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Sobre la reforma universitaria (por Clara Eugenia Núñez)

Publicada el febrero 21, 2013 por admin6567
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Poner el cascabel al gato es lograr que los cambios se apliquen y no queden diluidos en la burocracia. La clave es dar los instrumentos a las autoridades académicas para que actúen contra los grupos de presión

  • ESPECIAL EL PAÍS propone 10 reformas y pactos para defender la democracia
  • Cómo reconstruir el futuro  

Clara Eugenia Nuñez  (Publicado en El País, aquí)

ENRIQUE FLORES

Hace unos días, EL PAÍS proponía 10 reformas en defensa de la democracia y el
progreso económico, entre otras un pacto educativo que garantice la formación de
capital humano y la investigación, basado en un sistema de criterios, incentivos
y controles ajeno a los vaivenes políticos. Unos días más tarde, el Ministerio
de Educación hacía públicas las propuestas para la mejora y eficiencia del
sistema universitario español de la comisión de expertos nombrada hace unos
meses por el propio ministro. El problema que se pretende resolver, según se
deduce del texto, es el exceso de uniformidad y la escasa diversidad del sistema
universitario español que ni atiende debidamente las necesidades sociales de
formación e investigación ni tiene instituciones de prestigio entre las primeras
200 del mundo. ¿Garantizarían dichas propuestas esa imprescindible y urgente
transformación de tan vetusta institución en caso de que llegaran a convertirse
en la cuarta ley universitaria de la democracia? Personalmente tengo serias
dudas al respecto.

El documento es claro y está bien redactado. Reconoce la contribución de la
universidad a la sociedad, muy inferior a la que se espera de ella, e identifica
algunos de los males que le impiden mejorar, entre otros muchos: el perfil
académico de los profesores, con un bajísimo índice de investigadores entre
ellos; unas titulaciones prácticamente idénticas en campus situados a escasos
kilómetros unos de otros; las malas prácticas de contratación y la extrema
burocratización de la vida académica; y, por supuesto, la ausencia de verdaderos
controles externos. No hay duda de que la universidad sería mejor si se
asumieran la mayor parte de las propuestas, es decir: si las oposiciones fueran
públicas y abiertas internacionalmente; si la investigación fuera determinante
para acceder a un puesto docente y para ocupar cargos de responsabilidad; si las
universidades compitieran y colaboraran entre sí; si hubiera una mayor movilidad
de estudiantes y profesores; si los claustros fueran más reducidos y operativos;
si los rectores fueran nombrados entre académicos de “reconocido prestigio”. Las
propuestas son quizá las mejores de los últimos años, sin ser ni novedosas ni
revolucionarias; lo importante sin embargo no es que lo sean, sino que resulten
eficaces para mejorar sustancialmente la universidad.

Ahora bien, nada hace prever que la universidad sea capaz de reformarse a sí
misma simplemente porque una nueva ley así lo diga. Las grandes universidades
contemporáneas no han surgido de proyectos de reforma de las ya existentes, sino
de verdaderas refundaciones en las que la selección de su principal activo, los
profesores, ha sido tan importante como el diseño del nuevo entorno
institucional. En España, este proceso no se ha llevado nunca a cabo. En los dos
últimos siglos, solo dos textos legislativos han contemplado la renovación
completa de sus claustros como paso previo a la reforma de la universidad, con
garantías económicas para quienes se vieran forzados a abandonarla: el
reglamento de 1821 y el Estatuto de Autonomía de la Universidad de Barcelona de
1933, por motivos muy distintos, como es fácil imaginar. La depuración de los
claustros universitarios tras la Guerra Civil se hizo por otras vías legales.
Llegada la democracia, la Ley de Reforma Universitaria de 1983 estableció un
nuevo marco institucional, pero al mismo tiempo consolidó en sus puestos, e
incluso promocionó, a los profesores vinculados a la universidad en aquel
momento, a través de las disposiciones transitorias, con lo cual cometió una
especie de suicidio administrativo. Bajo el amparo de una mal definida
“autonomía universitaria” y en ausencia de mecanismos eficaces de control
social, dichos profesores patrimonializaron la universidad, aplicando de la ley
lo que les convenía y soslayando lo que no les interesaba, con la total
pasividad del ministerio. Algunas de las propuestas sugeridas por el actual
comité de expertos las contemplaba la propia LRU, como la necesidad de implantar
una contabilidad analítica, que 30 años después aún no existe; o el requisito de
que nadie pudiera aspirar a un puesto de funcionario en la universidad donde se
hubiera doctorado sin antes pasar uno o dos años en otra universidad, requisito
que se soslayó durante años mediante “certificaciones” pactadas entre
universidades hasta que, según me confesó el entonces secretario de Estado, se
anuló mediante decreto “para adecuar la ley a la realidad”.

Siguiendo la tradición española, las propuestas no proponen una renovación de
los claustros universitarios, sino la consolidación de los derechos adquiridos
de funcionarios y profesores acreditados, entre los que yo misma me encuentro.
No se plantean, tampoco, una cuestión de fondo de la que depende el éxito del
nuevo diseño institucional: cómo conseguir que los más de 51.101 profesores
funcionarios, “de los cuales el 57,6% tiene una actividad investigadora nula o
inexistente”, según el informe, a los que se suman más de 50.000 entre interinos
y contratados cuyos méritos se desconocen, acepten la reforma y no la dinamiten
desde dentro, con o sin la ayuda de algún que otro partido político. El meollo
del problema está en poner el cascabel al gato, es decir, en encontrar la manera
de que la reforma verdaderamente se aplique, en lugar de quedar diluida en una
maraña de legislación y guerrilla burocrática, como ha ocurrido con las
anteriores. La clave está en los instrumentos que se otorguen a las nuevas
autoridades académicas para que puedan actuar contra el poderoso lobby
universitario en lugar de ser, como las actuales, su cabeza visible. El fracaso
de los consejos sociales, que debían haber defendido los intereses de la
sociedad frente los corporativos, es sintomático y se debe a que han carecido de
esos medios de actuación. Fueron los incentivos y los instrumentos los que
fallaron, no la idea en sí, lo que debe tenerse muy presente en el futuro.

Es cierto que las propuestas recomiendan implantar incentivos, tanto
personales como institucionales. Pero sus sugerencias en esta materia son muy
pobres y se limitan a aconsejar el establecimiento de diferencias salariales
entre los profesores, hoy escasísimas, y a proponer que el sistema de
financiación de las universidades se vincule a la docencia e investigación y “al
extraordinario valor que su actividad aporta al conjunto de la sociedad” cuya
“estimación es muy compleja”. Los expertos pasan la patata caliente al
ministerio para que “establezca un conjunto de criterios e indicadores
objetivos”, es decir, proponen que se estudie el tema. Sorprende que no hayan
analizado los distintos modelos de financiación de las universidades públicas
que muchas comunidades autónomas tienen ya implantados y que contemplan ese tipo
de “indicadores objetivos”. El de la Comunidad de Madrid, negociado y aprobado
siendo yo misma responsable de la política universitaria y de investigación,
recogía ambas vertientes, docencia e investigación, y fue un poderoso incentivo
para que las universidades iniciaran un gradual proceso de cambio. Por
desgracia, no ha tenido continuidad.

Sin incentivos adecuados ni controles posteriores no hay
reforma educativa de verdad

Los incentivos, especialmente los económicos, provocan respuestas inmediatas
por parte de las instituciones y de los individuos; las regulaciones, por el
contrario, solo desatan mecanismos de resistencia al cambio que, de hecho,
acaban desvirtuando el nuevo marco institucional. Sin incentivos adecuados y sin
controles posteriores eficaces no hay reforma verdadera. Lamentablemente, sin
embargo, la aportación de las propuestas en ambos sentidos es claramente
insuficiente y contrasta con lo prolijo del resto de las recomendaciones, que se
insertan en la mejor tradición intervencionista y reguladora española. Espero
que el actual Gobierno sea consciente de los obstáculos a los que se enfrenta
una auténtica reforma de la universidad y tenga la voluntad política de
establecer un marco institucional adecuado, de vacunarlo contra los virus
académicos y políticos que han hecho abortar tantos otros proyectos bien
intencionados, de dotar a los nuevos responsables universitarios de los
incentivos adecuados para implantarlos en un medio hostil al cambio, y de dar a
la sociedad los mecanismos de control imprescindibles que garanticen su
éxito.

El país se juega su futuro.

 

Clara Eugenia Núñez es profesora titular de Historia
Económica (UNED) y exdirectora de Universidades e Investigación de la Comunidad
de Madrid

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Juan Andrés Buedo: Soy pensionista de jubilación. Durante mi vida laboral fui funcionario, profesor, investigador social y publicista.
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