(Publicado en El Mundo-Reggio´s, aquí)
CARTA DEL DIRECTOR
Tenía razón Jiménez Losantos cuando en su columna escrita al pie del último debate de totalidad de la era Zapatero alegaba que el «único presidente» que había en el hemiciclo era Rajoy. Al menos en el sentido de que el óbito del titular del cargo había entregado, por primera vez en nuestra historia parlamentaria, el dominio de la escena al jefe de la oposición.
Poco importaba ya que la causa del fallecimiento hubiera sido el suicidio, el accidente laboral o el apuñalamiento por la espalda. El difunto Zapatero estaba allí, de cuerpo presente, y tan sólo quedaba por dilucidar qué tipo de trato iba a dar a su cadáver quien tenía en sus manos el bisturí, las pinzas y el escalpelo. A pocos pudo sorprenderles que Rajoy se comportara con esa misma contención humanitaria, con ese mismo respeto hacia la dignidad del muerto que un joven pintor de 26 años llamado Rembrandt percibió o insufló en el protagonista de su famoso cuadro La lección de anatomía del doctor Tulp.
Rembrandt asistió a la sesión organizada el 31 de enero de 1632 por el Gremio de Cirujanos de Ámsterdam para cumplimentar su encargo de realizar uno de aquellos retratos de grupo tan en boga en la burguesa y próspera capital de las Provincias Unidas que habían logrado independizarse de España al amparo de la fe calvinista y el comercio con las Indias. En esa «vulgar colmena del capitalismo», explica Simon Schama en su admirable libro Los ojos de Rembrandt, «a las abejas les encantaba zumbar juntas y no como individuos aislados».
Al menos en la comunidad médica y científica el doctor Tulp era la abeja reina. Se llamaba en realidad Claes Pieterszoon, pero todo el mundo le identificaba por la flor de origen oriental en forma de turbante alargado -de tulbund vino tulp, o sea, tulipán- que figuraba tanto en la fachada de su casa como en la puerta del carruaje con el que recorría la ciudad visitando a los enfermos. De hecho, cuando fue elegido para formar parte del Consejo Municipal, su preceptivo blasón no incluía más figura que la de un tulipán dorado sobre un fondo azul con una pequeña estrella en un extremo.
Aunque el doctor Tulp pasaba por ser un hombre calmado y meticuloso, tan obsesionado por la fisiología humana como para equiparar su descubrimiento de la válvula ileocecal -en el tramo final del intestino- con las esclusas que regulaban el caudal de los canales holandeses, es imposible saber si la decisión de romper con la forma tradicional de representar esas sesiones invernales en las que se diseccionaba el cadáver de algún recién ejecutado, partió de él o del pintor. Eran acontecimientos sociales en los que se cobraba entrada y en los que, como dice Schama, «había música, comida, bebida y conversación; había intestinos, sesos y corazones que contemplar, velados sólo parcialmente por el humo del incienso que se quemaba para enmascarar el desagradable olor del cuerpo».
El difunto que aquel día yacía sobre la mesa no era sino un ladrón de medio pelo apodado Aris Kindt -o sea, «el niño»- que había cruzado la línea roja de golpear con saña a una de sus víctimas y había sido ahorcado de inmediato en el puerto. Lo procedente según el ritual era comenzar la sesión de anatomía con la extracción de sus vísceras y eso es lo que con toda seguridad hizo el doctor Tulp. Pero a Rembrandt parecía no interesarle toda esa casquería. Quizás porque, como apuntaría un fascinado Joshua Reynolds, trataba de evitar que su cuadro resultara «asquerosamente desagradable».
Su legendario óleo muestra el cadáver intacto del delincuente, iluminado por un prodigioso color cerúleo, con una única incisión en el antebrazo izquierdo, y se centra en el momento en el que el doctor Tulp levanta con sus pinzas, sujetas con una mano, los músculos flexores del finado para explicar su funcionamiento; y reproduce con la otra el consiguiente movimiento que generarían en los tendones y en los dedos de una persona viva.
Toda la magia del cuadro reside en ese mismo contraste entre la rigidez de la muerte y el dinamismo propio de la vida que con machacona y didáctica insistencia describió una y otra vez Rajoy durante el debate del martes, en relación a la tremenda coyuntura de la economía española. Como los flexores de la actividad que son la inversión y el empleo han dejado de funcionar hace mucho y no circula la sangre del crecimiento, los dedos de todas las políticas sociales -desde la sanidad a las pensiones pasando por la educación- permanecen yertos, atrapados por el rigor mortis.
Tanto a través de sus palabras como de las subsiguientes propuestas de resolución -rechazadas, como de costumbre, de forma indiscriminada por el PSOE- Rajoy explicó cómo estimulando la contratación, el consumo y hasta la natalidad puede ir devolviéndose el vigor a los tendones y reanudarse el movimiento de las articulaciones. Para ello es preciso limpiar el sistema sanguíneo de la arteriosclerosis de la desconfianza, pues la propia percepción por parte de los mercados de que al frente del Gobierno de España no queda ya sino un cadáver listo para la autopsia, contribuye a encarecer las emisiones de deuda generando un círculo vicioso en el que los ahorros obtenidos mediante recortes y sacrificios se van por ese desaguadero.
Las elecciones generales deberían celebrarse, por lo tanto, no en noviembre, trinchera de retirada sobre la que al parecer se apalanca en estos momentos Zapatero, una vez disipada su fantasía post mortem de llegar hasta marzo, sino en octubre. Es decir, en la primera fecha disponible tras las vacaciones. Cada día que se pierda en estas circunstancias no hará sino empeorar las cosas. Máxime cuando ha sido el propio Zapatero quien ha apuntalado la convicción general de que su muerte política se produjo el 22-M, al introducir en el debate de esta semana su pintoresca ceremonia de los adioses.
Pero el calendario va a depender al final de otras personas y eso nos hace volver al cuadro de Rembrandt -o más bien a su recreación por Ricardo Martínez dentro de esta magistral serie de homenajes a los genios de la pintura de algunos de los últimos domingos- para fijarnos en las siete figuras que rodean al doctor Tulp y al cadáver del malhechor ajusticiado. En el margen izquierdo aparecen dos individuos relegados a la condición de espectadores pasivos: hemos asignado ese papel a los portavoces José Antonio Alonso y Llamazares pues el uno sólo va a asentir a lo que se le diga y el otro -como el resto de las minorías de izquierda- sólo puede oponerse a cuanto parezca emanación del bandazo económico de mayo de 2010. Tampoco hemos tenido duda al adjudicar a Bono la identidad del personaje que controla la lista de asistentes, supervisando al conjunto del grupo con una mezcla de distancia y actitud de espera.
Sólo queda centrarnos en las cuatro figuras que forman la pirámide o punta de flecha que tiene su base en el propio cadáver. Es esencial fijarse en sus gestos y sobre todo en sus miradas pues, como ya ocurría casi siglo y medio antes en La última cena de Leonardo, constituyen los elementos de los que se sirve el pintor -los «ojos de Rembrandt» no son sino los de sus personajes- para reflejar los «movimientos del alma». De hecho, no tiene nada que ver la mirada del cirujano que estira su cuello desde el lado izquierdo del cuadro para fijar obsesivamente sus pupilas en el brazo del cadáver como si esperara algo de un estertor postrero, con la del que, juiciosa y reservadamente, centra a su lado la atención en las explicaciones del doctor Tulp como quien escucha al heraldo del futuro. Esa es la diferencia entre la actitud del portavoz del PNV Josu Erkoreka, empeñado en sacarle al finado hasta la última hijuela, y la del representante de CiU Duran Lleida, a quien no le amargan ocho hospitales o la colocación de una ristra de «bonos patrióticos», pero lo que de verdad le preocupa es el margen de entendimiento que pueda tener con Rajoy tras las generales.
Sobre sus dos cabezas hemos colocado la de Rosa Díez, identificándola con la figura que, reprobando sin ambages al desvalijador difunto, mira más directamente al libro desplegado que se atisba en el ángulo inferior del cuadro. No hay duda de que si en aquella lección de anatomía se trataba de la obra de Vesalio De humani corporis fabrica, auténtico libro de referencia para el doctor Tulp y sus colegas, en ésta no puede ser otra sino la Constitución de esa «nación discutida y discutible» llamada España a la que Rosa y muchos millones de ciudadanos aún nos aferramos como ámbito de protección de nuestras libertades democráticas.
¿Y ese último personaje que, pretendiendo dominar el cuadro desde la cima de la pirámide, señala al cadáver con su dedo índice mientras simultáneamente parece vigilar más que observar al doctor Tulp? Según Schama era un tal Frans Van Loenen y su relevancia era tal «que le hacía estar casi a la par que el propio primer anatomista». Obviamente, aquí y ahora no puede ser otro que Rubalcaba, satisfecho de mostrar los despojos de aquel cuya muerte ha acelerado en provecho propio y presto a abalanzarse sobre el tulipán del PP, a la menor oportunidad que tenga para ello. Por una vez, sus intereses y los de España pueden coincidir, pues sabe que el buen verano turístico abrirá en el otoño una ventana de oportunidad en forma de falsa mejoría del empleo que, sin embargo, se cerrará bruscamente a final de año como consecuencia de la cruda realidad subyacente.
En un poema dedicado al cuadro de Rembrandt siete años después de su ejecución, Caspar Barlaeus elogia cómo «los malvados, que hicieron el mal mientras vivieron, hacen el bien tras su muerte; la salud se beneficia de la muerte misma». Sustitúyase o no «malvados» por «errados»: aquí tenemos una buena descripción de la oportunidad que abrirán las urnas para que quien suceda a Zapatero y su catastrófico Gobierno aprenda de sus desoladoras equivocaciones. Pero mucho me temo que para ello el doctor Rajoy va a tener que abandonar su pausado hieratismo y abrir en canal el cadáver, que no es solamente el de su adversario sino también el de la propia España, pues es en su estómago donde están alojados todos los sapos, culebras y hasta caimanes tipo Bildu que nos han hecho tragar.
En el siglo XVII a un médico le resultaba más fácil lucirse en una sesión de anatomía que curar enfermedades que ni siquiera era capaz de diagnosticar. De hecho a la hora de la verdad el vademécum del doctor Tulp siempre desembocaba en la colocación de sanguijuelas, las revulsiones con ventosas de cristal caliente destinadas a «arrancar» las infecciones y las trepanaciones craneales para aliviar la presión sobre el cerebro de quienes padecían fuertes dolores de cabeza.
El doctor Rajoy podrá aplicar otras técnicas pero en definitiva tendrá que intervenir sobre órganos y zonas mucho más sensibles que los flexores de un antebrazo pues, por purulenta que nos parezca, nuestra crisis económica no es sino el producto de una honda crisis política autóctona exacerbada por una mala coyuntura internacional.
De todas las miradas de los protagonistas del cuadro de Rembrandt la más singular es la del propio doctor Tulp, que «se pierde en la distancia como en un rapto de meditación cristiana» para simbolizar «que su destreza es la genialidad del Creador». De todos los presidentes de la democracia, Zapatero es el único que se ha declarado abiertamente ateo. Rajoy, por el contrario, es católico practicante y aunque no me cabe duda de que seguirá dando al César lo que es del César, más le vale ir invocando la protección del más allá, ya se trate del cielo redentor o de los manes de la filosofía, a ver si eso le ayuda a discernir lo esencial de lo accesorio, porque como escribe Schama, fijándose en ese doctor Tulp con una mano alzada y la otra sosteniendo su herramienta, «saber es ver; ver es saber: la cáscara y el grano, el cuerpo y el alma». Nuestra cáscara se agrieta día tras día, pero la fuente de los males que padecemos brota desde mucho más hondo, pues está alojada en las entrañas mismas del alma de España.