En este cambio de época reaparecen problemas sempiternos. Salir de la crisis exige renovar una política gripada, alejada de los ciudadanos e incapaz de generar el proyecto y los pactos nacionales necesarios
Andrés Ortega (Publicado en El País, aquí)

EVA VÁZQUEZ
"Las nuevas generaciones no entran en la política (…) advierten que son
extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al
vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española.
¿Con qué derecho se va a pedir que lleven, que traspasen su energía, mucha o
poca, a esos odres tan caducos, si es imposible toda comunidad de transmisión,
si es imposible toda inteligencia?" Así, de forma radical, incluso más en otros
pasajes, se expresaba José Ortega y Gasset en su famosa conferencia del 23 de
marzo de 1914 en un abarrotado Teatro de la Comedia de Madrid, titulada
Vieja y nueva política. Concluía: “La nueva política tiene que ser toda
una actitud histórica”.
Mucho se invoca a Ortega y Gasset estos días. Y no solo porque el filósofo
fuera a la raíz de las cosas, sino porque estamos ante otro cambio de época. Y
porque están reapareciendo algunos de los problemas sempiternos de España.
Aunque haya que releer ese texto, y otros instructivos de la época en toda
Europa, no es que hayamos vuelto a 1914 y al distanciamiento entre una España
“oficial” y otra “vital”. Esta España, esta Europa y este mundo, son muy
diferentes. Mas sí se vuelve a plantear la necesidad de una transformación del
sistema político, de una nueva política. Si de algo ha de servir la advertencia
de 1914 —ante una restauración canovista que no supo renovarse—, es para
acelerar el cambio, y no tener que esperar otra larga agonía de 17, 30 o hasta
64 años para resolver situaciones.
Hay varias razones de peso para acelerar la transformación de la política en
España. La primera es que el actual sistema político no hizo sonar las alarmas
cuando tenía que haberlo hecho, con fallos multiinstitucionales. Y cuando llegó
el desastre económico fue incapaz de responder al reto de la crisis. El sistema
no ha podido generar ni los nuevos proyectos nacionales que hubieran sido
necesarios ya hace cinco años ni acuerdos políticos y sociales para llevarlos a
cabo cuando la situación se empezó a torcer. Ahora son incluso más necesarios. A
los que defienden que hay que resolver la economía antes que la política hay que
decirles que hoy es justamente la política la que impide resolver la economía al
dificultar esos acuerdos y reformas que liberen las energías creativas que
existen en este país como nunca antes. Hay que renovar un sistema caduco en el
que las fuerzas políticas y los interlocutores sociales se han apolillado. Para
esas reformas hay que romper intereses creados contra los que chocan un Gobierno
tras otro. Menos mal que muchas de estas reformas las impone “Europa”, que sigue
siendo parte esencial de “la solución”.
Pero Europa no bastará. Se necesita que el sistema político funcione bien
para llevar a cabo las reformas económicas que requiere este país, y para que la
sociedad las comprenda y las acepte. El distanciamiento entre la ciudadanía y la
clase política lo dificulta. Hay que poner los instrumentos y los procesos para
superarlo.
Diversos baremos objetivos (The Economist, Freedom House) apuntan a
este deterioro de la democracia, y no solo en España. Pues muchos de estos
problemas los tienen otros países de nuestro entorno. El deterioro de la
democracia en el mundo viene de hace tiempo y se ha agravado en estos penosos
años para Europa. Hay una crisis de gobernación derivada de la pujanza de las
“cuatro fuerzas dominantes” a escala global, como las llama Thierry Malleret: la
interdependencia, la complejidad, la aceleración y la transparencia.
Este deterioro no marca un camino hacia una dictadura. El peligro es ir hacia
una no-democracia, o en el mejor de los casos, a la posdemocracia, como lo llamó
Colin Crouch ya en 2005, antes de la crisis. El peligro es que la democracia
española degenere en un simulacro protagonizado por actores atrincherados en el
sistema institucional que impide el paso de fuerzas renovadas. Esas fuerzas
podrían canalizarse por los mismos partidos y sindicatos, pero sus estructuras
lo impiden. Tienen que cambiarlas o les cambiarán.
En España, la Transición fue un éxito, dadas las circunstancias. No se trata
de negarlo, sino de entender lo ocurrido, y de partir de que aquel éxito no
agotó la necesidad de renovación de la democracia española. Es más, los propios
elementos del éxito —el establecimiento de partidos políticos donde no los
había; unas Administraciones locales y regionales que han transformado para bien
hasta los pueblos más recónditos, etcétera— han llevado al bloqueo, al gripaje,
del sistema. A veces se nos olvida que así funciona la dialéctica histórica (en
su sentido hegeliano): los aciertos producen sus propias contradicciones que es
necesario superar, también para adaptar el sistema político a una sociedad
española que ha cambiado en profundidad.
La transformación del sistema político requiere, claro está, de una profunda
renovación de la Constitución que fue fruto de un momento histórico. Un nuevo
compromiso con la Constitución ha de implicar renovar algunas de sus partes, y
hacerla menos rígida. Hay que adaptarla a la vinculación con la Unión Europea,
que está alcanzado una intimidad insospechada. También hay que modificar el
sistema electoral, la Ley de Partidos, el Estado de las Autonomías y tantas
instituciones, incluidos los sindicatos y la patronal. No bastarán cambios en
las leyes, por muy importantes que sean. La nueva política requiere nuevas
reglas, sí, pero también lo que Ortega y Gasset llamaba “nuevos usos” para dejar
atrás viejos “abusos” y evitar que, como Alien, vuelvan a resurgir, como ha
ocurrido en el actual sistema, el caciquismo, forma extrema de clientelismo, y
otros malos modos, como la corrupción, que, ingenuamente, creímos desterrados de
la vida política española.
Se requiere también recuperar ese sentido de la política en democracia que es
la relación y el control de los ciudadanos sobre el Estado y las élites que
eligen para que les gobiernen en una sociedad ahora conectada y con una mayor
capacidad de participación. Función central de la política en democracia es
reconciliar economía y sociedad. Y no lo hemos logrado. Hay un desentendimiento
de las élites con la suerte de los ciudadanos que choca a más de un observador
de países con un sentido democrático más avanzado. En España sigue habiendo
clase dominante antes que una clase dirigente. Cambiar esa situación, que dejó
pendiente la Transición, es una verdadera tarea para estos tiempos, una tarea en
la que han de entrar las nuevas generaciones. Pues, una vez más en la historia
de España, será necesario para el cambio de política un cambio de
generación.
Hasta aquí el porqué, y algunos apuntes sobre el qué de esta transformación.
Pero también hay que responder al cómo, a una estrategia política para un cambio
que tomará varios años —como varios años vamos a tardar en salir de la crisis
económica y las dos cosas—, pero que hay que poner en marcha ya, so pena de que
haya que llegar a una ruptura en vez de a una reforma. Esa es la lección de 1914
y de la “enorme gravedad de la situación”. Aunque en política no basta tener
buenas ideas si no se sabe cómo llevarlas a cabo.
Andrés Ortega es director del Observatorio de las Ideas y cofundador de
Intelligence Unit on Spain. Está escribiendo un libro sobre este tema.
Andrés Ortega es director del Observatorio de
las Ideas y co-fundador de Intelligence Unit on Spain. Ahora escribe un libro
sobre este tema