Ramón Tamames (Publicado en Republica.com, aquí)
III. DESDE LA PAZ PERPETUA DE KANT A LA SOCIEDAD DE LAS NACIONES
1. Introducción
En la serie veraniega referenciada en el primer epígrafe de su tercer capítulo, ya hemos visto cómo se configuró el espacio un universal en que vive la especie humana, y también cómo se produjeron las primeras iniciativas en busca de una organización que pudiera asegurar la paz universal y perpetua.
Pero por encima de todos esos proyectos, ya examinados, el que realmente brilló hasta hacerse propuesta estrella, fue la idea de Immanuel Kant sobre la paz perpetua, llena de inspiración y racionalidad, según pasamos a ver.
Al esbozar su esquema, y a diferencia de Rousseau (y en consecuencia en cierto modo en la línea de Hobbes), Kant consideraba que la lucha entre los humanos tiene raíces en su propia naturaleza. De modo que la paz no es lo natural, pues prevalece la voluntad de conquista propia de los estados de guerra. E incluso cuando las hostilidades no se han declarado, existe una constante amenaza de ellas. Por tanto, el estado de paz debía, ser instaurado, a base de constituir una sociedad civil mediante un «contrato originario» como imperativo categórico de la razón: «no debe haber guerra».
2. La gran propuesta kantiana
De Kant fue la idea de un Estado mundial, cosmopolítico (Weltbürgerreich), como instrumento regulador internacional, y principalmente para prevenir las guerras. Por ello mismo, mientras no se llegara ese Estado mundial, el derecho internacional público o derecho de gentes, debería denominarse «derecho de los Estados». Y sería en el marco de ese Estado universal, en el que surgiría el verdadero derecho mundial, que Kant llamó «derecho cosmopolítico» (Welt-bürgerrecht, ius cosmopoliticum); que definió como «la posible asociación de todos los pueblos en orden a ciertas leyes generales de comercio». En definitiva, la aportación decisiva de Kant fue la idea de precariedad del derecho internacional, que sólo podía ser superada creando una organización internacional, tanto en el ámbito regional como en el mundial. Ideas kantianas que ejercieron una gran influencia a lo largo de los siglos XIX y XX, hasta la misma creación de la Sociedad de las Naciones, promovida por el Presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson. Precisamente, la denominación inglesa de esa entidad, League of Nations, era semejante a la expresión de Kant, Völkerbund (federación de pueblos) de Kant.
¿Y cuál era para Kant la fuerza futura del Estado mundial?: “el espíritu del comercio, que no puede coexistir con el de la guerra”, en línea con las ideas de hoy sobre integración económica, que una vez puesta en marcha no cabe romper por los enormes perjuicios que se derivarían de ello. Kant presumía que más pronto o más tarde, ese espíritu de estrecha relación comercial se apoderaría de todos los pueblos, creándose entre ellos un vínculo basado en los propios intereses (¿y qué es, si no, la Unión Europea actual?). De esa suerte, se garantizaría el estado de no guerra. Para lo cual, Kant redactó sus «Artículos preliminares para la paz perpetua entre los Estados»:
– No debe considerarse válido ningún tratado de paz que se haya celebrado con cláusulas secretas sobre causas de guerra en el futuro.
– Ningún Estado independiente (grande o pequeño, lo mismo da) podrá ser adquirido por otro mediante herencia, permuta, compra o donación.
– Los ejércitos permanentes (miles perpetuas) deben desaparecer totalmente en el futuro.
– No debe emitirse deuda pública en relación con los asuntos de política exterior.
– Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y gobierno de otro.
– Ningún Estado en guerra con otro debe permitirse actuaciones contra la confianza mutua en una paz futura; tales como el empleo de asesinos, envenenadores, quebrantadores de acuerdos, inducción a la traición, etc.».
En definitiva, en Kant subyace todo el sentido, de la ética en contra de lo que era y es normal entre los políticos: “actúa primero y justifícalo después; si has hecho algo incorrecto, niégalo; divide a tus adversarios, y vencerás”. Tales ideas de ética política calarían profundamente imperando todos los proyectos subsiguientes.
Con las propuestas de Kant, se planteó un avance más realista hacia un posible orden mundial, que iría evolucionando a lo largo de toda una serie de episodios concretos: Tratado de Viena, Santa Alianza, y Pax Britannica; Imperialismo y Congreso de Berlín; la Sociedad de Naciones y su frustración. Y por último, el surgimiento de las Naciones Unidas, la guerra fría, la distensión, el camino de Helsinki y la senda a la nueva Europa económica y política.
3. El giro postkantiano: de la Revolución al Tratado de Viena
La Revolución Americana, primero (1776), y la Revolución Francesa, trece años después (1789) marcaron, junto con la Revolución Industrial, el comienzo de una nueva etapa de la historia, en la que se puso en tela de juicio el viejo orden estamental —el Antiguo Régimen—, con el impulso de la burguesía a la conquista del poder en la Europa continental, acometida que simbolizó Napoleón Bonaparte durante casi veinte años. Después, con la caída del gran Corso en 1815, en el Tratado de Viena se establecieron las primeras bases de un acuerdo mundial de protección del nuevo orden post-napoleónico; con su propia herramienta de fuerza: la Santa Alianza.
Más concretamente, el 9 de junio de 1815, con Napoleón ya definitivamente fuera de combate, y prisionero en la Isla de Santa Helena, se inició la superación de lo que hasta entonces habían sido meramente proyectos más o menos creíbles. Así, al firmarse el Tratado de Viena –hábilmente preparado y realizado por el Canciller austriaco Metternich—, se sentaron las bases de un sistema de seguridad colectivo, cierto que circunscrito a Europa y en función de los intereses de sus clases dominantes. Sin embargo, destaquemos que ya en la propia convocatoria del Congreso de Viena se había apelado al concurso de todas las potencias que habían participado en uno y otro bando de la guerra, a fin de conseguir «un sistema de equilibrio real y duradero». Como también debe subrayarse que en el propio Tratado se establecieron dos primeros principios de alcance universal: la libertad de navegación y la abolición de la trata de negros, esto es, el final de la esclavitud.
Pero el Congreso de Viena fue sólo un comienzo, pues a pocas semanas de terminarse, el 26 de septiembre de 1815, el rey de Prusia, el emperador de Austria y el zar de Rusia llegaron a un arreglo más operativo, a instancias del Alejandro I. Quien bajo la influencia de la señora Krüdener, una baronesa báltica, tuvo la idea de reconciliar, «en torno a un ideal cristiano común y en nombre de la muy Santa Alianza e Indivisible Trinidad», a los tres soberanos —protestante, católico y ortodoxo—, que en lo sucesivo habrían de prestarse ayuda en cualquier circunstancia.
4. Los Congresos de la Alianza y los cien mil hijos de San Luis
Esa Santa Alianza, pactada entre los monarcas contra sus pueblos, fue el origen de lo que se llamó la política de los congresos (Aquisgrán, 1818; Karlsbad, 1819; Viena, 1820; Laybach, 1821; Verona, 1822) en los que se definió el derecho de intervención de la propia Alianza en las áreas más inquietantes para la estabilidad entre las potencias. Lo que permitió al canciller austriaco Metternich mantener el equilibrio político europeo continental y el orden social restaurado en 1815 tras acabar con Napoleón.
Pero, inevitablemente, entre poderes e intereses tan diversos, y sin mecanismos de disciplina interna, el sistema de Viena no podía durar. Y así, tras la intervención en España de los Cien mil hijos de San Luis, enviados en 1820 –al mando del general francés Duque de Angulema— contra el gobierno español constitucional, por acuerdo del Congreso de Verona (1822), estalló el desacuerdo entre las grandes potencias. Gran Bretaña se mostró contraria a la intervención en España, y todavía menos favorable a cualquier actitud contraria a la independencia de la América española; que después de la batalla de Ayacucho (1824) quedó definitivamente consumada.
Luego vendrían nuevas desavenencias en la Alianza, a propósito de la emancipación de Grecia de los turcos (1828), y la separación de los belgas del Reino de Holanda (1830), de modo que la Santa Alianza fue dejando de tener efectividad. Hasta que en 1848, los diversos movimientos revolucionarios que conmovieron a Europa, la barrieron definitivamente de escena.
En los años sucesivos (1848/1885), no resultó necesario avanzar en el camino de un nuevo pacto de las potencias europeas, porque la hegemonía de Londres fue imponiendo sus normas: librecambio, patrón oro, flota enseñoreando los mares, etc. Se materializó así la «Pax Britannica», que cubriría un largo período de progreso tecnológico, con el que alcanzaron los últimos confines del planeta, para someterlos a la explotación capitalista europea vinculada al sistema colonial. Desde Westminster (Parlamento) y White Hall (gobierno) los británicos manejaban los hilos del poder universal, incluyendo en ese ámbito la India en proceso de colonizarse; con el decadente Imperio Chino sometido a las duras condiciones a través del sistema de concesiones comerciales en los principales puertos del país.
5. La era del imperialismo: el Congreso Africano de Berlín
Pero tampoco el Imperio Británico iba ser eterno: desde 1871, Alemania –tras su reunificación imperial promovida por el Canciller de Hierro, Bismarck—, pasó a ser una competidora formidable del Imperio Británico, por la política bismarckiana de tratados. De entre los cuales el más importante se logró en el Congreso Africano de Berlín, donde se negoció entre noviembre de 1884 y febrero de 1885. Un encuentro bien preparado por el propio Bismarck, en el que se acordó el reparto de los territorios africanos que todavía no tenían una soberanía explícita.
El Congreso Africano de Berlín fue un hecho diplomático insólito, con sólo precedente en el Tratado de Viena, destinado a evitar las catastróficas consecuencias que podría haber tenido una sucesión de conflictos intraeuropeos a propósito de África. Así las cosas, en Berlín, se consagraron las normas del imperialismo colonial: todo Estado con posesión de un segmento de costa tendría derecho a su hinterland en el continente negro, siempre que efectivamente ocupara el territorio y así lo notificase a las demás potencias signatarias.
Por otra parte, los Estados signatarios, un total de catorce, se arrogaron a sí mismos el derecho a «intervenir en todo el mundo, para promover (una expresión no exenta de cinismo) la defensa de los derechos elementales de la persona humana, y a fin de impulsar el avance de los pueblos primitivos hacia la civilización». Nació así el concepto de naciones civilizadas, y se revalidaron, muy tenuemente, los derechos del hombre emanados de la Revolución Francesa. Al tiempo, en Berlín-1885 se consagró el colonialismo en todo el continente negro, e incluso la propiedad privada del extenso territorio del Congo como una finca particular de Leopoldo II de Bélgica, que realizó el más horrendo genocidio; del que Josef Conrad y Mario Vargas Llosa se ocuparon en sendas obras literarias.
El equilibrio de fuerzas sellado en Berlín se mantuvo de 1885 a 1914, por casi treinta años. Tres décadas durante las cuales España se convirtió en un país de tercera, al verse derrotada por la nueva potencia mundial emergente de EE.UU., que tras la guerra de 1898 la desposeyó de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. A su vez, el Imperio Otomano, «el gran enfermo», entró en su ineluctable decadencia final. Y el Imperio Chino, acosado por Japón, Europa y EE.UU., se transformó en un Estado semicolonial; que en 1911 dio paso, en medio de toda clase de turbulencias, a la República China de Sun Yan-tsen.
Con el progreso científico, tecnológico y económico y la Pax Britannica funcionando, las relaciones y aspiraciones de los poderes europeos a escala mundial eran suficientemente claras como para que los grandes Estados se pusieran en contacto entre sí. Los imperios centrales (Alemania y Austria-Hungría), el Imperio Británico, Francia y el Imperio Ruso, negociaban con fluidez, sin necesidad de órganos de deliberación en común, y tejían y destejían sus acuerdos y ententes. Con la particularidad de que esas decisiones afectaban prácticamente a todo el planeta, que en sus nueve décimas partes se hallaba en la órbita de los grandes, porque ya para entonces EE.UU. y Japón se habían convertido en potencias de gran alcance.
Pero el creciente poderío alemán, las dificultades internas de Austria-Hungría, y los nacionalismos balcánicos originaron el conflicto de 1914-1918, que comenzó a escala europea y acabó convirtiéndose en lo que hoy llamamos Primera Guerra Mundial (1914/18), que empezó con el más frenético entusiasmo popular, anegando los pacifismos; para terminar con el derrumbamiento en Europa del esquema de los cuatro imperios (Alemania, Rusia, Austria-Hungría y Turquía), y con la nueva amenaza del comunismo para las viejas pautas capitalistas. Conjunto de amenazas al orden burgués que desde 1918 hizo que se planteara la necesidad de instaurar una organización internacional contra futuras guerras. Y fue así como se configuró la Sociedad de Naciones; que por un tiempo pareció como si fuera a hacer realidad los viejos sueños de articular el planeta para vivir en paz. El gran covenant lo gestionó un hombre bueno y pacifista, el Presidente Wilson, que detestaba a Lloyd y Ceemençau, el primer ministro inglés y el presidente del ejecutivo francés, respectivamente; auténticas aves de rapiña en las negociaciones de Versalles.
6. La Sociedad de Naciones: un gran designio frustrado
Aparte de otros antecedentes que podrían citarse de la Sociedad de Naciones (SDN), ha de citarse el mensaje del papa Benedicto XV —fechada en Roma el 1 de agosto de 1917— sobre la necesidad de una institución para la salvaguardia de la paz. Después, en sus célebres Catorce Puntos (8 de enero de 1918), el presidente de EE.UU., Wilson, propuso «la constitución de una Liga de las Naciones, para ofrecer garantías mutuas de independencia política y de integridad territorial a todos los Estados, grandes y pequeños». Un proyecto que se hizo realidad (noviembre de 1920) tras no pocas peripecias, entre ellas la final renuencia norteamericana a entrar en la nueva organización; la enfermedad de Wilson, le retiró de la escena política, lo cual se aprovechó a fondo por el viejo sentimiento aislacionista estadounidense para cortar de raíz cualquier idea de incorporarse a la nueva organización.
Y precisamente por la ausencia de EE.UU., la SDN acabó convirtiéndose en un instrumento al servicio de Inglaterra y Francia, entonces unidos por el pacto de la Entente Cordiale, y que no vacilaron en concluir un Tratado de Versalles muy criticado por su espíritu antigermano. Como de manera destacada sostuvo el ya muy reconocido economista inglés John Maynard Keynes, quien profetizó que una paz así, propiciaría el revanchismo alemán y a la postre una nueva guerra; como muestra de su aversión al Tratado, Keynes no vaciló en abandonar la Delegación británica de Versalles, como profeta de lo que en 1939 sería la Segunda Guerra Mundial.
El egoísmo político de franceses e ingleses se tradujo en el reparto del Imperio colonial alemán de Ultramar y de buena parte del Imperio Otomano por la vía de los mandatos de la SDN. En tales circunstancias, no es extraño que, a pesar de las buenas intenciones que pudiera haber en su planteamiento, la Sociedad pronto se vio como un foro de naciones realmente civilizadas… sino más bien de dos naciones aprovechadas, pues Francia y el Reino Unido fueron descaradamente a lo suyo. Como pudo verse más adelante en su lamentable comportamiento en relación con la invasión italiana de Abisinia, y el papel permisivo frente a la Alemania nazi y la Italia fascista en la Guerra Civil Española 1936/39, con la farsa de la no intervención.
En un contexto así, las dificultades reales para asegurar la paz, en términos de garantizar el desarme y de luchar contra la depresión mundial que se desencadenó en 1929 —por no hablar de la ceguera del colonialismo—, todo incidió en pro del fracaso de la SDN. Aparte del Pacto Briand-Kellog, suscrito en 1928 por 65 Estados, que se comprometieron a no utilizar la guerra como instrumento de política exterior, poco fue lo que se hizo desde la SDN: la Conferencia del Desarme (celebrada en Ginebra en 1932), y la Conferencia Económica Mundial de Londres (1933), no sirvieron para frenar el rearme de los fascismos, ni los efectos de la Gran Depresión. Así, tras la mascarada de Inglaterra y Francia en la Conferencia de Múnich de octubre de 1938, el estallido de la guerra el 1 de septiembre de 1939, dio muerte definitiva a la SDN.
Como colofón de todo lo examinado en el artículo que ahora termina, diremos que fue Kant quien brindó al entendimiento general la posibilidad de una paz perpetua. Y a partir de esa propuesta, y tras el agitado periodo del imperialismo decimonónico, surgió la idea de la Sociedad de las Naciones y al final resultó un auténtico fiasco. De ahí la necesidad de seguir en nuestra historia para ver, concretamente, el próximo jueves una nueva etapa de nuestro devenir, que se manifiesta en las Naciones Unidas, creadas en 1945, y los avatares que desde entonces se han producido hasta el momento actual. Y como siempre, el autor queda a disposición de los lectores de República.com, a través de la dirección electrónica castecien@bitmailer.net.