La política se ha salido de sus raíles. La raíz del mal funcionamiento de las instituciones ha de buscarse en los grupos políticos, que han evitado ponerse normas de democracia interna y legislar sobre sí mismos

EVA VÁZQUEZ
pregunta de Vargas Llosa sobre Perú en su “Conversación en La Catedral”:
“¿cuándo se gripó España?”. Propongo dos días: el 1 de julio y el 2 de agosto de
1985, fechas de las Leyes Orgánicas de reforma del sistema de elección del CGPJ
pasando a elegirse sólo por las cámaras; y de reforma de las Cajas de Ahorro,
entregando el 89% de sus asambleas a partidos y sindicatos (mediante la
representación de ayuntamientos y comunidades; impositores y empleados), lo que
suponía darles sus consejos de administración. Entonces se desbordó la política.
Después vendrían otras leyes que desparramaron los partidos por los entresijos
de la sociedad: la elección parlamentaria o por el Gobierno de las comisiones
reguladoras de los mercados, del Tribunal de Cuentas, la propuesta al CGPJ por
las Asambleas Autonómicas de candidatos a los Tribunales Superiores de Justicia
de las comunidades, la financiación por múltiples vías a partidos y sindicatos
(¡cuánto habremos gastado en formación profesional!), la creación de montones de
organismos, una ley de Función Pública (30/84, de otro 2 de agosto, pensada como
“provisional”) que hace que las carreras de los funcionarios directivos dependan
sobre todo de sus relaciones personales y políticas (con honrosísimas
excepciones), se facilitó a jueces y fiscales circular por la política lo que
han utilizado algunos con grave daño para la credibilidad de la Justicia, etc.
La combinación de esta omnipresencia de la política con una larga expansión
económica y con la creación de 17 administraciones autonómicas era explosiva:
basta sumar los altos cargos y parlamentarios autonómicos y el crecimiento de
empleados públicos y organismos vinculados a la política (excluida la prestación
de servicios).
Este entramado es cómodo para las direcciones nacionales y regionales –clave-
de los partidos, pone a su disposición muchos recursos con los que controlar sus
organizaciones y el proceso de toma de decisiones políticas. Con el tiempo se
oxidó, por ejemplo, sobre las cajas de ahorros en esta crisis, J. M. Campa,
exsecretario de Estado de Economía, escribía (El País, 29-6-12): “la cajas de
ahorros tenía(n) … carencias en sus órganos de gestión que cuestionaban su
profesionalidad”. El CIS muestra la preocupación creciente por “la política”,
hay que pensar que los ciudadanos pensamos que este diagnóstico se puede
extender a muchas instituciones.
Es claro que el diseño institucional del país está fallando y es una de las
claves de la crisis. Sobredimensión, ineficacia, costes disparatados,
deslealtades institucionales, comportamientos deplorables ante los que la
Justicia se atasca, en fin, la política se ha salido de sus raíles. Tras el mal
funcionamiento de las instituciones hay una raíz: los partidos. El país se ha
gripado por la política, y la política se ha gripado porque los partidos han
evitado ponerse normas sobre su funcionamiento interno.
El diseño de la política de la Transición respondió al temor a la
inestabilidad y a la prioridad de consolidar los nuevos partidos. Se amontonaron
instrumentos para reforzar el poder de sus cúpulas: moción de censura
constructiva, listas electorales cerradas y bloqueadas, sin que las leyes
electoral o de partidos previeran cómo se seleccionan los candidatos, quedando
al arbitrio de los partidos; falta de una ley que regule la actividad interna de
los partidos, reglamentos parlamentarios que gravitan sobre los grupos,
financiación a cargo de los presupuestos públicos, etc. Los procesos de
cooptación de los candidatos a las instituciones, a consejos de las cajas, del
CGPJ, Tribunales Constitucional o de Cuentas, a magistrados en los Tribunales
Autonómicos, consejos consultivos, defensores del pueblo, etc., son materia
reservada. Prolongar durante décadas una política dominada por estos usos
ha producido su metástasis.
La evolución de los grandes partidos es común. PP, PSOE, PCE-IU, CDC, UDC y
PNV desde 1978, han dilatado los periodos entre congresos de uno o dos años a
tres o cuatro prolongando así los mandatos de sus dirigentes, sus procedimientos
para elegir cargos internos han pasado de listas abiertas a cerradas y
bloqueadas, los órganos de control de sus direcciones son inoperantes por el
elevado número de miembros y sus esporádicas reuniones, todos han sido
salpicados por escándalos sobre su financiación (o de algunos de sus miembros),
las ejecutivas se reservan el derecho de expulsar a los afiliados y son más
ágiles para echar a irreverentes con la dirección que a sospechosos de
corrupción. Si se comparan los partidos españoles con los de otros países
europeos atendiendo a criterios como los plazos entre congresos, la duración del
mandato de los dirigentes, la discrecionalidad de las direcciones para nombrar
candidatos y ordenarlos en las listas, la laxitud de sus estatutos y la
influencia de los votantes para decidir quiénes ocuparán los escaños, se
concluye que España es la democracia más rígida de Occidente y la que más
gravita sobre las cúpulas partidarias, salvo Italia.
Tanta rigidez provoca disfunciones. En los 80 y 90 sus crisis se cronificaron
(PSOE, 1991-96 y 2010-11), acabaron en escisiones (PCE-IU, PNV-EA) y/o con una
estabilización burocrática que eliminaba las alternativas internas basadas en
proyectos o dirigentes con perfiles distintos, ahogándolas por los largos
periodos entre congresos, la supresión de los espacios de debate, y la exclusión
de las listas. Las alternativas internas a las direcciones solo pueden proceder
de reductos de poder territorial (comunidades) en manos de rivales de la
dirección. Los congresos de algunos partidos recuerdan las guerras de bandas
mercenarias medievales.
En su funcionamiento ningún partido español cumple con las normas de la Ley
de Partidos alemana o los usos de Gran Bretaña, sin mencionar las primarias
estadounidenses abiertas a los ciudadanos para elegir todos los cargos. En
Alemania la ley de partidos establece que los congresos se celebren al menos
cada dos años, que los candidatos para las instituciones representativas se
elijan por elecciones primarias con voto secreto de los afiliados (reguladas por
la Ley Electoral), regula la financiación de los partidos y el control de sus
cuentas mediante auditorías externas, el voto secreto de los afiliados y
delegados a congresos para elegir los cargos internos y la composición de los
tribunales internos y sus incompatibilidades. En Gran Bretaña, las conferencias
son anuales. En Austria, en el Boletín Oficial se publican los estatutos, las
auditorías anuales y el informe de los gastos en publicidad electoral
supervisados por una comisión de jueces y expertos del sector publicitario.
Tras el mal funcionamiento de las instituciones laten la política tejida en
los partidos y los políticos seleccionados por ellos (la mayoría honestos y
personas de valía). La experiencia de otros países dice que la mejor manera de
prevenir este fallo sistémico de la política es tener leyes que obliguen a los
partidos a garantizar la competencia entre sus dirigentes. La competencia
interna es la que obliga a un ministro alemán a dimitir por haber copiado una
tesis doctoral, porque sabe que vendrán rivales internos a explotar su pérdida
de credibilidad. Esto es sano, renueva la política y obliga a los políticos a
desarrollar habilidades para ganar apoyos propios y definir propuestas, sin
tener que arrimarse a la dirección. Con la competencia interna a los presuntos
corruptos les sería más difícil sobrevivir, y ambiciosos compañeros de partido
controlarían las sombras en la gestión de los cargos públicos e internos. En
España la competencia en los partidos, en términos democráticos, ha sido
aplastada, lo que ha producido lo que estamos viviendo. Que esta política
“desregulada”, tejida sin normas ni contrapesos se extendiera a todas
las instituciones sólo podía terminar de esta mala manera. En esta metástasis de
la política radica el agotador desasosiego que arrastra la sociedad española.
España afronta algo más profundo que subir o bajar impuestos o prestaciones,
requiere una radical reforma de su política e instituciones, o sea, sencillas
reglas de funcionamiento.
José Antonio Gómez Yáñez es profesor de Sociología de la Universidad Carlos III.
En tiempos dificiles como estos, tiempos de crisis dificil,tiempo de un grand desorden los partidos deben ser unidos, y intentar de buscar las soluciones juntos.