Si hay algo que queda patente, en medio de todo este galimatías de recesión, paro, problemas de deuda, cierre de empresas, desconfianza y recortes; seguramente será la urgente necesidad de que nuestras empresas, especialmente las mediana y pequeñas, puedan reactivar su economía, recuperar su parte del mercado y comenzar a actuar poniendo la reversa a esta tendencia imparable a la que nos conduce nuestra actual situación financiera. Es posible que sea preciso que nuestros bancos sigan adquiriendo masivamente, con los créditos blandos que vienen recibiendo, al menos hasta ahora, del BCE, nuestra deuda pública; y puedo imaginarme que la presión que sobre nuestra deuda vienen ejerciendo los mercados hacen casi imposible que esta dinámica cambie. No obstante, parece un objetivo imposible que España empiece a recuperarse, a tomar aire fresco y a adquirir la dosis de confianza, de la que están tan faltos nuestros emprendedores, para que se animen a reanudar sus actividades, a mejorar y actualizar sus medios de producción y a lograr la competitividad precisa para poder disputarles a las empresas extranjeras y a sus propias competidoras nacionales una porción de esta gran tarta que es el mercado mundial. Sin ello no avanzaremos en la contención del desempleo ni en la recuperación de la confianza de nuestros inversores.
Seguramente, porque el bregar con las entidades financieras no es cosa fácil; quizá porque las propias necesidades del Tesoro así lo han impulsado o, acaso, porque la misma arquitectura financiera del país, especialmente después del estallido de la burbuja mobiliaria, ha estado determinada por las propias deficiencias estructurales; fuere por lo que fuere, lo que es cierto es que, prácticamente, desde principios del año 2008 las empresas y los comercios se han visto privados de algo que, en la economía de capital, es indispensable si se quiere estar en condiciones de enfrentarse a la competencia global: el crédito. Los errores del gobierno socialista anterior, más preocupado por mantener lo que ellos, impropiamente, denominan como “Estado del bienestar”, aumentando, desorbitadamente, las cantidades destinadas a “mejoras sociales” y a subvencionar a quienes les apoyaban para poderse mantener en el poder; produjeron la circunstancia no deseada de que, las cantidades recaudadas en concepto de impuestos, cada vez más reducidas como consecuencia de la disminución de la demanda, hayan sido insuficientes para cubrir las exigencias sociales derivadas de los compromisos adquiridos por el Gobierno. Primera consecuencia: el progresivo endeudamiento.
El déficit de las cuentas del Estado, la necesidad de tener que acudir, cada vez con más frecuencia, a la financiación externa y el encarecimiento del coste ( intereses, primas y seguros) de nuestra deuda pública; para mantener, artificialmente, unas prestaciones que no estábamos en condiciones de poder soportar, ha contribuido a restar la posibilidad de que las entidades bancarias –con graves problemas derivados de la depreciación de sus activos inmobiliarios y el progresivo aumento de la morosidad –, hayan preferido hacer negocio fácil comprando la deuda del Estado mediante los préstamos recibidos, al 1% de interés, del BCE que, en teoría, deberían haberse destinado a abrir líneas de crédito para financiar las necesidades de las empresas, la mayoría de ellas faltas de circulante y de financiación, para impulsar sus actividades y hacerse competitivas. Sin este soporte, la sangría de autónomos y medianas empresas, que no han podido resistir el envite de los mercados, como ha quedado patente durante los pasados años, ha alcanzado cotas impensables que, por desgracia, han generado la mayor tasa de desempleo desde que existe la democracia en España. Las consecuencias: 5.300.000 parados.
La evidente recesión, que parece que ya está afectando a una gran parte de las naciones europeas; un cierto desconcierto provocado por los distintos intereses que naciones como Francia y Alemania han aflorado, de un tiempo a esta parte, y el hecho insoslayable de que nuestros vecinos los franceses están en plena campaña electoral en la que cada partido utiliza, quizá sin la debida reflexión, aquellos argumentos que piensa que pueden favorecer sus aspiraciones de victoria aunque, con ello, se pueda perjudicar de forma evidente las expectativas y la confianza en naciones que, como España, están pasando por un periodo de reestructuración, de suma dureza, que la somete a los vaivenes de los mercados y, en consecuencia, a la necesidad de apretarse las clavijas hasta un punto que, en muchos casos, pueda provocar el paroxismo de una ciudadanía harta de que se la convierta en el chivo expiatorio de la mala gestión de los gobiernos.
Por otra parte, no podemos despreciar la baja moral de nuestros empresarios, la poca disposición a arriesgar su patrimonio, el escarmiento al que han sido sometidos al ser abandonados por el gobierno ( hablamos del gobierno socialista) que ha permitido que los intereses de los bancos, sus dificultades estructurales, su egoísmo y su empeño en no dejar traslucir los efectos de la crisis hipotecaria sobre sus activos inmobiliarios; hayan primado sobre la necesidad de inyectar liquidez a las empresas, créditos para inversiones y ayudas para modernizarse lo que ha equivalido a cortarles todas las vías para resistir el embate de la crisis, para poder adecuar y flexibilizar sus plantillas y, en muchos casos, su impotencia ante la alternativa de tener que mantener su plantilla, por carecer de medios para despedirla o cerrar; que ha sido, a la vista está, el método que cientos de miles de ellas ha acabado por utilizar. Es obvio que, el nuevo Ejecutivo, por mucho empeño que ponga en animar a crear empresas, incluso con facilidades crediticias y de contratación de personal por un periodo limitado, se va a topar con el desánimo, la desconfianza y el rechazo de todos aquellos que lucharon hasta sucumbir y que se juraron que nunca más se embarcarían en otra aventura semejante.
No soy más que un ciudadanos de a pie, como tantos otros millones, pero tengo la sensación de que, si no se halla el medio de incentivar, darles seguridades; desactivar a los sindicatos y demás ilusos y profesionales de provocar alborotos y protestas; abrir líneas de crédito a largo plazo y a intereses razonables; dar moratorias en el pago de impuestos y primar la contratación de nuevos trabajadores con ventajas fiscales; mucho nos tememos que la soñada recuperación, la contención del desempleo, nuestra proyección hacia el exterior y nuestras posibilidades de hacernos un puesto en los mercados internacionales, va a quedar agostada y, con ello, puestas en cuarentena nuestras esperanzas de salir indemnes o, al menos, menos trompicados, de esta crisis en la que estamos inmersos. Creo que el señor Rajoy no utiliza como debiera las grandes posibilidades de legislar que le otorga su mayoría parlamentaria. Parece como si, el PP, estuviera agarrotado en algunas cuestiones, por el temor a equivocarse y la posibilidad de que el PSOE se haga dueño de la calle algo que, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, ya ha intentado fomentando la huelga del 29M.
El PSOE ya está claro que no va a colaborar; IU menos y los partidos nacionalistas, como siempre, sólo intentarán sacar ventajas económicas y, si pueden, más concesiones para sus aspiraciones de auto gobierno. El PP dispone de gentes preparadas, eficientes y capaces para afrontar lo que se nos viene encima, sólo hace falta confianza en sí mismo y en los millones de votantes, que ya sabíamos las dificultades con las que habría que luchar; no valen pues indecisiones, sino energía y firmeza. O así es como veo yo, señores, la situación de esta España de nuestras entretelas.
Miguel Massanet Bosch