No resulta legítimo hacer una enmienda a la totalidad de un sistema de
financiación que ha sido voluntariamente aceptado por quienes han tenido la
responsabilidad de dirigir la ‘Generalitat’
Toda la información sobre el pacto fiscal
Gabriel Elorriaga (Publicado en El País, aquí)

EULOGIA MERLE
El debate sobre el reparto de los recursos financieros es, con toda
seguridad, el más común en todos los países donde existe una distribución
territorial del poder político. En un entorno de intensa escasez presupuestaria
a nadie debería extrañar que esa discusión sea ahora intensa e, incluso, que se
exacerbe entre nosotros. Sin embargo, la reclamación lanzada por el nacionalismo
catalán en los últimos tiempos, y los términos en los que se está planteando,
tiene poco o nada que ver con ese tipo de controversias.
Desde 1986 la financiación de las Comunidades Autónomas de régimen común ha
estado regulada por una serie de acuerdos del Consejo de Política Fiscal y
Financiera, un órgano en el que están representadas todas las Comunidades
Autónomas y la Administración General del Estado. Los sucesivos gobiernos
catalanes han sido no solo firmantes sino generalmente los impulsores
principales de sus contenidos. La participación de las Comunidades Autónomas en
el 15% de la recaudación del IRPF, establecida por primera vez en 1993, fue la
expresa cesión de un gobierno socialista en minoría a las demandas del
presidente Pujol y contó con la fuerte oposición de Juan Carlos Rodríguez
Ibarra, entonces presidente extremeño, entre otros.
En 1996 un gobierno popular impulsó un nuevo acuerdo que preveía la cesión de
cierta capacidad normativa sobre algunos elementos esenciales de ese porcentaje.
Fue el primer paso decidido hacia la muy reclamada corresponsabilidad fiscal y
el protagonismo de la Generalitat quedó también patente. Las Comunidades
Autónomas entonces gobernadas por el PSOE rechazaron de plano este segundo
acuerdo y optaron por mantenerse en el de 1993, al tiempo que recurrían al
Tribunal Constitucional la nueva norma por considerarla insolidaria.
Por fin, en el año 2001, se alcanzó un acuerdo unánime en torno a un modelo
que se presentó como definitivo y que llevó a la retirada de todos los
contenciosos jurídico-constitucionales que estaban pendientes de resolver.
Recordar la reacción de los partidos políticos catalanes tras el acuerdo
alcanzado hace apenas una década resulta hoy clave para entender el origen de su
postura actual en torno al pacto fiscal. El manifiesto entusiasmo del Gobierno
convergente de la Generalitat con el modelo de financiación de 2001 le
llevó a proclamar su triunfo en la negociación y a rotular el acuerdo como “el
mejor de la historia”; al mismo tiempo, CiU se lanzó a explotar la evidente
contradicción que se había puesto de manifiesto entre la postura crítica del
socialismo catalán y el respaldo unánime que el PSOE había dado al pacto en toda
España. Pasqual Maragall, sin embargo, se vio con fuerza suficiente para marcar
distancias con la dirección federal socialista y aprovechar así la oportunidad
de aproximar su posición a la de quienes serían sus futuros socios de gobierno
en la Generalitat, ERC e ICV. Sin duda, ese paso es el antecedente
político más importante de lo que después sería el Pacto del Tinell, el gobierno
tripartito y, finalmente, el proyecto de nuevo Estatuto catalán. Para completar
el cúmulo de contradicciones, en el año 2009 el gobierno del president
Montilla alcanzó un nuevo acuerdo de financiación con el de José Luis Rodríguez
Zapatero. Fue entonces cuando los socios del tripartito vieron contestado su
pretendido éxito por la contundente oposición de Convergencia y Unió.
Es innegable que cualquier criterio de equidad utilizado para establecer el
nivel de redistribución más adecuado para una sociedad es susceptible de ser
debatido en términos políticos. No existe una fórmula de justicia financiera
irrefutable, todas son fruto del debate y del compromiso entre intereses
confrontados. Resulta menos legítimo, sin embargo, hacer una enmienda a la
totalidad de los resultados de un sistema de financiación que en todo momento ha
sido voluntariamente aceptado por quienes han tenido la responsabilidad de
dirigir los destinos de la Generalitat. Dejando al margen detalles
concretos de su aplicación, el modelo de financiación vigente arroja los saldos
que se derivan de la existencia de impuestos iguales para todos los españoles
con independencia de su lugar de residencia, servicios equivalentes y unas
Comunidades Autónomas que los administran con los recursos que libremente han
negociado. Sólo una burda manipulación permite hablar de expolio para referirse
a la situación actual.
Cuando se habla de dinero, los conceptos de igualdad y solidaridad, tan
manoseados por el progresismo, exigen la previa definición del grupo humano
sobre el que se predican: ¿igualdad de quienes? ¿Solidaridad entre quienes?
Aunque desde el PSC se pretenda disfrazar, pedir “el reconocimiento nacional de
Cataluña a partir de un trato bilateral preferente” y proponer límites a la
solidaridad entre los españoles residentes en unas u otras Comunidades
Autónomas, son planteamientos que sitúan a la izquierda española frente a la más
profunda de sus contradicciones.
Les sobran buenas razones a los actuales dirigentes andaluces para poner pies
en pared ante los planteamientos de sus colegas catalanes, pero confunden el
destino de sus quejas cuando en lugar de reclamar a las puertas de Ferraz
pretenden hacerlo en la calle Génova. La responsabilidad de todos, socialistas y
populares, es forjar acuerdos entre quienes podemos compartir una idea de
España, atenta a otras sensibilidades pero fundada en la base firme de una
nación común. Pero antes, la responsabilidad de cada uno es poner orden dentro
de la propia casa y generar los consensos internos imprescindibles para afrontar
un diálogo constructivo con los adversarios políticos.
La posición a la que se ha visto arrastrada la sociedad catalana es la
consecuencia de un juego meramente táctico —y profundamente irresponsable— entre
unas fuerzas locales obsesionadas por controlar el espacio político, una pugna
en la que se han rebasado todas las barreras de la sensatez. El oportunismo y la
inmediatez se han impuesto a la coherencia y a la prudencia, y los resultados no
pueden ser más desastrosos.
Desde antes de alcanzar el gobierno, Artur Mas ha formulado su exigencia de
un pacto fiscal no como un ajuste financiero, sino como el primer paso de una
transición nacional, como el inicio de la construcción de una nueva realidad
estatal; en definitiva, como un instrumento de desbordamiento constitucional
capaz de superar en potencia al previo desafío estatutario que protagonizó el
tripartito. Para la actual dirección convergente, impugnar de plano el sistema
de financiación de la Generalitat de Cataluña, tal y como se está
haciendo, es una forma cómoda de eludir responsabilidades al tiempo que
arrincona al PSC en sus innegables contradicciones, pero ese peligroso juego es
también el que ha puesto la dirección política del nacionalismo en manos de sus
miembros más radicales.
Todos los gobiernos españoles, socialistas o populares, se han sentado para
negociar competencias, para compartir recursos, para renunciar una y otra vez a
una parte del poder político en la búsqueda de los consensos más amplios. Pero
lo que ningún gobierno hará nunca, cualquiera que sea su signo político, es dar
satisfacción a las demandas que expresamente buscan la disgregación del Estado
y, en definitiva, la desintegración nacional de España.
Gabriel Elorriaga Pisarik es presidente la
Comisión de Hacienda y Administraciones Públicas del Congreso de los Diputados y
forma parte de la Junta Directiva Nacional del Partido Popular.
Lo que hicieron antes en espana no servio, la situacion a gravado. Como que los medicos rtaten de una enfermedad con un golpe y con toda la fuerza, asi tiene que ser el «tratamiento» contre la crisis, rapido y consisto.