(Publicado en La Vanguardia-Caffe Reggio, aquí)
EL ÁGORA
Escribe Chaves Nogales en su reportaje “¿Qué pasa en Cataluña?” publicado en el diario Ahora el 26 de febrero de 1936: “Para saber más, para anticipar algo de lo que pueda pasar en Cataluña, habrá que buscar, no en las masas que gritan entusiasmadas en un momento dado y vuelven luego a sus tareas de siempre, sino a los hombres representativos del pensamiento de Cataluña, porque estos hombres, aunque en Castilla parezca inverosímil, a veces arrastran tras ellos a la multitud”.
El párrafo anterior es la formulación de la teoría de la influencia social de las élites catalanas, aunque, como subrayaba el periodista andaluz, “en Castilla parezca inverosímil”. En términos históricos no es demasiado discutible que la burguesía catalana añadió a la plutocracia un gran acopio de patrimonio cultural y lingüístico, lo que le permitió ejercer un notable liderazgo popular. Buena parte de los males del siglo XX acaecidos en el País Vasco tienen que ver con el hecho –igualmente histórico– de que su burguesía industrial y financiera, miró más a Madrid y a Londres que a su tierra, y eludió los factores culturales e identitarios. En el resto de España no hubo burguesías vertebradoras, sino aristocracias y alto funcionariado en torno a la Corona, de modo tal que nunca se trabó una eficiente empatía entre las clases dirigentes y las populares.
Quizás por esa influencia social de las élites catalanas el mismo Chaves Nogales escribía también en el convulso febrero de 1936 –con la victoria del Frente Popular– que “en Cataluña no pasará nada. Es decir, no pasará nada de lo que el español no catalán recela. (…) En Cataluña hay, por encima de todo, un hondo sentido conservador que se impondrá fatalmente”. El escepticismo sobre el carácter revolucionario del pueblo catalán del que se lamentaban los frentepopulistas hace más de setenta años, es de alguna manera parecido al que embarga ahora a muchos observadores del proceso soberanista. Creen que se impondrá el “hondo sentido conservador”, no tanto de los ciudadanos cuanto de las minorías dirigentes. De ahí que Ruiz-Gallardón reclamase el pasado día 11 a los empresarios del Puente Aéreo que fuesen ellos los que “parasen” a Mas, y de ahí los términos en los que Sáenz de Santamaría se dirigió el jueves a los agrupados en Foment.
El ministro y la vicepresidenta no hacían otra cosa que seguir la senda que ha marcado la historia: Catalunya es el único pueblo de España en el que la ecuación élites-sociedad-intereses generales interactúa de manera eficiente. Para acreditarlo sólo haría falta contabilizar las ocasiones en las que el entusiasmo popular –en forma de rabia y agresividad– ha cedido a pragmáticos acuerdos. Por eso, el reiterado Chaves Nogales –no muy alejado de Gaziel en alguno de sus escritos más críticos para sus conciudadanos– llegó a escribir que “entusiasmo no hay más que uno en España: el de los catalanes”. Sostuvo entonces que la victoria de las izquierdas en 1936 creó en Catalunya “una sugestión de triunfo” tan fuerte “que los arrastra a todos, a los vencidos como a los vencedores”, subrayando el carácter unánime de esa contagiosa alegría.
¿Está ocurriendo ahora lo mismo? Mientras desde Catalunya se insiste en que el secesionismo es un fenómeno popular autónomo respecto de las clases dirigentes, desde Madrid las cosas se ven de manera muy diferente. Ese secesionismo popular, basado en la ilusión superadora de una terrible frustración, se considera explícitamente alentado por la Generalitat cuyas medidas serían factores precipitantes y generadores de la ansiedad social en Catalunya. Analistas catalanes críticos con el desarrollo de los acontecimientos, como Jordi Soler, no sólo apuntan a que los argumentos independentistas se “basan en la ilusión y en la fe” sino que en sus opiniones son los más tajantes y rotundos. “Hay discursos del president que están a un paso de la verbosidad de Hugo Chávez”, escribía el pasado domingo Soler en El País. “No tengo ninguna duda de que, llegado el caso, el BCE ofrecería a La Caixa y al Sabadell la liquidez que pudiesen necesitar en relación con sus actividades en lo que quede de España (…) pero es muy dudoso que hiciese lo mismo con su negocio en Cataluña” sostenía, arriesgando, el economista gijonés Ángel de Lafuente, en el mismo periódico el pasado martes.
¿De qué hablamos entonces? ¿De sentimientos inflamados o de convicciones? Porque en función de la respuesta estaremos en condiciones de seguir atribuyendo –o no– a las élites catalanas su tradicional y realista influencia sobre los comportamientos sociales y políticos en Catalunya. La historia se desarrolla de forma circular con coyunturas nuevas pero en estructuras seculares.
El aviso de Duran
Conmoción disimulada, pero conmoción. El aviso de Duran en el Congreso de que se producirá una declaración de independencia de Catalunya en el Parlament por “algunos”, pareció avalada el pasado jueves en el artículo de Oriol Junqueras en este diario, según el cual la tercera vía es una pérdida de tiempo. Para evitar que se produzca la declaración a la que aludió Duran, el líder republicano no deja más opción que la celebración de una consulta que debería autorizar el Gobierno español para someter a los ciudadanos catalanes el dilema de independencia sí o no. Es pedir lo imposible: no habrá Gobierno en España que someta a escrutinio la integridad del Estado. Además, sin los 14 diputados de Unió, la declaración unilateral, seguramente, no prosperaría.
La respuesta del 155
No es cierto que el Gobierno, en privado, no se haya planteado aplicar el 155. Sería en el supuesto extremo: si se produjese una declaración unilateral de independencia. Porque atentaría contra “el interés general de España”. Ese precepto no prevé la suspensión de la autonomía, pero sí un requerimiento al presidente de la comunidad infractora y, si es desoído, medidas de intervención gubernamental que aprobaría el Senado por mayoría absoluta. El 155 tiene correlatos en otros estados compuestos de nuestro entorno y es la última ratio ante una decisión insumisa. Hacer explícita esta reflexión no es agradable –mucho menos deseable que se materialice– pero es un imperativo deontológico ante discursos edulcorados e insinceros. ¿A quién beneficiaría?