
El tercer hombre que no se ocultó fue, como todo el mundo sabe, Adolfo Suárez, en aquel momento todavía presidente del Gobierno. En las imágenes se aprecia perfectamente como, a diferencia del general, él sí reacciona ante los disparos. Se le nota descompuesto. Es perfectamente natural: no sólo está siendo testigo de un acto de violencia y de un golpe de Estado. Es que en ese momento su vida no vale nada. Personalmente, ¿quién puede reprochar nada a los diputados que, por puro instinto, se escondieron detrás de los escaños? ¿Acaso hubiésemos actuado cada uno de nosotros de otra manera?
Pero Adolfo Suárez aguantó el tipo. Su biografía no permite afirmar que fuera el hombre más inteligente, ni el más preparado. No parecía la persona adecuada para la misión histórica que se le encomendó. Y sin embargo lo fue. Protagonizó el que quizás haya sido el mejor momento de la historia de España: la llegada de la democracia. Tuvo sensibilidad. Tuvo instinto. Y tuvo, desde luego, un altísimo sentido del deber. Era el presidente de España, y no podía abandonar su escaño. Según algunos testimonios, horas después se enfrentaría abiertamente con Tejero, exigiéndole que se rindiera y que pusiera fin a aquella farsa. El golpe estaba en vías de fracasar, pero Suárez no lo sabía.
La historia de Suárez no es pobre en fracasos. Fracasó de forma estrepitosa en la política partidista. UCD no fue un partido, sino un ingobernable nido de víboras que terminaron devorando a su líder. Cuando volvió a intentarlo con el CDS, el bipartidismo -que paradójicamente él ayudó a crear- ya había fraguado y no parecía haber lugar para un tercer partido nacional. Además, por entonces, la figura de Suárez no había alcanzado la categoría que ahora tiene: la de un auténtico padre de la patria. Una patria democrática, civil, plenamente constitucional.
Porque frente a estos fracasos en la política con minúsculas -la pequeña política de partido- Suárez tuvo éxito en la política con mayúsculas. Dirigió la transición de una dictadura de cuatro décadas al más largo periodo democrático que ha vivido España. Soportó unas durísimas condiciones políticas (crisis económica, amenaza golpista permanente, cientos de asesinados por el terrorismo…) y ofreció a los españoles lo que necesitaban: liderazgo. Nuestro país sabía lo que quería: democracia y formar parte, de una vez por todas, de Europa. Pero no sabía cómo. Es posible que Suárez tampoco lo tuviera claro en todos los momentos. Pero lo aprendió por el camino administrando el diálogo, las concesiones y la firmeza con gran sabiduría.
Tan absurdo es idealizar la Transición como impugnarla. ¿Pudo ser mejor el resultado? Probablemente. ¿Pudo ser peor? De mil maneras. En aquellas circunstancias, poco se le puede reprochar al presidente. Durante muchos años fue una figura denostada desde la derecha y desde la izquierda, tal y como ha recordado Rosa Díez. Suárez no hizo demasiados amigos durante sus mandatos. Si su prioridad hubiera sido garantizarse apoyos partidistas, la historia habría sido muy distinta, y probablemente peor. Hoy, el hombre que emergió del franquismo con el encargo de liquidarlo y construir una democracia duradera, es ya una referencia de la tercera España.
Parte del encanto de Suárez está en que resultaba muy reconocible, muy español. Y quizás por eso es un ejemplo para todos. Su figura nos recuerda que lo más valioso en la vida política son los valores y el sentido del deber. Nos recuerda que aunque la competencia técnica es un elemento imprescindible de la acción de gobierno, los principios y el coraje siguen siendo más importantes si no queremos que la democracia degenere en tecnocracia. Y esto vale lo mismo para un jefe de Gobierno que para el más humilde ciudadano.