Manuel Sarachaga, economista (Publicado en diarioliberal.com, aquí)
Mientras los socialistas lamen sus heridas y los populares sestean esperando que la fruta madura caiga por sí sola -apelando al mantra de la confianza como única propuesta para combatir la crisis-, los ciudadanos seguimos afrontando la persistente realidad.
Unos y otros desean el poder, sin importar que en el fondo ambos carezcan de la voluntad y los planteamientos necesarios con los que podamos mirar con esperanza hacia el futuro. Todos creen que serán sus medidas las que saquen a España de este atolladero económico, sin darse cuenta de que los únicos capaces de hacerlo son los ciudadanos. Los empresarios y trabajadores serán quienes, en el entorno de libertad adecuado -ahí es donde sí tiene un papel que cumplir el gobierno- y una vez finalizado el duro ajuste que ellos sí que ya están realizando, generarán mayores niveles de riqueza y empleo. Bajo este enfoque, el gobierno tiene la responsabilidad de reformar no solamente el marco regulatorio de los mercados de factores (capital y trabajo) y de productos, para permitir que funcionen más eficientemente, sino que de forma especial debe modificar la arquitectura del Estado.
Para decir claramente y sin tapujos lo que casi nadie ha dicho en campaña: el modelo de organización territorial sobre el que se asienta este país es económicamente inviable.
El llamado Estado de las autonomías necesita reformas estructurales profundas para sobrevivir que vayan más allá de la mera (y necesaria) austeridad que todo el mundo proclama –que siempre, y no sólo en tiempos de crisis, ha de presidir la gestión de lo público-. Estas reformas atañen de manera esencial al núcleo duro del Estado del bienestar, pues servicios públicos fundamentales como la sanidad, la educación o los servicios sociales, ahora bajo el control de las CCAA, no tienen futuro con su actual diseño. Reformar estos servicios bajo una perspectiva nacional no implica atentar contra un modelo descentralizado, sino hacerlo más racional, eficiente, equitativo y, en definitiva, convertirlo en un sistema social y económicamente sostenible.
Negarse a ello, como hacen unos y otros -por descontado, los partidos nacionalistas y los llamados regionalistas-, supone no sólo cerrar los ojos ante lo inevitable, sino que constituye una grave irresponsabilidad, dado que cuando la realidad se imponga –que será más pronto que tarde- y los recursos sean insuficientes, quizás ya no estemos a tiempo de preservar la esencia del sistema tal como hoy lo conocemos.
El actual modelo de organización territorial del Estado se desarrolló a lo largo de los años de bonanza de la pasada década, y su construcción se asentó sobre un nivel de gasto público que hoy se ha demostrado insostenible. La modificación de la arquitectura competencial del Estado y la puesta en marcha de medidas de ámbito nacional que lo hagan viable sin perder las ventajas de un modelo descentralizado constituyen los ejes centrales de la gran reforma pendiente. Incrementar la eficiencia en la prestación de servicios, aprovechar las potenciales economías de escala, garantizar la coordinación, la gobernabilidad y la equidad son hoy más que nunca una obligación y no una opción.
Como pueblo y como nación tenemos ante nosotros la disyuntiva de adelantarnos a los acontecimientos y actuar en consecuencia o, por el contrario, dejar que esta deriva suicida y disgregadora siga su curso.
De nosotros depende.