Si los ciudadanos pasan de los políticos, no les piden cuentas, no castigan a los corruptos y no premian a los que se lo merecen, ¿quién controlará a los partidos o a los Gobiernos? ¿Cómo se les obligará a cambiar?
José Ramón Montero / Mariano Torcal Loriente (Publicado en El País, aquí)

RAQUEL MARÍN
Si en estos días se votara la palabra más utilizada para describir la
política española, es muy probable que la desafección se alzara con el premio.
Es un término omnipresente. No hay tertuliano que no llegue a tres conclusiones:
una, que la desafección es el principal problema político; dos, que su causa
está vinculada a la pésima actuación en todos los órdenes de los principales
partidos durante la crisis económica; y tres, que ambos partidos están sufriendo
por ello pérdidas electorales crecientes y quizá irreversibles. Pero todos
tienen su propia idea de lo que sea desafección. Circulan así conceptos tan
dispares como desorientación, decepción, insatisfacción, enfado e incluso cabreo
y alienación.
Las relaciones de los españoles con la política han sido siempre difíciles.
Durante la Segunda República, la polarización ideológica y la atomización del
sistema de partidos fomentaron la concepción del español como alguien medio
anarquista y medio monje, individualista al máximo y en todo caso ingobernable.
Tras los horrores de la Guerra Civil, la dictadura franquista se asentó sobre la
farsa de que la política equivale a mentira y corrupción, por lo que era mejor
dejarla en manos de una élite que se sacrificaría por todos los españoles. Y en
las casi cuatro décadas transcurridas desde la Transición, los ciudadanos han
podido crear partidos y votarlos, afiliarse a ellos o a cualquier otra
organización, participar en actividades sociales o políticas a través de muchos
canales, interesarse por la política o por cualquier otra cuestión, estar
informados o conformarse con unos pocos clichés. En cambio, y como demuestran
numerosos estudios, durante todos estos años los españoles se han quejado mucho
de la política y de los políticos, al tiempo que desperdiciaban los mecanismos
de participación a su alcance, presumían de su desinterés e indiferencia hacia
la política y exhibían una información política tirando a muy baja.
Todos estos elementos constituyen para nosotros un cuadro clásico de
desafección, y distinto de lo que entendemos por descontento. Este último supone
la insatisfacción por los rendimientos negativos del régimen o de sus dirigentes
ante su incapacidad para resolver problemas básicos. El descontento no suele
afectar a la legitimidad democrática, que sigue siendo alta incluso entre
quienes están sufriendo en mayor medida las consecuencias de la crisis
económica. En realidad, el descontento es sobre todo coyuntural, y depende de
los vaivenes de una opinión pública vinculada a la popularidad de los Gobiernos
y de sus políticas; de ahí que pueda corregirse por los cambios electorales o
las mejorías económicas. En cambio, la desafección se expresa a través de un
cierto desapego o alejamiento de los ciudadanos con respecto al sistema
político. Suele medirse por el desinterés hacia la política, las percepciones de
ineficacia personal ante la política y los políticos, el cinismo hacia ambos y
los sentimientos combinados de impotencia, indiferencia y aburrimiento hacia la
política. En contraste con las oscilaciones del descontento, la desafección
tiende a ser estable y suele transmitirse por las vías de la socialización
política. Solo así cabe explicarse cómo, pese a los inmensos cambios de todo
tipo ocurridos desde la Transición (y en general positivos), todavía
predominaran antes de la crisis las imágenes de la política como engaño y
aprovechamiento, como una complicación tan absurda como innecesaria; y también
las imágenes de los políticos (de todos ellos) como incompetentes, inútiles y
por supuesto corruptos.
Los datos existentes corroboran lo anterior. De acuerdo con la larga serie de
encuestas del CIS, el descontento político ha alcanzado niveles nunca vistos
hasta ahora. Cuando tanto se discute sobre quién podría ser el peor presidente
del Gobierno en la historia de la democracia española, Mariano Rajoy lleva las
de ganar:
disfruta de la valoración más baja que la de cualquiera de sus cinco
antecesores, incluyendo José Luis Rodríguez Zapatero. Solo el 17% confiaba en
Zapatero al dejar el Gobierno; pero solo el 12% lo hace ahora en Rajoy. Desde la
restauración de la democracia, ningún Gobierno ha recibido peor valoración que
el actual del PP. La valoración negativa de la situación política es del 70%, y
la de la situación económica del 90%. Como consecuencia, la insatisfacción con
los resultados de la democracia alcanza al 70% de los españoles, la más elevada
desde la Transición. Según datos recientes del eurobarómetro, la desconfianza en
los partidos está entre las más altas de los países europeos occidentales: en
2012 era del 90%, solo empeorada por la de los griegos e italianos.
La desafección política muestra también niveles considerablemente altos; a
diferencia de los del descontento, ya existían con anterioridad a la crisis.
Seleccionemos un solo indicador. Según la encuesta social europea, España ha
sido desde hace décadas el país con menos interés por la política de todos los
europeos, incluyendo las nuevas democracias del este de Europa; el promedio de
desinterés se ha movido en torno al 80% que declaraba que la política le
interesa poco o nada. Este desinterés ha sido invariable: se ha producido tanto
en momentos de crisis económica como en los de bonanza, tanto con Gobiernos
socialistas como con los conservadores, tanto cuando existía una elevada
satisfacción con la democracia y apenas casos de corrupción como cuando
predominaba un cierto descontento. Es cierto que la desafección política ha
aumentado algo en estos últimos años, pero no tanto por la crisis económica como
por la pasividad de los partidos ante la dramática situación del desempleo, los
chalaneos ante los escándalos de corrupción y el descaro del principal partido
de la oposición cuando aseguraba que la crisis económica acabaría como por
ensalmo con la sola desaparición de Zapatero y su eventual llegada al poder.
En buena parte de los países europeos, el incremento de la insatisfacción con
la democracia ha dado nacimiento durante las últimas décadas a los denominados
ciudadanos críticos. Su principal rasgo es que intervienen activamente en la
vida política para así modificar el funcionamiento e incluso los rendimientos
del sistema político que les disgustaban. Los políticos deben necesariamente
prestar atención a la voz de esos actores si quieren evitar su castigo electoral
en forma de no reelección. En España, sin embargo, las principales
características de los desafectos han radicado en la desinformación, la
pasividad y el rechazo indiscriminado de partidos y dirigentes políticos.
Exceptuando algunas minorías muy movilizadas, la participación política de los
españoles para expresar sus preferencias y necesidades ha sido escasa. Ello ha
aumentado la brecha entre los ciudadanos y los políticos, y sobre todo ha
concedido a estos últimos una enorme capacidad de maniobra para actuar al margen
(y casi siempre en contra) de los ciudadanos. Cuando llegaban las elecciones, la
rendición de cuentas ha sido muy deficiente y la posibilidad de castigar a estos
malos políticos resultaba aleatoria.
La crisis económica puede estar cambiando esta situación. Hay indicios de que
el interés por la política se ha incrementado en algunos puntos, y es notorio
que muchos españoles han participado quizá por vez primera en actividades de
protesta a través de alguna de las muchas mareas existentes. Si las protestas se
mantuvieran ante la incompetencia, el acomodo o la frivolidad de las élites
políticas, el descontento podría radicalizarse y llevarse al ámbito electoral
con consecuencias imprevisibles. Y si las protestas fueran sistemáticamente
desoídas y no vinieran acompañadas de cambios relevantes, la desafección podría
agravarse al extenderse sentimientos de frustración entre los ahora
participantes que por fin ejercen su voz.
Ninguno de estos resultados hipotéticos es positivo. Los cambios, si se
producen, deberían venir de otra dirección. Quizá la crisis económica, la
gestión del Gobierno conservador y el descrédito de la oposición lleven a los
españoles a la convicción de que la democracia tiene costes que solo ellos deben
sufragar. Para ello hacen falta mayores dosis de información, vigilancia y
participación que permitan el control de los partidos y el envío a sus
dirigentes de mensajes inequívocos de lo que se quiere o de lo que se rechaza.
Si los ciudadanos pasan de política, no piden cuentas a los candidatos, no
castigan a los corruptos, ni premian a quienes lo merecen, ¿quién controlará a
los partidos o a los Gobiernos, cómo podrá obligárseles a que cambien para
convertirse en instrumentos democráticos al servicio de los ciudadanos?
José Ramón Montero y Mariano
Torcal son catedráticos de Ciencia Política en la Universidad Autónoma
de Madrid y en la Universitat Pompeu Fabra, respectivamente, y han publicado
Political disaffection in contemporary democracies (Londres,
2006).