(Publicado en El blog de Carlos Martínez Gorriarán, aquí)
Se acabaron las vacaciones. Ayer domingo busqué un sitio para comer, en solitario, por la zona de Alonso Martínez. Elegí una de esas típicas tascas madrileñas que, para quienes venimos de fuera, sustancian como pocos lugares el alma tradicional de Madrid. No un bar típico en una zona bulliciosa de inexcusable visita para los turistas, sino un establecimiento frecuentado más bien por los vecinos y visitas habituales (viajeros, que no turistas). Signo de los tiempos, llevan el negocio un par de chicas pertenecientes a la última gran oleada demográfica incorporada al rompeolas de las Españas, que decían antes: una joven latinoamericana probablemente caribeña y una probable africana de –impresionante- aspecto etíope. La carta, sin embargo, no ofrece ninguna aportación caribeña o abisinia; quizás en la próxima generación. Como es habitual de unos años a esta parte, la tasca ofrece a su clientela los platos tradicionales de-toda-la-vida de Madrid, lo que significa que, aparte de cocido, callos y similares bajo diversas formas, hay numerosas aportaciones del norte y el sur de la península en interesante mestizaje, desde las croquetas de queso de Cabrales al “salmorejo a la madrileña”. Aunque dentro de un orden, porque se trata de una típica casa de comidas de Madrid exenta de servidumbres a la moda. Y todo está muy limpio pero como anclado en, pongamos, los años cincuenta.
En el pequeño comedor al que me conduce la belleza de aire etíope –es decir, alta y esbelta, increíblemente elegante con su cuello grácil sobre el que reina una pequeña y hermosa cabeza de pelo rizado y piel más dorado-tostada que chocolate- hay media docena de mesas y sólo dos están ocupadas. Conociendo los absurdos horarios de que hacen gala los nativos de Madrid, he tenido la precaución de llegar temprano para comer sin esperas ni agobios en una ciudad donde la gente se sienta alegremente a la mesa dominical a las tres y media e incluso más tarde, a la hora de la siesta.
Las paredes del comedor están alicatadas de colorines hasta media altura y la ventana bajo la que me siento es exactamente igual a la primera que hubo en la cocina de mis padres, con marcos de madera biselados, cerrajería de latón y cristales traslúcidos de textura rugosa. Nada que ver con las últimas tendencias. Altamente improbable que un lugar así sorprenda en la sección de cocina o fashion de los colorines de fin de semana, como los que traigo conmigo para amenizar la espera y saber de esos mundos del periodismo, tan remotos. Pero el vino de la casa es un Ribera de Duero joven y decente que, cosa no tan frecuente en Madrid en los bares sin pretensiones (e incluso o sobre todo en algunos de éstos), llega servido a la temperatura adecuada. Una caña bien tirada para entretener la lectura de la carta y decidir qué va a caer al plato, y todo marcha sobre ruedas.
Las tabernas clásicas de barrio muestran como pocos observatorios el ser social de esta ciudad, de la que muchos maldicen y que muchos más cientos de miles abandonan en masa en cuanto cae un puente o cualquier excusa, pero que para mí siempre ha sido acogedora y divertida (y deben opinar lo mismo los muchos donostiarras con los que doy en calles y plazas). Esta casa de comidas muestra, por ejemplo, su admirable y al parecer inagotable capacidad de absorción humana, de formación de una sociedad muy típica precisamente porque no pretende serlo, surgida de sumar e incluir gente venida de todas partes. Si antes esas partes eran las españolas, luego algunas latinoamericanas y ahora de todo el mundo –como sucede con este par de beldades ya plenamente madrileñas precisamente por haber nacido tan lejos-, la fórmula para conseguir esa integración ha sido siempre la misma: no preguntar a nadie de dónde es. No por falta de curiosidad –pues sí se preguntan otras cosas, incluso demasiadas-, sino por saber que ese dato es trivial, carece de relevancia. Pues, ¿qué más te da saber de dónde viene alguien, comparado con saber de sus gustos o intereses de cualquier tipo?
Veamos en vivo cómo funciona este proceso. Comparto comedor con una pareja joven y un trío de dos adultos maduros y un chico. Los jóvenes se marchan pronto, pero al poco nuevas mesas se ocupan con otros dos tríos muy parecidos a éste. ¿Será casualidad? Prestando un poco de atención en el sosegado comedor, el comensal descubre, por su idioma, que el primer trío es valenciano. Tienen toda la pinta de ser unos padres solícitos con su vástago universitario, invitado a comer ese domingo como despedida para el tramo final del curso. Los dos tríos recién llegados, más próximos a mi mesa, repiten ese patrón: un par de vascos con su hijo –el padre le dice a la madre al leer la carta: “mira, hay esto, como en Bilbao”-, que explica lo bien que se lo está pasando en la facultad, y un par de andaluces, de marcado acento, con su chaval. Los tres jóvenes, el valenciano, el vasco y el andaluz, deben haberse matriculado en cualquiera de las universidades de Madrid. No porque no las haya en su ciudad de origen, sino porque han tenido el buen criterio, y la suerte, de aprovechar la oportunidad para escapar del nido y conocer mundo. Aunque papá y mamá les invitan a comer, mañana, hoy, se despedirán de ellos y pasarán a ese nuevo mundo en constante recreación del que ya son agentes activos. En mi época, hacia 1975, habrían probado a estudiar en Barcelona, donde estaban las universidades más famosas y atractivas por el –entonces- ambiente cosmopolita de la urbe catalana, pero eso es cosa del pasado. Madrid ha ganado la batalla cultural a Barcelona simplemente, casi, por haber sabido desterrar esa pregunta tan urgente para los nacionalistas: “y tú, ¿de dónde eres?” (para, a continuación, reclamar complicidades a los nativos o impartir al foráneo un conferencia sobre las sagradas particularidades de su identidad).
La gran particularidad de Madrid es la de carecer de particularismo, más allá de algunos elementos anecdóticos que a los de fuera nos resultan más divertidos que molestos, exactamente al revés de lo que sucede en las cada vez más insufribles “comunidades históricas” (¿y cuál no lo es o se postula para serlo?). Gracias a eso, Madrid, la sociedad de esta ciudad, se ha convertido en una excepción a la tendencia dominante en España, una fuerza que tira en sentido contrario y por tanto en la última esperanza de redención contra el naufragio en la trivialidad elevada al rango de categoría. Por fortuna, tiene el suficiente tamaño y potencia para superar con éxito el pegajoso asedio del artificioso particularismo de la “España multinacional”, donde lo mezquino nunca es lo suficientemente mezquino y siempre tiende a empeorar. Y uno se marcha de esa tasca tan madrileña, precisamente por la variedad humana que acoge –las chicas emigrantes, los comensales viajeros y hasta su par de americanos tomándose unas cañas junto a la puerta-, con la esperanza de que esta de suma y sigue sea la España real que acabará abriéndose paso y emergiendo, a pesar de los pesares, entre esa marea negra compuesta de logreros, caraduras y mentecatos cainitas o paletos que dominan el cotarro patrio, incluyendo a las fuerzas vivas de la Capital, que no de Madrid (conviene distinguir ambas cosas, la Corte y la Villa). Siempre nos quedará, a los foráneos o madrileños a tiempo parcial, la perfecta desconexión que representa volver unos días a nuestros lugares de origen para marcharnos en cuanto fastidie demasiado su particularidad. Un día de estos cuento cómo son las cosas, por ejemplo, en mi ciudad de bolsillo, San Sebastián, donde es tan estupendo llegar a pasar unos días o semanas como marcharse una vez bien pasados. Entre tanto, ¿no es una suerte inmerecida vivir a caballo de estos dos mundos? Sí, entre la sociedad abierta (y sus enemigos) y la sociedad gastronómica (y sus indigestiones).