con recordar la forma, del todo reticente, en que era considerado el
fútbol en este país hace no muchas décadas (concretamente, hasta que Manuel
Vázquez Montalbán propuso interpretarlo como un elemento clave de lo que
denominaba la subcultura) y el modo, tan desprejuiciado y desenvuelto, en que
hoy se aborda incluso en los círculos más exquisitos y elitistas. Lo propio
podría decirse, por no alargar demasiado la lista de ejemplos, de la moda,
rescatada para el pensamiento por sociólogos y semióticos de variado pelaje en
la década de los sesenta. Se sigue de esta premisa la provisional (y parcial)
conclusión de que no cabe hablar de cuestiones y temas dignos de ser abordados
por el filósofo, frente a otros a los que bajo ningún concepto debería
aproximarse si desea evitar el riesgo de dejar de ser considerado como tal, sino
de formas de abordarlos que permiten leerlos, al trasluz de las categorías
adecuadas, como genuinos síntomas del propio tiempo.
Demasiados cargos, ciertamente, para la figura de ese filósofo que,
recurriendo a una imagen hoy en desuso, decide abandonar el confort de su
supuesta torre de marfil y descender a la calle, intentando poner sus
conocimientos y destrezas al servicio de lo que importa e interesa a la mayoría.
Que el filósofo mediático puede equivocarse, e incluso equivocarse severamente,
nadie lo duda. Pero lo que no es de recibo es que su mera presencia en el
espacio público constituya un elemento de descalificación, antes incluso de que
pueda haber abierto la boca. Con lo que regresemos a la inocente
consideración inicial, que se revela, a la vista de todo lo expuesto después,
como la más cargada de razón.
Al filósofo mediático se le ha de criticar —como, por lo demás, al más
fervorosamente académico— por lo que diga, no por el lugar en el que se instale.
Lo más insostenible de la pretensión de descalificar a alguien por el hecho de
que se prodigue en los medios de comunicación es que la lleva a cabo a base de
igualar y aplanar sobre los mismos prejuicios (los mencionados más arriba) a
filósofos absolutamente diferentes desde todos los puntos de vista. Por
añadidura, no deja de resultar chocante que en muchas ocasiones el reproche
displicente hacia todo lo que suene a mediático venga de parte de otros
filósofos que, por su parte, constantemente repiten tópicos como el de que el
filósofo no se debe encerrar en una práctica autocontemplativa, el de que la
filosofía tiene inscrita en su ADN una voluntad crítica insobornable y otros
lugares comunes análogos.
No hay, en ese sentido, reproche más perezoso y, por ello mismo, más inane
que el de mediático. Nada sustantivo señala, nada relevante observa, de nada
pertinente informa y, por ello mismo, nada de ningún orden entra a criticar.
Sorprende, pues, que tanto se reitere y, sobre todo, que tan ufanos se muestren
quienes formulan tamaña vaciedad. Si aceptamos, como suele hacerse, que en el
mundo actual la nueva agora son los medios de comunicación de masas, el filósofo
que tuviera la menor sensibilidad en cuanto ciudadano se debería sentir obligado
a dejar oír su voz ahí. No porque la suya resulte particularmente imprescindible
sino porque, de manera destacada en momentos como los que nos está tocando
vivir, nadie debería permanecer callado respecto a los asuntos que a todos
conciernen.
Manuel Cruz es catedrático de filosofía
contemporánea en la Universidad de Barcelona. Premio Jovellanos de Ensayo 2012
por su libro Adiós, historia, adiós.