Catalán, vasco y gallego deberían ser también lenguas oficiales del Estado. Pero poco avanzaremos en el logro de la paz lingüística si los gobiernos de comunidades bilingües no desisten de posiciones maximalistas
Juan Claudio de Ramón (Publicado en El País, aquí)

ENRIQUE FLORES
Lo más absurdo de los problemas de España es que tienen solución. Algunas
están tan al alcance de la mano, que uno se siente tentado de pensar que es la
mala fe de los políticos, y no su incompetencia, la que impide el acuerdo.
Ocurre singularmente con la querella de las lenguas, que tanto desfonda nuestra
convivencia.
España no es, en su diversidad lingüística, muy distinta del resto de países.
Albergar más de una lengua es la regla en los Estados, no la excepción, y en
casi todos se registran tensiones de variado voltaje. Basta viajar un poco para
hallar conflictos que traen un inconfundible aire de familia. Sucede que los
países, al hacerse mayores —al adoptar la ley democrática— se procuran
soluciones razonables que cifran en la ley. En España, en cambio, preferimos
seguir semienterrados en nuestro secular duelo a garrotazos. Culpa y vergüenza
nuestra. Necesitamos como el respirar una ley de lenguas oficiales. El precio
que estamos pagando por no tenerla, en forma de envenenamiento, bronca y
derroche malsano de energía, es inasumible. ¿Qué espíritu debería guiar esa
ley?
Convendría, para empezar, que el Estado se tomara en serio la pluralidad de
lenguas en España. En esta tarea nos hemos quedado a medias. La Constitución de
1978 permitió a hablantes de catalán, vasco y gallego salir del reducto familiar
en el que el franquismo los había confinado. Nuevas generaciones pudieron
educarse en su lengua, se cambiaron las leyes del registro, se rescataron
toponimias tradicionales, se ha distinguido a escritores en catalán, gallego o
euskera con premios nacionales. Es injusto pensar que nada se ha hecho, y
erróneo que está todo hecho.
En realidad, la rehabilitación de estas lenguas es mérito de sus hablantes y
las autonomías; la Administración general se ha conformado con poco, so capa de
que solo eran oficiales en sus respectivas comunidades. Lo más triste es que la
España que solo habla castellano no termina de percibir que existen amplias
porciones del territorio en las que se habla, además, otra lengua, que es la
materna para muchos españoles. No es que los españoles de raigambre
castellanoparlante se opongan a la existencia de esas otras lenguas;
sencillamente, tienden a no interesarse por ellas. Como consecuencia, existe una
asimetría entre lo que una persona instruida de, digamos, Gandía, sabe de
Garcilaso, y una de Toledo, de Ausiàs March.
Catalán, vasco y gallego deberían ser lenguas oficiales del Estado, con el
castellano. A algunos les dará la risa y otros se llevarán las manos a la
cabeza. ¿No existe ya una koiné, una eficaz lengua común? ¿No conllevaría una
factura monstruosa multiplicar todo por cuatro? Pero la cooficialidad de las
cuatro lenguas no significa que todos los funcionarios deban aprender las cuatro
ni que todo acto administrativo deba cuadruplicarse. Se trata más bien de una
obligación de visualizar el hecho de que todas ellas son lenguas españolas, de
igual rango y dignidad, y de facilitar su uso, en el nivel estatal, de manera
razonable y progresiva. No parece alocado poder declarar en tribunales con
jurisdicción en todo el Estado, solicitar la renovación del DNI o consultar las
páginas web ministeriales en el idioma oficial de la preferencia de cada
uno.
En principio estas disposiciones ya existen, pero no se vela por su
cumplimiento. No haría daño que el aeropuerto de Barajas saludase a los viajeros
también en catalán, o que el catálogo del Museo del Prado estuviese disponible
en euskera. Ni pasaría nada si dejásemos de emplear la letra ñ en todos los
logotipos oficiales. Una ley de lenguas oficiales debería mandatar a los poderes
públicos para que estimulasen el aprendizaje de las otras lenguas españolas, de
manera que en el currículo de un colegio andaluz se estudie la última poesía en
gallego, nociones de catalán, o la fascinante filogenia del euskera. A los que
objetaran el coste de estas medidas —que no sería, sospecho, tan descabellado—
cabría responder que es el precio de una mejor España. ¿Qué debería suceder en
el Congreso? En mi opinión, en el Congreso, por ser el foro común por
antonomasia, debería hablarse en la lengua común, para resaltar precisamente su
valor de acervo compartido. En el Congreso el castellano merece más que en
ningún otro lugar ser llamado español. Pero incluso en ese caso el hablar
español debería ser fruto de la costumbre entre diputados, y no una obligación
reglamentaria.
Ahora bien, poco avanzaremos en el logro de la paz lingüística si las
comunidades con más de una lengua no desisten de posiciones dogmáticas y
maximalistas. Tomemos el caso de Cataluña, por ser en ella más reñida la
cuestión. Nadie niega el derecho de los nacionalistas catalanes a defender su
modelo de enseñanza monolingüe, pero les pediríamos que no invocaran para ello
falsos pretextos. A menudo escuchamos decir a los portavoces del catalanismo que
en Cataluña no hay un problema de lenguas, que son todo insidias de la prensa de
Madrid. Pero son familias catalanas, y no tertulianos madrileños, las que
batallan en los tribunales, y son intelectuales y académicos catalanes los más
conspicuos críticos del sistema. Por si fuera poco, tenemos conocido que mozos
de escuadra y otros colectivos han encontrado un singular medio de protestar:
usar únicamente el castellano, capitalizando el estigma que pesa sobre él.
¡Curiosa manera de no tener un problema!
En cuanto a la supuesta insignificancia del número de disconformes, podemos
descontar que al menos los 700.000 votantes de PP y Ciutadans (y no pocos, oso
sugerir, del PSC) querrían transitar hacia un modelo bilingüe. Nada sabemos con
certeza, porque la Generalitat nunca ha realizado una encuesta dirigida a toda
la sociedad catalana, con las preguntas adecuadas, para saber lo que en realidad
prefieren los padres. Acaso intuye el Gobierno catalán que las preferencias
serían más matizadas de lo que pregonan. Porque de matices, de equilibrios, se
trata.
La Generalitat nunca ha realizado una encuesta en la
sociedad catalana para saber lo que prefieren los padres
Está al alcance de cualquier inteligencia que una enseñanza bilingüe no
implica la temida segregación por razón de lengua; no se separa a los alumnos,
se separan las materias, unas pocas en una lengua, otras tantas en otra. Es una
razonable vía intermedia que los nacionalistas catalanes se encargan
convenientemente de olvidar, aunque luego algunos no se recaten, si pueden, en
enviar a sus hijos a escuelas extranjeras basadas en esa filosofía. Sobre el
supuesto aval internacional al modelo catalán, como ha explicado la profesora
Mercè Vilarrubias en este diario, se trata de un sistema que no existe en ningún
otro país o provincia del mundo con más de una lengua oficial (ni siquiera en
Quebec, donde los anglófonos disponen de escuelas en inglés). Ese derecho a la
enseñanza bilingüe (sin que ello implique la doble vía) también habría de ser
recogido por una ley como la que propongo.
La mera discusión de un proyecto de ley de lenguas ya sería beneficiosa.
Comprobaríamos si hay en nuestros políticos genuina voluntad de acuerdo. En su
tramitación cada partido tendría que avenirse a ser razonable o exhibir
públicamente su intransigencia. La ley sería divisiva en un buen sentido:
quedarían arrinconados los extremos. Los tribunales dejarían de hacer
malabarismos para salvaguardar derechos ciudadanos sin enmendar leyes enteras.
Cabría esperar de los medios de Madrid y Barcelona (sí, también los de
Barcelona) una información responsable. Por desgracia, ningún partido parece
estar interesado en ser el portavoz de esta propuesta, basada en el puro sentido
común. Intuyo que los españoles seguiremos a garrotazos sin necesidad. Insisto:
las soluciones están al alcance de la mano —y del intelecto—, a condición,
únicamente, de que todos seamos razonables. Y si finalmente no hay acuerdo, será
porque nunca lo quisimos.
Juan Claudio de Ramón es diplomático.